Dejemos que hable el tiempo (Fernando Ampuero)

18 ago (Perú.21) A estas alturas terminó nuestra absurda polémica literaria y ya queda muy poco por añadir, excepto algunas reflexiones.

A saber: la polémica sirvió para que algunos de nosotros, tontamente, pensáramos que la discusión podía crecer y ganar altura; sirvió para que picáramos los anzuelos de diversos escritores que querían hacernos saber lo descontentos que estaban de su suerte; sirvió para que nos dijeran a gritos lo que opinaban de nuestra obra; sirvió para que nosotros opináramos sobre las suyas; sirvió para que nuestros antagonistas obtuvieran su ansiada cobertura periodística a costa de insultarnos (deseo cumplido); sirvió para que enunciaran su visión muy estrecha y discriminatoria de la literatura; sirvió para que varios desempolvaran con ira las malas críticas que merecieron sus libros; sirvió para catapultar por la vía más triste nuevas carreras literarias; sirvió para que se fraguaran cartas al director con el objetivo de publicar más agravios; sirvió para darle tribuna a los clásicos zampones; sirvió para sacar del olvido a poetas de dudoso numen; sirvió para el ejercicio del más descarado autobombo; sirvió, en fin, para calentar la sangre y provocar un desembalse de todo orden de resentimientos.

Pero, sin duda, sirvió además para demostrar que no hay tal mafia que controle los medios; sirvió para divertir y horrorizar a los lectores. Y sirvió, por último, para hacerme reír con ganas y, en forma simultánea, para hacerme sentir (al igual que muchos, me imagino) enormemente apenado y desazonado.

Creo que quienes participaron en esta polémica han pintado retratos de sí mismos a través de sus palabras. Con lo que dijeron y con lo que callaron, con claras o vagas palabras, unos y otros ensayaron elocuentes respuestas, y algunos pocos, con obvia actitud culpable, evitaron darlas, disimulando la gambeta.

Las ofensas vertidas por todos se volverán anécdotas o quizá (es lo más probable) se desmenucen con el viento como los vacíos y calcinados carapachos de los cangrejos. Sin embargo, y lo digo sin la menor animosidad, nada halaga tanto como que alguien nos insulte con tanta desesperación. Hasta te hace pensar que algo bueno de uno ha de estar molestándolos.

Lejos de las posiciones de quienes aquí intervenimos, lejos de las flamantes simpatías y antipatías, sólo quedará la obra de cada cual (lo único que realmente importa), si es que algo queda.

Alguien quiso injustamente comparar una obra mía de juventud (escrita a los 23 años) con la obra de madurez de otro autor (que la escribió a los 55 años). Bueno, ya que estamos en tren de odiosas comparaciones, yo propongo como mi obra principal el mosaico narrativo compuesto por la suma de todos mis libros de cuentos, alguna crónica o novela y algún poema, para que el correr de los años se encargue de decidir su validez. ¿Qué obra de los escritores peruanos actuales tiene posibilidad de sobrevivir? ¿Qué libros se seguirán leyendo y cuáles permanecerán como un vetusto recuerdo de "lo que debía hacerse"? El tiempo sabrá decidir, pues no existe mejor antologador. El tiempo, implacable a la hora de elegir, suele ser más sensato y desapasionado.

Mientras tanto, pasada la juerga, ha llegado la hora de decir como en el poema de Juan Gonzalo Rose: querido cuerpo mío, continuemos viviendo. Y con ello, de paso, adherir a su vez a la sabia respuesta de Abraham Valdelomar, nuestro primer literato moderno, cuando le preguntaron sobre la principal misión de un escritor en el Perú. Valdelomar repuso: "¡La principal misión de un escritor en el Perú es evitar que lo aplasten!", aludiendo, desde luego, a nuestra roñosa vida literaria, tan proclive al cadalso.

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30 de junio de 2005

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