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Nº 0 Año I


Las Paredes de fuego

Por Sebastián Abdala

Y la vida siguió como siguen las cosas
que no tienen mucho sentido.
Una vez me contó un amigo en común,
que la vio donde habita el olvido.
Joaquín Sabina
- Donde habita el olvido.

La reconocí de inmediato, se encontraba sentada sobre un espigón, dejando que el río tranquilizara sus pies. Esa tarde, luego de verla sin maquillaje, escribiendo en un puñado de hojas, entendí con el alma y la carne el verdadero significado de "diáfana". De todas formas ya no importa, ella se fue, y yo poco puedo hacer: recordarla y acabar con este olvido, con este fantasma exiguo que usa mi cara, o darle forma a un pasado que se desvanece de las paredes de mi habitación.
Tenía puesto un vestido rojo y un saquito negro empecinado en negarle al viento la desnudez de sus hombros. Al lado de sus caderas reposaban unas sandalias cansadas de tanta noche caminando la calle. Pensé que no se trataba de una casualidad, pero enseguida quise dejar de lado ideas que sólo alimentan esperanzas vagas, rencores futuros. De haber sabido que mis palabras serían como esas miguitas de pan que uno tira descuidado en una plaza y provocan un maremoto de palomas grises, tal vez, no hubiera dicho nada. Pero embriagado de sueño, tratando de secar sus lágrimas muertas antes de nacer, le hablé.
Algunas cosas que supe de ella me dolieron y las retuve en mi memoria con desafecto. Sin embargo otras dieron un extraño sentido al sonido callado de mis latidos. Y esa misma tarde pude leer algunos poemas. Poemas que derramaban amargura y lirismo. Cada letra eran cristales quebrados, cristales que daban un breve reflejo de mi alma, de mi soledad. Tuve ganas de tomarle la cara y decirle, por ejemplo, que su sonrisa llenaba de luz mi perra vida. Pero su presencia absoluta me empujaba a un abismo de silencio. Las palabras, en algunos casos, son muy pobres para decir lo que uno calla. Apenas si llegué a decirle que era la mujer más hermosa en todo el río que llevaba caminado, que en sus ojos negros, tan profundos, deseaba ahogarme, para naufragar en sus costas saladas y vacías. Fue suficiente para hacerla llorar.
Entonces me perdí en su boca, que sólo decía silencios.
Le dije que una vez, un hombre que ahora es un ser interminable, escribió: "Me gusta cuando callas, porque estás como ausente".
Ella, que nada decía, nada dijo. Se dejó llevar en mis brazos a la ciudad desierta de mi alma. Y en la cama, yacentes en una perfecta ilustración de lo pronto a ser olvido, cruzamos infiernos solitarios, aprendiendo que éramos el uno para el otro. Entonces el fantasma del porvenir nos acorraló en cada encuentro. Y señalaba con sus garras nuestras almas y decía, con su mera presencia, aberraciones que nosotros pretendíamos desconocer.
Con mucho penar en su voz, me pidió una vez que nunca fuera al bar donde ella pasaba las noches. Comenzó a explicarme, con dificultad y lágrimas, que no soportaría que la viera en ese lugar. Puse mis dedos en sus labios. Le dije que no hablara más.
De ahí en más, nunca quedamos en encontrarnos algún día en particular, en alguna hora determinada. Entendí que apenas ocurríamos como la vida: un poco por suerte, otro poco por desgracia.
Mis pasos, algunas tardes, llegaban a la costa y chocaban con sus pupilas cansadas, que delataban un trajinar de barras y copas que le lastimaban más a ella que a mí. Con su primera sonrisa me obligaba a preguntarme por qué volvíamos al mismo lugar. Por qué simplemente una tarde no asumíamos que basta, que el amor no funciona para todos por igual. Pero, con un coraje plagado de cobardía, callaba las respuestas.
Entonces la tomaba por la cintura, le besaba los ojos y caminábamos hasta mi casa. Ella se duchaba, largas duchas tomaba. Luego, desnuda, se sentaba en la cama, o se recostaba en el suelo junto a mi melancolía. Y bebíamos. Y callábamos.
Ya con los pensamientos embriagados, la sentencia que llenaba de ecos nuestros bosques, nuestras ilusiones, se hacía más y más presente, sembrando pequeños momentos de algo similar a la felicidad que se desgarraba en nuestras carnes, en nuestros silenciados misterios. Luego me tiraba en la cama a verla, fumando, recostada en la pared, descansando esas espaldas marcadas. Jugaba con el humo a retener su imagen en mis pupilas, en la cal vencida que nos ocultaba.
Cuando despertaba, ya entrada la noche, el alcohol me impedía recordar si el delicado tormento de sus labios, que resucitaba viejas cicatrices, volvería furtivo a mis sábanas. Me preguntaba si el trazo de su cuerpo, que quedaba esbozado en las paredes con lágrimas vertidas al recordar quiénes éramos, quedaría grabado en ese lugar; para afirmar alguna vez que se había ido ya por siempre. Pero, en realidad, ahora no importa.
Importa que seguí apostando mis pocas monedas a sus pies, a esa belleza salvaje que emanaba de todos sus lunares.
Así estuvimos todo un verano. Hasta que, como suele ocurrir, aunque nadie puede asegurar que así sea, llegó el otoño. Llegaron las lluvias. Pero mis pasos ya no la encontraron en el río, ni en las calles -ni siquiera en las calles-. La suerte adivinó que el vacío en mi pecho volvería a nombrarla cada vez que el viento trajera a mi nariz el agrio olor del río. En esa brevedad de tiempo, donde no quedaban límites por cruzar, me dejé cercar por labios amargos. Por botellas y brazos que nunca generaron en mi piel la curiosa experiencia del amor. Pero mantuve mi palabra y no fui a buscarla.

Y me enteré que llegó el invierno cuando, una mañana, el sol anegó mi habitación hiriendo mis ojos de whisky, dejando sentir en mi cintura el calor de su pelo negro. Toda su hermosura, su silenciosa hermosura, atestiguaba sufrimiento con una furibunda cicatriz en su mejilla derecha, como burla de los que se empecinan en buscar un destino, cuando no tienen más que pasado.
Ella volvió a mi alma, buscando lo más parecido al amor que nunca hubiera sentido. Y todavía no entiendo cómo fue que algo de todo lo muerto que la habitaba, decidió sacarse el herrumbre y renacer. Difícilmente pude beberla, embriagarme de ella. Mis manos corrieron sus lágrimas, sus lágrimas borraron el rimmel, mis ojos labraron su contorno abandonado, aferrados a retenerla.
Y durante un tiempo volvimos a ser sombras desdibujadas con la fatalidad avisando, en cada caricia, que ya no seríamos los mismos.
Al anochecer, luego de lamentos envueltos en gemidos, de respiraciones aletargando el partir, me fingía dormido, para no darle peso a sus tacos retumbando en los pasillos. Y con esa muralla de nada pervirtiendo su reflejo opaco ahogado en mis paredes. Hasta que los pasos, una vez lejanos, dejaban de sangrar en mí, avisando que todo era igual. Entonces me vestía y salía de nuevo a vagar por bares. Buscando verla, buscando que la suerte me diera un atajo al olvido.

Una tarde solté la última miga de pan, dejando caer de mi propia lengua palabras que ahora no recuerdo, pero que pedían que ya no volviera para irse. Que trajera sus hojas, sus maquillajes y sus tacos. Que con lo del astillero yo podría por ambos, tal vez, podría por ambos, pero no por todo nuestro pasado.
Ella sonrió. Me besó las manos, y dijo que quizás.
Antes de cerrar la puerta, envuelta en hiel y perfume, volvió a sonreír y llevando un dedo a sus labios, me dejó un beso. Bajó la cabeza y cerró la puerta tras de sí.
Aunque supe que por última vez, no quise reconocerlo. Al contrario, embravecido por la certidumbre de su vuelta, tuve coraje para esperarla sobrio.
Pero las mañanas seguían llenas de su ausencia. Y tuve el vértigo de estar corriendo cuesta abajo.
Mis sienes se adjudicaron el peso de muchos años pasando en cada luna oscurecida que no traía el eco de sus pasos. Y el silencio, verdugo inquebrantable en las noches, me empujaba a convertirme en cenizas, en polvo. Casi lo consigo.
Hasta que al fin, una mañana plagada de agonía, golpeando lo que en ese momento supuse era una mueca idiota en un espejo, volví a embriagarme, con el alma abrigada en la silueta decreciente que quedó grabada en la pared. Y regresé a esa orilla del río, a sentarme en el espigón donde la vi perdida en el horizonte. Atestigüé en cada ola que rompía a mis pies, que me resignaba a haberla perdido por un momento de ingenuidad tal vez. Luego, convertido en pena barata, regresaba a las calles, a cualquier bar, no importaba: el objetivo era llegar bien entrada la noche a mi casa y no tener percepción de las paredes que me oprimían, que se derrumbaban en las sábanas cargadas de resentimientos.
Y el tiempo, enfermedad inequívoca, siguió pasando. Convirtiendo mi dolor en una sensación calma de absoluta entereza, transformando los reproches en afirmaciones que me convencían de que ella estaría mejor sin mí. Aunque necesitaba saberlo por ella, necesitaba verla una vez más. Creía que con su imagen ajena a mis manos, podría borrar su figura de mi lecho. Pero ella no aparecía por las mañanas en mi casa, ni por las tardes en el río.
Una noche, no hace demasiado tiempo, encontré un pañuelo, violeta, en mi armario. Lo acerqué a mi nariz. Conservaba la breve fragancia de su piel. Ese aroma, mezclado con la luna que entraba en mi carne, llevó mis pasos a romper la promesa de no buscarla. Me senté en la barra a beber y esperarla.
Observaba, cada vez más distante, los cuerpos apagados que se buscaban, y luego se perdían sin haber encontrado la piel o el billete adecuado. Pasó la noche y pasaron las copas. Mi presencia, mi confusa presencia, llamó la atención de los tipos de seguridad, de los clientes que malgastaban sus escasos billetes en piernas demasiado viejas, o penosamente jóvenes. Las mujeres no paraban de morderse los labios, tratando de llegar hasta mí. Pero dudaban. Emanaba un halo de furia, lo sé. Quizás por eso una mujer se sentó a mi lado. Comenzó a darme charla, a preguntarme vaguedades que no respondía. Pero la mujer, insistente, consiguió al fin que mi lengua, que durante muchas tardes no la había nombrado, le preguntara si no conocía a una mujer hermosa, con los ojos del río, con una mejilla cruzada por el metal. Dudó unos instantes. Miró con evidencia al que preparaba los tragos y me preguntó si era policía. Mi cara cambió la expresión de indiferencia por una contracción de sorpresa. La mujer, con cierto sarcasmo, me dijo que yo había sido el novio.
Asentí con la cabeza mientras el tipo se acercaba con una mano en la espalda. Ella negó chasqueando la lengua y me lo contó todo. Me dijo que directamente no amaneció. Que al dueño del lugar no le gustan las mujeres enamoradas y menos las enamoradas que renuncian. Que ya había tenido un encontronazo unos meses atrás, que le dejó la cicatriz. Yo apretaba el pañuelo con furia, a la vez que observaba la sonrisa burlona del tipo de la barra. La mina seguía hablando, contando que el jefe le dio una paliza de padre y señor mío, para ver si de una buena vez se avivaba. Pero que se le fue la mano y vos viste cómo terminan estas cosas. Guardó silencio, a la defensiva, a la vez que yo vacié el vaso. Su perfume llegó de nuevo a mis labios, su imagen cerrando la puerta es lo último que recuerdo, antes de estrellar mi vaso contra la cabeza del tipo que se había dado vuelta. Luego tengo imágenes de mi cara, mi estúpida cara de hierro y silencio limpiando los orines de la vereda y las risotadas de las minas del lugar.
Me incorporé a los tumbos y me fui, confuso, pero con el rumbo claro. Llegué hasta ese río mezquino, para llorar como nunca lo hice.
Con las primeras luces del día volví a mi casa, donde comencé a olvidarla evocando su silencio. Rocié con whisky las paredes. Les prendí fuego. Convertí en cenizas la figura cansada y triste que quedó tatuada en mi cuarto.
Apagué la ira de pensar que su cuerpo no vagaría más por el río, ni por otro lugar, más que en mi memoria.

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15 de noviembre de 2004


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