Peru, 19 de Agosto del 2005

COLABORADORES

DIARIO LA REPÚBLICA

Reflexiones sobre la novela contemporánea

"La convicción de que la historia posee una cierta coherencia ha sufrido el trauma de hechos dolorosos como el holocausto".

Patricia De Souza (*).

Durante el Congreso "25 años de novela peruana", celebrado en Madrid, fue importante participar en un debate sobre algunos aspectos que desde fuera me parecían más bien abstractos, ideas sobre lo que se está produciendo en el plano de la creación escrita, cuáles son sus contenidos, sus planteamientos estéticos y morales.

La primera impresión es visual, casi cinematográfica. La necesidad de construirse un rostro determinado, de "verse", que en realidad es una forma de existir en tanto que presencia concreta y física. Esa imagen se parece a la de la película de Igmar Bergman, Persona: un rostro que se sobrepone al otro, confundiéndose y multiplicando la imagen, por lo que hay que alejarse para poder ver mejor. Entonces, aparecen otros nuevos rostros, los que se nos parecen por cuestiones de proximidad, José María Arguedas en el caso de los autores de la sierra, quienes reivindican un resurgimiento de la novela indigenista que abarcaría la sierra, la selva, en realidad, toda periferia de la capital, Lima. Pero, de alguna forma es un rostro que vive un modelo post-colonial, seguro de que nada ha cambiado desde esa época y que varias décadas de democracia, con las interrupciones históricas conocidas, no ha legitimado en el plano de una igualdad en la ciudadanía, menos en el plano de las artes y en el del poder, el poder de las letras en concreto. Un rostro desea quitarse la máscara, estar vivo, aunque lata en medio de cierta confusión. Estamos en el terreno de la doxa, de la opinión. Todos opinamos.

El mundo actual nos interroga y nos exige pensar cada vez más y mejor. La confrontación con otras realidades, la forma de enterarnos a toda velocidad de lo que sucede en el África o la India, nos empuja a hacernos la pregunta de quiénes somos en este gran relato universal, cuál es el lugar que se nos ha reservado, o cuál es el sentido de nuestras vidas. En medio de esto surge una necesidad de identidad más urgente, es decir, el imperativo de construirnos una historia personal que luego pueda ser integrada a un plano colectivo, pero no con más urgencia que la de cualquier otra persona preocupada por saber cuáles son sus convicciones políticas, sus preferencias o sus valores individuales. En este terreno, los que optan por escribir y publicar se inscriben en el plano de lo público. Entonces, surge el conflicto porque sus opiniones son leídas y tienen que ser asumidas para ser defendidas con convicción.

En este tipo de enfrentamientos, la pasión juega un papel importante, cualquier ataque parece dirigido a nuestra propia persona nos deslegitima y nos quita toda razón de ser. Pero ¿no es absurdo? Que alguien no esté de acuerdo no nos niega la existencia, al contrario, debería enriquecerla y añadir una plusvalía al ser mirada por esa otra persona que emerge en el espacio de nuestro mundo subjetivo. En la realidad, no sé si es así. No es que sea grave, la discrepancia es parte del proceso, sería terrible que todos pensáramos igual. Lo que parece estar en juego es la construcción de una identidad más o menos unificada, en posesión de una cierta visión de lo que es el Perú contemporáneo, en el reclamo a la legitimidad de un discurso que se siente como periferia y no encuentra los medios para expresarse en otros espacios que no sean los que se les ha designado. Y por supuesto, es legítimo. Las categorías a las cuales se adhiere para encontrar un apoyo pueden y deben ser contestadas, como toda postura y toda opinión. El hecho de pensar en una literatura de identidades étnicas o de género (andina, costeña, amazónica, femenina o masculina) no puede sino llevarnos a negar una parte de nosotros mismos. Afirmando identidades monolíticas, por origen, regiones o creencias, nos reducimos a un espacio idéntico en el que todo movimiento está excluido, nos condenamos a una forma de extinción. Y desaparición.

Ahora, cuando pienso que narrar no significa contar la historia como debería ser sino como la hemos vivido, significa también que narrar es casi imposible porque nunca abarcamos la totalidad, siempre condenada a ser una impresión, sensación o elaboración individual. La convicción de que la historia posee una cierta coherencia ha sufrido el trauma de hechos dolorosos como el Holocausto, todavía no del todo integrado en el propio lenguaje escrito, dejándolo entrar al terreno de lo que no podemos justificar y tan sólo nombrar. Las guerras étnicas (en plena efervescencia) de los países de Europa del Este, las actuales guerras religiosas del Medio Oriente serán nuevas rupturas en el lenguaje. Luego, en el plano mismo de la ficción, el clasicismo de la tercera persona inspira desconfianza, justamente porque no hace un llamado al lado testimonial, el único irrefutable: yo he visto, yo he estado presente.

Todo lo que no comprometa al Yo individual suena a demisión al ser interrogados constantemente. En el caso del Perú, para asimilar diferentes aspectos de la historia de nuestro país necesitamos tiempo para madurar lo sucedido y yo no sé si estemos preparados para acordarnos de ciertas cosas sin caer en la afectación. Con una idea post-romántica, pienso que los escritores siempre han estado atentos a las fallas de los sistemas, a los mecanismos de alienación con el idioma, a todo tipo de dictadura en el pensamiento y a toda forma de injusticia. Algunos de entre ellos han defendido su derecho a la insumisión y a la libertad en el pensar. Hecho que es indispensable para poder llevar a cabo una obra creativa. Pero es, como decía Alejandro Pope, la forma verbal la que da una impresión de novedad, no el contenido.

El cine ha visto casos como el de Godard, quien con una libertad inalienable dio a luz una mezcla de formas e influencias: novela policial, documental, comics, episodios íntimos, y uno de sus aportes más novedosos, la forma en el montaje. A través de su contenido y en la forma de su novela, una escritora como Elfriede Jelinek, denuncia una sociedad austríaca neo-fascista, con todos los riesgos que eso implica, el escritor sudafricano J.M. Coetzee hace una reflexión de la idea del mal en su Elisabeth Costello, y Michel Houellebecq denuncia una forma de miseria humana en Francia, la industria del sexo, en Las partículas elementales. Novela filosófica, novela ensayo, novela sociológica, las etiquetas están al margen del trabajo del que produce estos aparatos de ficción.

En el fondo todos nos encontramos muy solos, confrontados a nuestros límites y buscando cierta protección. ¿Cerrar los ojos a esa vulnerabilidad evidente, es una salida? Al elegir escribir entramos en contacto con lo más absoluto de nuestra existencia, con nuestra propia desaparición y con el tiempo. La idea de trascender un espacio efímero a través de la escritura tal vez sólo sea una sensación que deja atrás todo tipo de categoría: femenino, andino, costeño o criollo, confrontándonos a nuestra pequeñez para ser escritura en el sentido pleno del término, un trazo vital y enérgico que marca las oscilaciones de nuestros pensamientos siguiendo este proceso abierto.

Para comprender lo que sucede en el Perú se necesita una veta abierta en la manera de pensar, ningún espacio cerrado. Esa veta abierta incluye también las voces de otros países que como nosotros no mueven la rueda de la fortuna. Ser cosmopolita es estar en el "mundo", en el afuera, es estar concernido por un problema en el Perú, en el África o en el medio Oriente, integrando esa polifonía para dar también una voz a otros silenciados, aquellos que toda su vida intentan formar parte del gran relato histórico y son excluidos.

Lo literario no niega lo vital, no niega al otro, sino que lo incluye con sus imperfecciones. El lenguaje es un aparato vivo, y por eso se transforma con nosotros, muestra el mundo histórico y social y la patología que este produce. No sé si podría escribir en un lenguaje aseptizado, menos relacionado con mi propia experiencia, tampoco sé si no es simplemente una ilusión creer que somos quienes poseemos a las palabras. Joyce decía que no entendía cómo podía existir una misma palabra para designar cosas a veces contrarias, necesitaba un código nuevo. Y pienso de nuevo en el caso de Arguedas, el ejemplo más cruel de idioma e identidad. Los códigos lingüísticos y todos los símbolos que este produce son problemas de los que escriben y quieren ganarse el derecho a opinar. Son ellos los que les dan un soplo humano a sus producciones, las hacen fértiles o las disecan convirtiéndolas en piezas de museo. Por eso todo debate en torno a la identidad en un libro, cualquier ficción, quedará abierto, sujeto por un hilo al instante en que el escritor define su pacto moral con lo que va a escribir y lo lleva adelante. Es algo que se decide en el fuero privado, más allá de las tribunas y los espacios públicos, eso sólo lo sabe cada uno de nosotros.

(*) Desde París.

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30 de junio de 2005

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