Las 'envidias' de José Miguel Oviedo (Miguel Gutiérrez, escritor)

26 jul (Perú.21) En su intervención final en la polémica literaria desarrollada en Perú.21, el escritor Miguel Gutiérrez responde al crítico José Miguel Oviedo.

La desesperación y la furia de la argolla debió de ser tanta que no paró hasta desempolvar a José Miguel Oviedo para que acudiera en su defensa. De inmediato, el otrora mandarín de la literatura peruana asumió el reto y con prosa bizarra (aunque con algunos achaques previsibles e inevitables) arremetió contra mí formulándome cargos absolutamente infundados y descalificando mi obra por mis concepciones ideológicas y políticas. Pero ¿por qué la media línea que le dedico a Oviedo en mi artículo "Poderes literarios" lo incitó a escribir un dilatado texto con tanta irritación y rencor? Por más que busqué las razones no las encontré, hasta que al fin he creído comprender. ¿No se tratará, me dije, de un tardío arreglo de cuentas? Porque sospecho que Oviedo quedó muy enojado conmigo por algo que dijo Martín Villar, el personaje de La violencia del tiempo. Pichón de novelista, en mi ficción Martín Villar es un muchacho irreverente, antipático, casi detestable, que en un breve pasaje de mi novela, a propósito de los críticos, se expresa en forma demasiado irrespetuosa de un ficticio crítico de apellido Oviedo. Pero, para ser justo, puede que mi suposición sea errada. En cualquier forma, el episodio habría que tomarlo con humor, con el humor que tanto le gusta a José Miguel.

Más allá de las pasiones, un crítico honesto nunca formulará acusación alguna basándose en fuentes indirectas, menos si estas se reducen a testimonios recibidos -de alguno de los informantes del grupo- escandalosamente parcializados. El desconocimiento de Oviedo es de tal magnitud que ni siquiera sabe qué institución organizó el encuentro de narradores en Madrid. Como lo demostrarán las actas y otros documentos de la reunión cuando estos se publiquen, no fui yo quien inició la polémica entre "andinos" y "criollos". Y créeme, Oviedo, que si esto hubiese sido cierto yo no dudaría un instante en asumir mi responsabilidad. Pero sé que es inútil que intente esclarecer la verdad, pues los deshonestos, de acuerdo a tácticas antiquísimas, insistirán en la mentira y con cinismo pertinaz no dudarán en distorsionar los hechos con tal de confundir a los lectores que no tuvieron acceso a los textos originales.

Igual que el más inescrupuloso de mis contendientes, también Oviedo formula serios reparos artísticos a mi obra, malograda o echada a perder, según él, por mis convicciones ideológicas. No voy a cometer la huachafería de defender mi obra aludiendo al número de ediciones, tirajes, traducciones, comentarios glorificadores, exaltaciones iconográficas, viajes y distinciones y otras vanidades finalmente externas a la creación misma. Sigo pensando lo mismo que enseñaba a mis alumnos, mientras fui docente, sobre cualquier obra literaria. De modo que si mis libros tienen alguna significación, la tendrán en la medida que con el lenguaje del arte han sabido interpretar a mi país y al espíritu de mi época, y entonces serán recordados, de lo contrario caerán en el completo olvido sin apelación posible y estará bien y justo que así sea. Pero, con toda seguridad, el valor de mis escritos no lo determinarán las opiniones de un insignificante número de críticos (casi todos ellos escritores fracasados), o de escritores de segundo orden o de los subalternos asalariados por la mafia (encargados del trabajo sucio) ubicados en puestos estratégicos de los medios de comunicación más importantes.

Oviedo coincide también con otros integrantes de la cofradía (a la que se ha sumado el payaso entrometido con un ataque histérico que pretende ser lapidario) que a lo largo de estos años en revistas, periódicos y programas de televisión han pretendido descalificarme e intimidarme por mis ideas políticas. Y aunque esto nada tiene que ver con el debate, me enfrentan, cómo no, a dos cucos: Mao y Guzmán. Por cierto esto exigiría un texto aparte. Entre tanto, remito a los lectores interesados a la extensa entrevista que me hizo el profesor de filosofía Dante Dávila para el libro Del viento, el poder y la memoria (páginas 309-333) publicado por el Fondo Editorial de la Universidad Católica. Todo está ahí dicho con claridad, con el necesario espíritu autocrítico, pero sin desgarramientos ni ominosos complejos de culpa.

Si a Oviedo le hubiera interesado como estudioso serio lo que de verdad ocurrió en el encuentro de Madrid, se habría enterado que mi ponencia sobre la narrativa peruana actual (1980-2005) empieza precisamente con la exposición descarnada de los grandes acontecimientos que ocurrieron en el mundo y en el Perú a fines del siglo XX y a los cuales también aludo en mi primer artículo. Claro que ningún escritor sensato, con alguna lucidez y entereza moral puede ignorar esta situación desde la cual desarrollará su obra creativa. Pero Oviedo prefiere ignorar esto para endilgarme con chochera reaccionaria una parrafada sobre Mao, la revolución cultural y la derrota de Sendero. Descubriéndome el universo me dice que el mundo ha cambiado. Y agrega: "Los retos de hoy son muy distintos". Sí, por ejemplo: el imperativo moral de denunciar a Bush y su gobierno fascista por las atrocidades que viene cometiendo en el mundo y dentro de su propio país, como en nombre de la civilización lo vienen haciendo intelectuales probos en la línea ética de Chomsky, compromiso moral que deja indiferente a Oviedo (¡a él, que me exige coherencia!) pese a su larga estadía en Estados Unidos.

El reducir el debate (como lo hace la argolla) a las pasiones del resentimiento y la envidia es tan frívolo como ridículo y sólo merece una respuesta al paso. Carezco de envidia, pero si tuviera que envidiar lo haría con mis grandes maestros cuyos retratos, por lo demás, me acompañan en mi estudio. Pero ¿envidiar a Oviedo, que no ha hecho ninguna contribución esencial a los estudios literarios del Perú y que siempre vivió colgado de la fama del más reconocido de nuestros novelistas? ¿O al regio grupo de ciclistas que cortejó antes de su muerte al buen Julio Ramón? ¿O al payaso entrometido y avieso que a punto de arañazos viene haciendo méritos para ser admitido en el clan aunque sea en calidad de bufón? ¿O al librero inculto, con quien se podría debatir sobre la otra piratería, me refiero a "la formal"? ¿O al tonto de la secta que se alucina genio? ¿O, lo que sería francamente degradante, envidiar al innombrable, pues no puedo pronunciar el nombre de quien abdicó de su condición de escritor para convertirse en informante policial? Como se ve, no hay nada envidiable en ellos, pues no obstante el poder mediático que parcialmente detentan sólo conforman un grupo minúsculo que representa el pasado y no el futuro de la literatura peruana, y esto los enoja y aterra.

Nada personal he perseguido con este debate (al que en realidad fui empujado), pues gracias a críticos y estudiosos de espíritu abierto y sin prejuicios, a la existencia de editoriales alternativas y de publicaciones periodísticas plurales y a la recepción favorable del público, mal que bien mi obra ha venido abriéndose paso, lo cual me incita aún más a seguir escribiendo las historias que me faltan contar y a continuar explorando mediante el ensayo sobre el maravilloso universo de la creación literaria. No me ha hecho feliz esta contienda, pero si en algo puede ayudar a los escritores de provincias, y a todos aquellos que son marginados o silenciados, a persistir en su entrega a la literatura y a luchar por abrirse un espacio propio, entonces todo será justificado.

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30 de junio de 2005

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