Querido casteshano

Por Guillermo Roz *
(Madrid. España. OM)

I

Guillermo Roz © 2007 Gara Naranjo

La experiencia de editar mi primera novela me ha dejado claro algo con lo que no contaba: pienso en dos castellanos y escribo en los dos simultáneamente; el de la variante de mi Argentina natal y el de España, país donde resido.

No fui yo quien me percatara de la curiosidad, tan poco curiosa en nuestra historia literaria hispanoamericana, quiero decir tan natural a través del paso de la historia de la literatura producida entre nuestras dos orillas; sino quien leyó, corrigió y editó con notable criterio la voluntad primera de la obra, que era sin dudas, editarse contemplando la mixtura, el ensamble y la amistad entre las palabras hijas de una misma familia, pero residentes en diferentes continentes. La condición de argentino residente desde hacía algunos años en España, de aquel paciente y ducho lector, fue determinante para que la conversación entre la novela y su reflexión sobre la necesidad artística del uso de los dos castellanos fuera posible.

Aquel querido editor apuntó sobre los márgenes del papel con un lápiz afilado de risa y de invitación a pensar el texto: ¿bañera? detrás de la palabra tina; ¿bife?, detrás de chuleta; ¿manteca?, detrás de mantequilla; ¿canilla?, luego de grifo; y ¿pileta?, al lado de lavabo. ¿Una novela en que los personajes se tratan de vos, pueden usar giros que solo se usan en España? ¿En qué medida el espacio imaginario de una historia de ficción debe respetar la verosimilitud generando un lenguaje uniforme o quizás neutro (si es que eso existe ... vaya otra polémica)? ¿Qué papel juega aquí la construcción del escritor y su perspectiva de legibilidad? ¿El contexto de comprensibilidad o de legibilidad lo hacen las palabras, o por el contrario las palabras se hacen funcionales y comprensibles según el soporte, la estructura, la habilidad con que se haya constituido la composición general de la obra?

Preguntas quizás para disparar reflexiones y no necesariamente respuestas contundentes.

El castellano que uso, escribo desde la más profunda sinceridad, necesita de las palabras que están allí escritas; y cuando escribo tina, no quiero escribir bañera, porque de algún modo tina no es bañera, aunque lo referido sea idéntico. La palabra tina funciona en la sintaxis de esa frase con un peso específico, por motivos musicales y básicamente artísticos, que lo hacen merecedor de su espacio y no necesita, ni solicitan traducción.

Sobre este tema apunta con lucidez el escritor y crítico Blas Matamoro: "Como dice Santiago Sylvester, el poeta salteño que vivió casi veinte años en Madrid, no sabe igual la palabra melocotón que la palabra durazno, aunque sus referentes sean los mismos. El ejemplo puede parecer trivial pero lo he puesto a prueba con amigos españoles. La papa andaluza o canaria es la patata castellana y nuestras arvejas son guisantes en Castilla y arvejos en Asturias. Un arvejo tiene color verde y sabor verde para un asturiano y el guisante es, para él, insípido e incoloro, una abstracción del vocabulario"

Chespirito

¿Pero qué pasa con mi lector? ¿Comprenderán en Argentina lo mismo que en España? ¿De los dos lados recibiré críticas por la incomprensibilidad de ciertas palabras? ¿Me acusarán de españolista en Argentina y de argentinista en España? Pues no lo sé, la novela está saliendo a la calle y el lector, con sus dientes voraces me ataca en sueños y me dice: ¿y porqué me complica/ás tanto, mestizito?

En medio de esta disquisición recuerdo haber escuchado al célebre Roberto Gómez Bolaños, aquel Chespirito, autor de los insuperables El Chavo del ocho y El chapulín colorado, quien refiriéndose a los días en que veía el cine del actor cómico argentino Luis Sandrini, comentaba: "Con él aprendí que para darle sentido a la palabra atorrante (golfo, haragán, hombre de mala vida) no hacía falta haber nacido en Argentina, ni pronunciarla entre argentinos. Lo importante es cómo empleaba la palabra, en qué contexto. Desde ese momento me di cuenta que no hay otra palabra que exprese mejor la calidad de atorrante, que la misma palabra atorrante" .

Recuerdo que cuando yo era pequeño aprendimos con El chavo del ocho que una cosa era un boludo y otra muy diferente un menso.

II

Dejando de lado mi caso personal y ampliando un poco las miras generales de presentar ciertas claves de interpretación para este asunto diremos entonces que el éxito de un escrito literario está en que en ninguna vez se necesite usar el diccionario para comprender la escena que se lee. Y más exitoso será si muchas de las palabras que leemos no son del todos conocidas para nosotros, o aún totalmente ignoradas, pero que han sido dispuestas de manera tal que la función continúa sin ruidos, como diría alguien dedicado al estudio del lenguaje como instrumento de la comunicación.

La novela o el cuento o cualquier artefacto de la literatura que logre sumar al goce artístico, una comprensibilidad de la idea que quiera transmitirse y finalmente arriesgue con un léxico amplio y sin censuras culturales, se verá en el camino del éxito.

La enorme dimensión de un idioma como el castellano, diseminado a lo largo de tantas culturas, supera las posibilidades de un solo escritor, pero si que este debería encontrarse en el compromiso creativo de no dejarse amedrentar por la posibilidad del fantasma de la comprensibilidad o no, sino por el desafío de los modos de encajar las piezas léxicas para que el resultado final sea legible, artístico y finalmente funcional a su propósito literario. La eficacia de la construcción de ese entramado será posible de ver si justamente, se hace invisible, no ha dejado huellas como arañazos en la música indispensable y natural de toda buena prosa.

III

No creo en la neutralidad, no creo en un castellano construido para legibilidad única y exclusivamente; por otro lado sé que la tacañería o el capricho del autor y su estilo son dos cosas diferentes ... ¿Pero quién marca esa línea frágil? El mismo autor. Él y sólo él sabe si un sinónimo bien aplicado ayuda a la lectura fluida, conserva el peso del contenido que quiera expresar y no vulnera la música natural del texto.

Me gustaría citar a dos autores que creo pueden ser un ejemplo positivo de esto. El colombiano Fernando Vallejo practica una narrativa plagada de colombianismos. La disposición e inclusión de este elemento es parte fundamental de la arcilla con la se le da sentido al plan de prosa del autor.

Vallejo alcanza el éxito de su literatura en cada línea en que aún conociendo un giro colombiano particular, las palabras no enmudecen ni el sentido ni la fluidez del texto.

Veamos un ejemplo de El desbarrancadero (2001):

"-¿Y este escalón aquí para qué? ¡Maestros de obra chambones! ¿En qué cabeza cabía hacer el baño un escalón más alto que el resto del tugurio? Me tropezaba con el escalón al entrar, y me iba de bruces sobre el vacío al salir.
-¡Hijueputa dos veces el que lo construyó! Una por su madre y otra por su abuela".

Cesar Aira

El voseo colombiano, uso que se hace esencialmente en el centro y en el sur del país, tiene otro representante en Argentina: Cesar Aira. Aira confesó alguna vez que creía que su literatura sólo sería parte de un vuelo de cabotaje, por la elección de sus temas pero esencialmente de su lenguaje.

Aunque el caso de superpoblación de palabras nacionales que se da en Vallejo, no se repite en Aira, sí que gran parte de su obra necesita de parte del lector de esa educación dialectal mínima y que resulta mínima gracias a la siempre extraordinaria lírica airiana.

Escribe Aira:

"A todo el mundo le gustan los helados -dijo lívido de furia. A todo mundo menos a vos, que sos un tarado.
-¡No papá! ¡Te juro ...!
-Comé ese helado -frío, tajante-. Para eso te lo compré, taradito.
-¡Pero no puedo ...!
-Comelo. Probalo. Ni lo probaste.
-¡Te juro que es horrible! Probalo.
¡Ya lo probé! ¡No puedo!
Terminó el suyo. Arrojó la cucharita a la calle. Con las manos libres, se volvió hacia mí, y supe que el cielo se me estaba cayendo encima.
-Comelo de una vez!
Papá me arrancó la cucharita de la otra mano y la clavó en la frutilla. La levantó bien cargada y me la acercó a la boca. La abrí, redonda, y la cucharita entró. Se posó en mi lengua.
-Cerrá.".

IV

Finalmente considero que el viaje que emprendemos los escritores que andamos por provincias diferentes del mismo gran país del castellano podría compararse al periplo del deportista que va practicando su deporte en una misma carrera, en diferentes equipos: en cada uno de ellos reconocerá nueva formas de juego, verá y compartirá la habilidad de nuevos jugadores, será parte de estrategias de ataque y defensa desconocidas; lo que nunca cambiará es el lenguaje esencial, con todos los equipos jugará el mismo deporte, con el mismo balón, en el estadio que le toque en suerte.

El éxito del escritor será entonces el de llegar a los lectores haciendo de su obra el espacio ideal donde construir su propio lenguaje, auténtico, rico, implacable.

La lengua nos sostiene, solo debemos dejarnos acunar como hijos obedientes de una madre que no nos abandonará nunca.

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15 de junio de 2007

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