Santa Prosa de Lima

Por Fernando Iwasaki

"Celebro que los libros de Alonso Cueto, Fernando Ampuero, Jaime Bayly, Jorge Eduardo Benavides y Santiago Roncagliolo estén a disposición de los lectores españoles, pero me haría ilusión que otros escritores que tanto he disfrutado pudieran ser conocidos y leídos en España"

A propósito del reciente Congreso de Narradores Peruanos celebrado en Casa de América, deseo hacer un inventario personal de lecturas peruanas, aunque haciendo hincapié en que me propongo escribir sobre autores que todavía no han publicado en España. Celebro que los libros de Alonso Cueto, Fernando Ampuero, Jaime Bayly, Jorge Eduardo Benavides y Santiago Roncagliolo estén a disposición de los lectores españoles, pero me haría ilusión que otros escritores que tanto he disfrutado pudieran ser conocidos y leídos en España.
A lo largo de los últimos años he tenido la fortuna de leer algunas estupendas novelas publicadas en Lima, como La medianoche del japonés (1991) de Jorge Salazar, País de Jauja (1993) de Edgardo Rivera Martínez, Ximena de dos caminos (1994) de Laura Riesco y Puesta en escena (2002) de Enrique Planas, mas si tuviera que recomendar la narrativa completa de un novelista peruano inédito en España, elegiría a Iván Thays.
Iván Thays (1968) es un escritor orgulloso de sus lecturas y así espolvorea contraseñas literarias por cuentos y novelas. Ya en su primer libro -Los retratos de Frances Farmer (1992)- encontramos la prosa lírica, el trasmundo personal y la intimidad estética que propone en novelas como Escena de caza (1995), El viaje interior (1999) y especialmente La disciplina de la vanidad (2000), donde el humor y la melancolía adquieren madurez y plenitud.
Cada escritor se inventa su tradición y por eso Thays se proclama del linaje de Luis Loayza, Gastón Fernández y Carlos Calderón Fajardo, tres autores discretos, esquivos y austeros que Thays convierte en un canon personal. De ahí que el instrumental político y sociológico que muchos críticos emplean resulte inútil para analizar la obra de Thays, pues sus novelas y relatos tan sólo consienten la digresión literaria. Por razones estéticas, económicas y editoriales -en ese orden- en el Perú se publican más cuentos que novelas, y por eso mismo es más sencillo citar un buen número de magníficas colecciones de relatos que de novelas. Así se me antojan excelentes La primera espada del imperio (1988) de Siu Kam Wen, Señores destos Reynos (1994) de Luis Nieto Degregori, Un único desierto (1997) de Enrique Prochazka, Atado de nervios (1999) de Giovanna Pollarolo, Los sueños de América (2000) de Eduardo González Viaña y París Personal (2002) de Marco García Falcón, aunque por el conjunto y valor de sus relatos deseo destacar a Leyla Bartet, Carlos Herrera y Ricardo Sumalavia.
Leyla Bartet (1950) ha publicado apenas dos libros de cuentos -Ojos que no ven (1997) y Me envolverán las sombras (1998)-, pero por su sensibilidad, intuición, talento y originalidad, me atrevo a considerarla por encima de otros autores con más experiencia y publicaciones. Sus relatos son ricos en registros, hallazgos y obsesiones, y me hace ilusión precisar que no la selecciono por cumplir con una cuota o para ser políticamente correcto.
Carlos Herrera (Arequipa, 1960) es autor de cuatro magníficos libros de relatos: Morgana (1988), Las musas y los muertos (1997), Crueldad del ajedrez (1999) y Crónicas del Argonauta ciego (2002). Sus relatos son esencialmente inteligentes, irónicos y eruditos, pues nos remiten a lecturas clásicas y a otras exquisitas expresiones artísticas. Escasamente traducido y antologado, me encantaría que la obra de Carlos Herrera fuera mejor conocida más allá de las fronteras de la literatura peruana. Sobre todo Crueldad del ajedrez, un libro maravilloso trufado de fábulas, greguerías, microrrelatos y fragmentos.
El microrrelato y el fragmento constituyen también el corpus de la obra de Ricardo Sumalavia (1968), autor de ficciones concisas y perturbadoras reunidas en libros como Habitaciones (1993), Retratos familiares (2001) y Enciclopedia mínima (2004), donde abundan los registros fantásticos, culturalistas y metaliterarios. Las micronarraciones de Sumalavia crean la persuasión de virutas de orfebrería literaria, pero leídas en conjunto uno descubre fascinado que son las joyas de su imaginación.
Por otro lado, desde una perspectiva más periodística aunque no por ello menos literaria, deseo romper una lanza por Jaime Bedoya (1965), quien con ¡Ay, qué rico! (1991), Kilómetro Cero (1995) y Mal menor (2004) nos ha demostrado que una buena crónica puede ser culta y risueña, plástica y filosófica, tierna y belicosa.
Finalmente, Luis Freire Sarriá (1945), autor de una novela histórica desopilante -El cronista que volvió del fuego (2002)- ha cultivado la miscelánea a través de dos libros inclasificables: Memorias de Obélix (1993) y Examen de ingenios (1997). En síntesis: el Perú en posición fetal y momificado por un Inca loco. Una delicia.
Al escritor Abraham Valdelomar se le atribuye una frase que ha hecho fortuna en el imaginario peruano: "El Perú es Lima, Lima es el Jirón de La Unión, el Jirón de la Unión es el Palais Concert y el Palais Concert, soy yo". Desde entonces hasta nuestros días han existido otros bares, otras calles y otros escritores, pero jamás otra ciudad. Por fortuna o por desgracia Lima sigue siendo el Perú y no parece haber vida literaria fuera de Lima, pues quien no ha nacido en Lima, escribe sobre Lima o desde Lima. Al menos este Congreso de Narradores le ha dado voz a otros escritores provenientes de Cuzco, Junín o Ancash, cuyas obras no están escritas en la Santa Prosa de Lima, ese hablar empalagoso que predomina en la narrativa peruana de los noventa.

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30 de junio de 2005