SI TAL DECÍAN DEL GANADOR ...

Crítica acompasada de la novela Y de repente, un ángel,de Jaime Bayly
Finalista del premio Planeta 2005

Por Clandestino Menéndez *
(Madrid. España)

Y de repente, un ángel

Imagino que, a estas alturas, todos los lectores, de acá o de allá del charco, estarán enterados del pequeño escandalete que se montó en España a la entrega del último premio Planeta. Este certamen, como en general todos los "grandes" concursos literarios de este país, está amañado desde su origen, adjudicado desde el mismo momento de su convocatoria, negociados ganador y finalista por los agentes con meses y a veces años de anticipación. Esto es algo que todo el mundo sabe, salvo los completamente ajenos a esto de la Literatura y los quinientos o seiscientos ingenuos irreductibles que, año tras año, nunca han de faltar para hacer bulto. Este pasado y caliente otoño ocurrió, sin embargo, que un jurado, en concreto Juan Marsé (de quien no cabe en modo alguno suponer que actuó movido por un prurito de integridad, pues de sobra conocía el enjuague donde se había metido), denunció en la ceremonia de entrega la bajísima calidad, "a tramos subterránea" (son palabras textuales) de las obras premiadas, a lo que añadió que, si por él hubiera sido, el Planeta (se refería al premio, entiéndase) hubiera quedado desierto. Sorpresa, oh, pasmo, algunas manos a la cabeza entre los ciudadanos comunes que estaban viendo la ceremonia a través de la televisión ... ¿pero no se suponía que aquellos a quienes iban a dar la estatuilla y el cheque habían ganado en buena lid contra seiscientos, setecientos o no sé cuántos más? ¿No habría entre toda esa añada algo mejor que tamaña birria confesa? El rumor asombrado de la calle llegaba hasta el salón ceremonial, mientras los organizadores silbaban hacia lo alto, intentando disimular; la ganadora (María de la Pau Janer) y el finalista (Jaime Bayly) tragaban saliva y miraban el reloj sin ver el momento de recoger su cheque y salir zumbando; los periodistas culturales y críticos literarios seguían tomando canapés a dos carrillos, sin enterarse de lo que había pasado ...

Hoy llego aquí con el libro de Jaime Bayly, Y de repente, un ángel, bajo el brazo, intrigado por hasta qué punto las afirmaciones de Marsé sobre la carencia de estilo (como luego siguió hablando) de las obras ganadoras son o no verdad.

Y de repente, un ángel comienza (pág. 9) con un protagonista/narrador que tiene su casa hecha un asco: descuidada, sucia, polvorienta. Una guarrería que parece afectar también a su prosa, asimismo desharrapada y sin brillo alguno desde los primeros compases. Leo: "Mi casa está inmunda. No la limpio hace meses. Nadie viene a limpiarla ..." e instintivamente se me viene a la cabeza la imagen de Bayly sacudiendo diccionarios llenos de polvo y gramáticas apolilladas por falta de uso. En la misma línea negligente parece andar también el pensamiento del protagonista, a la vista de esta frase casi al final de la página: "Me baño todos los días o casi todos los días. Los domingos me cuesta más trabajo bañarme", contundente sin duda para caracterizar, ya desde las primeras páginas, a un personaje y mostrarnos sus dilemas interiores.

Quiero creer, sin embargo, que este glorioso principio ha sido producto de los nervios, de saber que uno está escribiendo la novela finalista del planetorrio. Confiado en ello, paso a la siguiente página (pág. 10). En ella se nos cuenta la curiosa y ciertamente nunca vista historia del protagonista que está retozando con su amada entre la mugre, de repente una araña cae sobre el pecho de la mujer y el protagonista reacciona pulverizando al arácnido con un insecticida, con el que viene a rociar también los senos de su amada. Un episodio humano y conmovedor en el que no quiero entrar por miedo a quedarme corto en los elogios.

A raíz de la fumigación de su novia, el protagonista toma esta decisión en la pág. 11, al final del capítulo para que resalte más: "Tengo que contratar a una mucama que venga a limpiar". Es lo que suele decirse una sublime decisión.

Las siguientes tres páginas las dedica el protagonista a contarnos las dudas y dilemas que le asaltan a la hora de contratar a una asistenta. Entre medias de ellas tenemos ocasión de enterarnos que es un escritor de éxito pero no le gusta aparentar, ni que tiene éxito (dice él) ni que sabe escribir (digo yo). Al fin, toma una decisión: ir a una agencia de empleo. "Salgo de casa bien abrigado", dice. La cosa se pone interesante. Cuando llega a la agencia, encuentra a cuatro mujeres que le miran (pág. 13) "con indiferencia o con recelo o con desidia ...". También podía haber dicho "o con somnolencia, o con pereza, o con presbicia, o con conjuntivitis, o con legañas ...". Puesto a escribir cosas ...

¡Qué casualidad! Justo esas cuatro mujeres, justo todas, justo están buscando trabajo de empleadas de hogar. Al final escoge a una tal Mercedes porque le produce cierta simpatía. Entonces una de las desechadas, "la más joven, me mira (pág. 15) de un modo hostil, como deseándome lo peor por no haberla elegido". Esto ya no prosa de andar por casa, es prosa de ir en pantuflas y con rulos.

En la pág. 18 descubrimos, entre trivialidad y trivialidad, que la novia del protagonista es una gran lectora de Javier Marías. Tal vez ello sea efecto del ataque tóxico que sufrió páginas atrás y que le ha provocado una mutación. Además de amar (literariamente) a Marías, "Andrea detesta a las personas que leen la Biblia (...) y a la gente que cuando va en el colectivo saca una revista de crucigramas y los resuelve". Enseguida nos enteramos de por qué la novia del protagonista siente esta crucigramofobia: "Ella nunca pudo entender una página de la Biblia ni resolver más de tres palabras en los crucigramas". Si no leyese a Marías, no le pasarían estas cosas.

El protagonista, en páginas anteriores, le ha dicho a su recién contratada mucama que vaya por su casa a la una, no antes, porque le gusta dormir hasta esa hora. Ella, sin embargo, se presenta a las doce y media. "No tengo reloj", se disculpa ante la reprimenda del señorito. "Comenzamos mal, Mercedes", dice éste en una frase que, ignoro por qué, me suena antológica y que puede encontrarse en la pág. 20. Al final, ya lo dice el refrán, todo tiene solución menos las poesías de Antonio Gala, por lo que deciden echarse un sueñecito hasta que sea la hora: el protagonista vuelve a la cama, la mujer se acuesta en el suelo, y en ésas les dan las tres de la tarde. "Qué buena siesta nos hemos echado", dice el protagonista al despertarse, en frase tomada de la novela negra.

Jaime Bayly

Es muy lícito en novela, para caracterizar a un personaje, rozar los límites de la verosimilitud. Así hace Bayly en la pág. 25, cuando nos cuenta que el protagonista vuelve a casa y encuentra a Mercedes, la mucama, "en cuclillas, orinando en una esquina del jardín". Cuando la reprende por ello y le invita a utilizar el inodoro, ella responde: "¿cómo se le ocurre que yo, la empleada, le voy a ensuciar su baño? Eso nunca.". Es obvio que Bayly quiere subrayar con ello que la mucama de su novela es una persona humilde, sumisa, sencilla, y explotada por la vida ... pero lo hace de una manera tan simplona, burda y exagerada que ni siquiera prestándonos al juego de la mentira resulta creíble.

Este capítulo viene a acabar (pág. 27) con una de esas generalizaciones gratuitas a que tan aficionados son los escritores hodiernos. En este caso, a lo arbitrario de ella ("Como muchas mujeres, [Mercedes] acepta su destino con serena resignación, sin esperar nada bueno de la vida, sólo pesares y aflicciones"), se suma lo machista, pues ¿acaso no hay muchos hombres que también aceptan su destino con resignación?, ¿y mujeres que se rebelan contra él? Parece mentira, Bayly, con lo moderno y liberal que sueles mostrarte ante los micrófonos, que caigas en una ranciedad como ésta. Para evitarlo te aconsejo que, la próxima vez, pienses antes de escribir. Aún más, te aconsejo que no escribas.

De la pág. 28 a la 35 el protagonista invita a su empleada a sentarse (ella por respeto lo hace en una mesa, por temor a mancillar las sillas) y a continuación le interroga sobre lo que suelen interrogar todos los empleadores a sus empleadas: sobre su lugar de origen, su número de hermanos, el nombre de sus padres ... en fin, lo usual. Gracias a este trámite el protagonista se entera de que la mucama fue vendida, de chiquita, a un militar. El protagonista aprovecha tan cruda revelación para contarnos (pág. 37) que a él su padre le birló una herencia de varios millones de dólares y que también sabe, pues, lo que es sufrir.

Compañeros ya en la desdicha, el protagonista se marca la meta de ayudar a su empleada a encontrar a la madre que la expendió. Para ello le larga siete páginas seguidas de preguntas (de la pág. 39 a la 45), que la dejan (a ella y también a los lectores) en un estado seminconsciente, soporífero, muy cercano a la hipnosis. Entonces la pregunta por sus recuerdos infantiles y por detalles de quién la compró.

De repente, en la pág. 46, las cosas no concuerdan. Después de todo el interés y la simpatía que ha mostrado por su empleada, el protagonista se siente súbitamente incómodo porque "esta casa ya no es la misma sin las hormigas". Le molesta tanta limpieza y se piensa muy seriamente en que la mucama vaya sólo una vez por semana, en vez de dos, con el consiguiente detrimento económico para ella. Y aun debería dar gracias que no la despido, parece pensar.

Pero tal como vino, esta disposición de ánimo se va y allá les tenemos en la página siguiente a los dos, jefe y empleada, yendo a buscar a la compradora de ésta en un coche, a los compases de la música de Shakira (tal como lo oyes, oh lector helicoidal y fanerógamo). Dado que la mucama es analfabeta, se hace un lío entre la derecha y la izquierda en la pág. 49 y les cuesta un poco encontrar la casa.

Toda la pág. 51 se la tiran llamando a un timbre. Y entre que abren y no abren van pasando las palabras y nos encontramos ya en la quinta parte del libro.

Toda la pág. 52 está dedicada a contar cómo sale al fin a abrir una señora y muestra su enfado por tanto llamar.

Esta antigua señora de la Mercedes es una anciana atrabiliaria, iracunda, de pésimo humor, que a punto está de despedirles a empujones hasta que, de repente (pág. 53), sin previo aviso, se dulcifica y dice: "¿No quieren subir a mirar la novela conmigo?", y les invita a pasar al interior. "No me explico cómo ha cambiado súbitamente de humor", dice el protagonista/narrador mientras sube las escaleras. ¡Pues anda que los lectores!

Pág. 55: Contemplan la telenovela hasta que, como a todo en esta vida, le llegan los anuncios, momento que aprovechan para interrogar a la anciana sobre las circunstancias de la compra. De lo único que se acuerda la mujer es de que fue en un pueblo llamado Caraz. Y nada más decir esto le retorna el mal humor y los echa de su casa poco menos que a patadas. El protagonista/narrador baja las escaleras sorprendido por esta súbita ventolera pero en fin, ya se han enterado de lo que querían.

A partir de la pág. 59 introduce el autor un inciso para contarnos la vida que lleva su protagonista, de profesión escritor (otra constante de los novelistas actuales es que la mayoría de sus protagonistas son escritores, tal cual ellos, así de menguados andan a la hora de imaginar siquiera sea otra profesión). Entre medias, opiniones de este jaez: "no he intentado nunca suicidarme por la misma razón por la que he procurado no trabajar: por pereza". La digresión concluye con una ingeniosísima historia en la cual el protagonista (pág. 63) le escribe un correo electrónico a una compañera de periódico donde le expresa su deseo de sodomizarla y gomorrizarla (Bayly, a intervalos regulares, cree necesario demostrarnos su talante liberaloide en el terreno sexual). El caso es que se equivoca de tecla y le manda el e-mail a su jefa, "madre de familia, católica practicante y mujer de bien". ¡La que se lía, aivaDios! ¡Y luego dicen que no hay humor inteligente!

En la pág. 65 el protagonista llama a Caraz, el pueblo de origen de su mucama, para obtener datos sobre la presunta madre. Allí se topa con un policía bastante obtuso con el cual cruza una serie de tontunadas (""¿Nombre de la No Habida?", "Petronila", "¿Apellido?", "Navarro o Chacón", "Navarro Chacón", "No: Petronila Navarro o Petronila Chacón", "O sea, que hay dos desaparecidas" ..."; y un poco más adelante: ""Edad, desconoce", "Sí, pero es muy vieja", "Ya. ¿Es su vieja?"..."), una serie de tontunadas, estaba diciendo, que quieren pasar por humorísticas pero que lo que único que consiguen en encrespar al lector y hacerle buscar en torno de sí un cubo de agua con objeto de echárselo a la cara a ambos contertulios, a ver si se desalelan.

Al final el protagonista recurre al soborno (pág. 72) y el capítulo acaba. Pocas veces un dinero estuvo mejor empleado.

En la pág. 75 la novia del protagonista va a buscarle con intención de ... ya hemos dicho antes cómo, a plazo fijo, a Bayly le gusta introducir en su novela algún detalle sexual, para que nadie le tache de ser poco moderno. La lástima es que en esta página el protagonista estaba resfriado y Bayly entonces ha de cubrir el expediente con un somero "Tócate pensado en mí". Escueto pero suficiente. Seguimos.

El siguiente capítulo lo dedica Bayly (créeme, oh lector etrusco) a quejarse de las muchas comisiones que cobran los bancos, con lo cual toma el testigo de la literatura de denuncia. Y aun de la existencial, porque casi se queda sin ellas.

Pág. 77: El protagonista llama al policía de Caraz, ante lo cual el crítico se parapeta tras una mesa, temiendo otra conversación besugueresca como la ha poco sufrida. Sus temores, ay, se demuestran fundados, y de nuevo gracias a la corrupción y la mordida se acaba un diálogo pleno de malentendidos y confusiones que amenazaba con hacerse interminable. En honor a la verdad, sin embargo, hay que decir que la figura del policía corrupto y fácilmente sobornable al final del todo adquiere cierta gracia, así como sus giros coloquiales, su cerrado "acento" del país, su hablar pintoresco. De lo hasta aquí leído de la novela, es sin duda lo más (tal vez lo único) logrado.

La mayoría de los novelistas actuales piensan que novelar es, sencillamente, ponerse a contar cosas. Es desde esta premisa que Bayly ha ido introduciendo, a lo largo de la novela, pequeñas anécdotas que le ocurren a la novia del protagonista en la librería donde ésta trabaja. No tienen que ver con la historia, ni vienen a cuento de nada, pero debe de tratarse de páginas que el autor tenía por ahí, en un cajón, criando polvo sin encontrarles salida, y ha aprovechado esta oportunidad que le ofrecía el Planeta para irlas encajando aquí y allá, al aliguí, por donde caigan. La que ocupa toda la pág. 82 habla de un hombre que entra en el establecimiento y de pronto comienza a romper un libro de Borges; cuando le reprenden por ello aduce que le tiene al argentino una hincha tremenda "porque yo quería ser escritor, pero cuando leí a Borges ya no pude escribir una línea más". Y ya está. Fin del cuento. La lástima es que Bayly no se basara para esta singular historia en una experiencia personal.

El protagonista prepara a Mercedes para ir a ver a su madre, cuyo paradero por fin ha descubierto el policía de Caraz. Una de las primeras cosas que ha de hacerse es llevarla al dentista. Ello le sirve como excusa al narrador/Bayly para contarnos (pág. 89) su último tratamiento bucal y lo favorecido que quedó.

¡Ay, qué ratito más divertido nos hemos pasado cuando, en la pág. 91, a la mucama le han ido a poner una inyección de anestesia y ella ha saltado del sillón del dentista y ha salido corriendo por la calle abajo! ¡Qué manera de reír! Todavía me duele el epigastrio.

Al final, comoquiera que sea, pág. 93, a la mujer le arreglan los dientes y entonces "nos damos un abrazo" (el empleador y ella, lector, a mí no me mires).

En esta misma página comienza una digresión sobre lo mucho que al protagonista le molestan los mosquitos; así es, lector, y con ello entronca, no me lo irás a negar, con uno de los más antiguos problemas del hombre.

Matado al fin el mosquito, salen rumbo al pueblo de la madre de Mercedes. ¡Tres páginas para acomodarse en el automóvil y ponerse el cinturón!

Se paran a echar gasolina, a comer algo ... de esta manera van pasando las páginas. Aprovecho uno de los interludios para señalar un error gramatical frecuente en Bayly, al menos a todo lo largo de esta novela o como se la quiera calificar. "El queso debe estar pasado", dice él en la pág. 102. "Debe DE estar pasado" sería lo correcto, porque hablamos de una posibilidad.

contracaratula de Y de repente, un ángel

Se hace de noche, llegan a un hotel y han de compartir habitación. Si ya hemos visto que la mujer era recelosa para usar los baños del señor, ¿qué no será para dormir en el mismo cuarto que él? Cuatro páginas de tira y afloja sobre "usted en la cama y yo en el sofá", "no, usted en la cama y yo en suelo" y cosas así de gran tensión novelesca. Al final, de cualquier modo, ellos (y el lector en solidaridad) terminan por dormirse.

Se despiertan, sin embargo, en medio de la noche (pág. 107) y comienzan a hablar un largo rato sobre sus intimidades. Así él se entera, por ejemplo, que ella fue violada. Pero lo mejor, sin duda, de toda esta plática, como ya se dijo antes sobre el policía de Caraz, es el reflejo colorista, sabroso, musical (al menos a este lado del charco lo parece) que Bayly hace del habla popular del Perú. Ese oído que desde aquí nos parece tiene para el habla popular es, de aquí a Lima, y nunca mejor dicho, lo mejor de esta novela, aunque comprendería que a un peruano ni siquiera esto le pareciese acertado o le llegase a fatigar por conocido.

El protagonista recobra el sueño en la pág. 114 y observa, lector traslúcido y visigótico, de que modo tan literario nos empieza a describir un sueño: "Me quema el sol. Me arde la piel. No me he puesto protector de sol ...". Estamos, efectivamente, y como decía Marsé (aquel jurado del Planeta), ante la carencia total de estilo, ante la prosa de aluvión, ante el verbo de chiringuito.

En la pág. 117 reemprenden el camino y el protagonista aprovecha los kilómetros para reflexionar sobre la paternidad. Nos cuenta la experiencia dramática de un aborto, pero ello no parece haberle afectado en absoluto ni haber forjado sus ideas sobre el tema, porque éstas parecen ser las mismas que tendría cualquiera colegial de básica y además expresadas en el mismo tono pseudoinfantil: "Andrea me ha dicho en varias ocasiones que le gustaría tener un hijo conmigo, pero yo me hago el tonto y cambio de tema".

Siguen de camino y siguen, el protagonista y su mucama, preguntándose cosas íntimas, ante las cuales la ingenuidad de la mujer (quien no tiene tanto mundo como el narrador/Bayly, evidentemente) comienza a resultar excesiva. En éstas (pág. 125), ya en la entrada de Caraz, les detiene un policía que quiere llevarlos presos por exceso de velocidad. Sí, presos, a no ser que ... Y enseguida descubrimos estar ante aquel agente con el que tantos y tan crispantes diálogos sostuvo el protagonista a través del teléfono. ""El mundo es un moco -dice él, contento". "Yo pensé que era un pañuelo, lo corrijo". "Ni siquiera es tan grande, amigo. Es el moco del pañuelo"), conversan en la pág. 129 los dos hombres al reconocerse. "Nos reímos", me parece que dice luego el protagonista, pero no estoy muy seguro, porque en esos momentos estaba telefoneando a una consulta de traumatología para pedir hora.

El policía les pide dinero para llevarles a la casa de la madre de Mercedes. Su afán por la mordida, allá en sus inicios, tenía gracia, ahora comienza a ser demasiado recurrente.

La pág. 133 se la pasan de nuevo, enterita, llamando a una puerta.

Al final entran de cualquier manera y encuentran en el interior a una anciana entretenida viendo la telenovela. Esperan, como en parecido caso páginas más arriba, a que lleguen los comerciales y "entonces, incapaz de controlarse más, Mercedes (...) se abalanza sobre su madre, empujando de paso al mayor Concha [el policía], se hinca de rodillas y exclama, emocionada: Viejita, soy yo, ¿me reconoces?". Una escena ciertamente emotiva y folletinesca, que tal vez hace dos o tres siglos hubiera, sin duda, despertado lágrimas entre los lectores. Ahora a alguno tal vez demasiado sensible le puede original un ataque de flato.

Pág. 136: Acaban los anuncios, Mercedes se repone del rapto y junto a su madre se sienta a ver la telenovela.

Para rebajar un tanto la tensión, Bayly nos vuelve a incrustar en la pág. 139 otra escena ambientada en una librería. En este caso, la de un escritor que roba sus propios libros porque la editorial no le ha mandado los diez ejemplares de cortesía.

En la pág. 141 las dos mujeres siguen sentadas sin hablarse y al narrador le extraña que "esta reunión sea tan simple". Hombre, amigo, y perdona que te tutee, es "simple" porque tú lo has querido así, porque no has tenido imaginación para ponerte en la piel de una madre y una hija que se reencuentran y trazar luego unos diálogos, es simple y tus personajes están parados porque no tienes ni la menor idea de cómo hacerles actuar.

Sólo después de un rato, y como con desgana, la hija comienza a preguntar cosas, pero como la madre está medio sorda y senil eso que se ahorra Bayly de pergeñar un diálogo inteligente y emotivo; se limita a cubrir el trámite con su dominio del lenguaje popular y unos cuántos chistes a costa de la decrepitud de la mujer. Es decir, que no le interesa nada darle hondura a su historia, sólo quiere llenar y llenar páginas. Como, además, la mujer es sorda y hay que repetirle las preguntas, eso que gana en espacio. En fin, todo un crimen de lesa literatura.

De noche en el hotel (pág. 149), el protagonista nos habla sobre cuánto echa de menos a su novia, y en esta línea de rellenar páginas, añadido a lo de aparentar modernidad, sobre todo sexual, nos habla de las vicisitudes a la hora de pasear un perro y de cómo el can de su novia no admite que se masturben por teléfono: "perra de mierda. Seguro que sabe que estamos haciéndonos una paja y le jode". Adviértase lo mal que habla Bayly para que se note lo liberal que es.

Jaime Bayly

Mercedes decide (pág. 154) quedarse allá en Caraz con su madre porque "yo en Lima estaba perdida. Ahora que estoy con mi viejita siento una paz en el corazón". El caso es que ningún momento se ha visto, hemos contemplado, la perdición y el malestar de Mercedes en Lima, pero nos lo tendremos que creer. Siguen a esto varios disparates que suelta la pobre anciana gagá y en la pág. 159 tiene lugar una escena hilarante, cuando en mitad de la telenovela la anciana se cruje y le echa la culpa a unos cerdos que pasaban por allí (en efecto, por en medio de la casa). Tú no sé, lector, pero yo me he hilarado mucho.

De vuelta a Lima, como ya no tiene mucama, y todavía quedan ochenta páginas de libro, al protagonista le da por replantearse la relación con sus padres, con quienes está enfrentado y a los que hace mucho que no ve. "Al no perdonar a mis padres, al seguir envenenado por el odio, soy yo mismo el que más daño se hace", dice en la pág. 166, en frase tomada de una de esas telenovelas a que tan aficionados se muestran sus personajes. Entre cursilerías por este estilo, nos enteramos tres páginas después de que "no me he quitado las medias y la camiseta. No me las quito cuando tenemos sexo". Y un poco más abajo: "si me quito las medias, con seguridad pillaré un resfrío". Hay que ver, Bayly, lo que ha perdido tu personaje. Con lo bien enfocado que lo tenías.

Tras este alegato del amor activo pero abrigado, vuelve el narrador por la vena afectada y nos habla (pág. 173 y siguientes) de lo que le ha dolido "sentir el silencio absoluto de mis padres por mis cumpleaños". Más abajo: "Lo mismo ha ocurrido en Navidades y Año Nuevo". Al fin: "He pasado más de una hora viendo el álbum de fotos". Después de este rapto de melancolía (creíble, bien es verdad, pero explicado con demasiada recurrencia al tópico) "levanto el teléfono y marco el número temido". Estamos en la pág. 176; contesta su madre. Le contesta que su padre (el del protagonista), con quien está regañado por aquello de la herencia, está muy enfermo, "tienes que venir a acompañar a tu papi en sus últimos días".

Mientras el protagonista se decide a ir, una nueva historieta intercalada, en esta caso la de un hombre que va a la librería a reclamar le devuelvan el dinero que pagó por una novela, porque es muy mala. "La verdad es que a mí también me parece malísima esta novela, así que vamos a devolverle su plata, pero sólo por esta vez" dice la enrolladísima y modernísima novia del protagonista. Ah, si hubiera muchas libreras como ella, pero no las hay y ¿a quién le encasqueto yo este tordo ahora?

Pero esperemos, oh lector ferruginoso e imantado, esperemos, igual al final nos aguarda una sorpresa que nos redima de este sufrimiento. Quedamos (pág. 179) en que el protagonista va a ver sus padres. Páginas enteras para los saludos de rigor con su madre. Otra entre que sube y no sube la escalera. Otra más para recorrer el pasillo ...

Ve al fin a su padre. Su madre insiste en que vuelva otro día, pero el no lo sabe, duda, duda, duda entre otras cosas porque todavía está en la pág. 191 y hay que hacer hueco hasta la 244. Él dice que si no va es porque "se entremezclan la rabia y el vago cariño", pero el caso es que en ningún momento el lector lo "ve" así, percibe ese cruce de sentimientos. Ha de creérselo porque el autor lo asegura, nada más, e incluso muchas veces se molesta con el protagonista porque sólo advierte que hay un hombre moribundo y al otro lado un hijo rellenando páginas.

La rabia la da ya el narrador por demostrada (por aquello que nos dijo hace tiempo que su padre le había robado la herencia); para ilustrar el vago cariño procede a contarnos esta serie de anécdotas: 1) aquella vez que su padre (pág. 196) "soltó un gas. Fue un pedo sonoro y prolongado", que al parecer causó mucha risa y unió a la familia; 2) esa otra vez que su abuela se estaba metiendo el dedo en la nariz y su padre la regañó, otro grato episodio familiar que el lector puede degustar en la pág. 198; y 3) una tarde de verano en que su padre, un tanto borracho, se tiró de un trampolín a una piscina y se le cayó el bañador, entrañable suceso que se nos cuenta en la pág. 200. Es por todo esto por lo que el narrador, obviamente, conserva un cierto cariño hacia su padre; también lo guarda hacia su madre, ya que sale el tema a colación, y lo guarda, entre otras cosas, porque la mujer conduce muy mal, "el gran problema de mi madre era que confundía el pedal del freno con el del embrague" (pág. 201) y por aquella vez que en el entierro de un familiar, a modo de cántico, entonó aquello de "pero mira cómo beben los peces en el río". Por todo esto es que se debate entre el cariño y el odio.

El odio hacia su padre, además de por la herencia, nos enteramos en la pág. 207 que viene provocado porque éste, el progenitor, abusó de su hija, la hermana del protagonista. No quiero entrar en bromas sobre este tema que, aunque inmerso en una novela como ésta, resulta bastante serio. Sólo decir que, a mi entender, está tratado de una manera un tanto efectista pero, pese a todo, consigue crear el único momento interesante de esta novela, apenas dos líneas en la pág. 213, cuando explorando en el interior de los personajes (como hace la literatura de ley y Bayly ha olvidado durante todo este tiempo) se nos dice que "me daba asco tener un padre así (...) pero no podía olvidar, al mismo tiempo, que yo también había deseado a mi hermana y que, si no la toqué, fue por falta de valor y no de ganas".

Demasiado tarde, sin embargo. La historia retorna a un memorial de agravios familiares, a una colección insulsa de anécdotas esta vez sobre el tema de las amantes del padre, y al fin la decisión del protagonista de retornar adonde su progenitor y asistirle en el lecho de muerte. Allí el hombre le balbucea unas cuantas palabras cariñosas que concluyen (pág. 224) con una salida de tono gratuita y hasta mema que rompe todo el efecto del conjunto y dan ganas de mandar al libro, de una patada, al Ponto Euxino. Juzgue el lector: tras una serie de "te quiero", "perdóname" y "adiós", de pronto: "¿Has visto el culo de la enfermera?". Verdaderamente, nunca había visto impresa patochada tal.

Vamos despidiendo. El viejo muere; a la hora del entierro el protagonista, como buen hodierno, se despacha con un discurso irreverente, y luego se va a Caraz a ver a Mercedes, donde se encuentra con una escena meliflua, garrapiñosa y hojaldrada. Y aquí acaba Y de repente, un ángel, un libro que, como dirían aquellos versos de pie quebrado:

sería realmente divi-

si hubiera quedado iné-





¿Qué será lo próximo?

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* Crítico literario y escritor
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15 de diciembre de 2006

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