La Aventura del cuerpo

Por William Ospina *
(Bogotá, Colombia)

William Ospina

Los antiguos esperaban que no sólo los versos sino la presencia física del poeta lograran cambiar en algo el sabor de la vida cotidiana, y produjeran la sensación de una alteración, de una sorpresa, de un extravío en el fluir monocorde del tiempo. Yo he sentido ese efecto en algunos seres humanos, esa capacidad de ocupar un lugar y proyectar con su lenguaje, sus acciones, y a veces con su mera gestualidad y actitud un cierto desorden creador en el mundo. Es lo primero que siento cuando quiero evocar el efecto que obran sobre mí estos poemas y la vida de su autor.

Lo conocí (él no puede recordarlo) una noche torrencial de 1976 en una taberna de Pasto, pero su leyenda y sus versos ya evocaban en mí establecimientos aún más turbios de Heliópolis y de Alejandría, o ese bar de Amsterdam donde "Ruffus, el pequeño poeta, como un rayo de foca esparce el fuego de sus ojos". El poeta había recorrido numerosos parajes de la realidad y de la imaginación, y ya había puesto en labios de muchos la embriaguez y el color de sus versos. En Cali seguían hablando de él en la luz gris del Café de los Turcos, en las avenidas de chiminangos de la Universidad, y en la pequeña oficina de la Editorial Piraña donde José María Borrero, editor de su primer libro, leía a Nietzche entre los incendios de una barba rojiza, o se preparaba para sacudir al público con su oratoria admirable. El libro, Pensamientos de un hombre llegado el invierno, había salido precedido por un Prólogo apócrifo de Jorge Luis Borges, que el maestro nunca se animó a descalificar.

Aquella noche Harold Alvarado Tenorio, fornido y demoledor, bailaba danzas cosacas sobre una mesa, rodeado por un cerco de aplausos, alcanzado por las vociferaciones y los denuestos de un joven, a cuyos elocuentes insultos Alvarado Tenorio respondía con alabanzas a sus ojos azules. Qué memorables fiestas aquellas, en un país espléndido que vivía, sin comprenderlo, una grieta de luz entre dos guerras.

Después de esa visión fugaz y de esa estampa nocturna, no volví a verlo por años. El poeta emprendía viajes cada vez más distantes, de cuyos escenarios y azares dan abigarrado testimonio estas páginas. Llegaban noticias suyas de los hospitales del Bronx y de las tascas de crustáceos de la calle de Alcalá, de las tabernas del Rihn y de los dragones de la Gran Muralla. Perdido por los países del mundo, o por los países aún más remotos de la imaginación, siempre labró con ellos páginas que contrastan, en la delicadeza de su dibujo, en la condensación de sus imágenes, en la precisión de sus sentencias, con su propia leyenda de hombre desmesurado y orgiástico, difuso y turbulento. La poesía ha sido su centro de gravedad, la lámpara en el centro de una vida de fugas y transfiguraciones; a través de aventuras, fiestas y peregrinajes, un lenguaje endiablado y travieso ha sido siempre su más poderoso instrumento, y la poesía logra en él una vivacidad de miniatura prerrafaelita, una virtud epigramática que niega el olvido.

Harold Alvarado Tenorio

Leer este libro de Harold Alvarado Tenorio, suma de lo que ha sido a la vez su vida y su poesía, es recorrer un tormentoso Atlas de la sensorialidad, donde todo tiene un significado secreto más allá de su imagen, donde todo es melancólico vestigio de un mundo intensamente percibido, ansiosamente paladeado e irremediablemente perdido. Los tallos amorosos en un campo de cáñamo, el país de los grandes edificios, los sabores del vino extranjero, la pátina amarga del desierto del Gobi cubriendo los objetos, la vasta plaza española de Villa de Leyva, las grandes mansiones en los barrios serpentinos de Shangai, las postas de pescado con dientes de ajo, los cortes de jengibre y las cebollas verdes, la sanguina plaza de Florencia, la ciudad del lirio rojo, el oscilante botafumeiro de Santiago de Compostela, la abuela que guarda diamantes en bolsas de papel, el humo de los tangos en el atardecer de San Telmo, un Brooklyn de viejas casas rojas, las extenuantes horas de visita al museo antropológico, las camisas de colores chillones, los negros pantalones de tres prenses, los zapatos puntiagudos y habaneros, el pequeño danés y la vieja y bella alcohólica, son trazos apenas de una manera de historiar pasiones, desengaños, melancolías, esperanzas frustradas y rencores filosos. La copiosa evocación de esplendores o miserias del mundo físico le produce la impresión de derroche de una joya que se va por el sumidero, de un esplendor metafísico gastado por la usura del tiempo, por el "ultraje de los años".

Unos pocos poetas en nuestra lengua tienen ese intenso contacto con el mundo. "No se llevan mal con la realidad", como diría Borges. Uno de ellos es Borges mismo, sobre todo cuando se siente lejos de Buenos Aires, y todo le parece real por doloroso, por efímero. Otro es Neruda, en esos versos amargos de Residencia en la tierra, hablando de la comida fría de los restaurantes de Oriente, de esos barcos "que el día intermitente de los puertos visita", o del modo como una amante comprende la magnitud de su abandono "mirando unos viejos zapatos vacíos para siempre".

Muchos literatos piensan que la poesía está en el credo de los movimientos artísticos, en la profesión de fe vanguardista, impresionista, surrealista. Pero la poesía es algo que no puede ser programado, se alza de los estados de ánimo, de los ritmos, de las perplejidades, de las pasiones, de las derrotas, y puede asirse de cualquier imagen, de cualquier forma verbal, porque su secreta substancia está hecha de intensidad y de poder expresivo, nos causa la impresión profunda de estar atrapando para siempre un instante, una emoción, un fulgor de la vida demorado en las cosas.

Quevedo había dicho, hablando de nuestra substancia corporal, que estas "médulas que han gloriosamente ardido (...) polvo serán, mas polvo enamorado". En abierta rebelión contra ese vitalismo de ultratumba, Alvarado Tenorio escribe su poema de tres líneas "En espera del gran día", donde parece regodearse en la esperanza de la disolución:

Gran vida que das y todo quitas
ni siquiera el recuerdo quedará en nuestros huesos
ni siquiera la música del violín de Mendelssohn
.

No tiene esperanzas puestas en el más allá: su cuerpo, su vida, su pasión, sus viajes, todo nos habla de un enorme deleite y una desmedida tortura con las verdades del más acá, con la carga a veces dramática y a veces melodramática de nuestro destino mortal. Frente a la miseria de las guerras sórdidas y soberbias, frente a la penuria de los que se aplican a matar y despedazar, él invoca un refugio, los consuelos del cuerpo, la alianza sensual, el misterioso reconocimiento y la conmovedora aceptación de los cuerpos:

Oye el tambor
las flautas
y el brillo reluciente de las telas
anuncian la guerra que nos cerca
ven a mí
mírame a los ojos

Pero no ignora que una vez gozado el placer, apurado ese vino sensual, los humanos corren otra vez a las feroces fiestas del mundo:

Amo esos hermosos cuerpos juveniles
que una vez saciados los deseos
dejando el lecho húmedo
con la bandera roja
entre las manos
en el combate
mueren.

Tal vez quien está verdaderamente en el fondo de esta poesía, su genio tutelar, o uno de ellos, es Walt Whitman, que defendió siempre el primado del sexo como fiesta y consuelo, y quien habiendo respondido a un interlocutor en Camden, desde "la turbia barba y la saqueada boca", que la vida siendo sexo, sexo, sexo, no nos produce nunca, sin embargo, la impresión de un sátiro sin freno sino la de un viejo roble ebrio de salud y de santa impudicia.Summa del Cuerpo Alvarado Tenorio nos entrega su Summa del Cuerpo. Él, que ha probado con su cuerpo todos los desafíos y todos los excesos, aprendiendo de la sed y del hambre los secretos de la inmensidad, aprendiendo de la pesadumbre la austeridad, extraviándose sin fín en los laberintos del mundo pero reencontrándose sin fin en los palacios de la música, nos la entrega para que comprendamos que en su destino la vida y la poesía son inseparables, como en el lenguaje el signo y el sentido, como en el amor el afán de fundirse con el otro y el afán de conservar la individualidad, como el sonido y el silencio en la música.

Tras tanto girar por el mundo, también sabe asumir su condición de hijo de los trópicos. Al ritmo y a la delicada belleza con que nombra su país desde el desengaño y la melancolía, lo que no obsta para que deje fluir su amor por las formas y los paisajes, el poeta parece oponer al final una mera opción de fuga, un escape hacia el egoísmo sensual. Pero quizás hay allí mucho más. Tal vez cuando insinúa que esta tierra opulenta y fertilísima es estéril, dice que lo que falla son nuestros cuerpos, que la sexualidad verdadera, impúdica y festiva, podría convertir a los humanos en seres también capaces de contemplar las hojas de la victoria.

Tierra nuestra
trabajada para nada y para pocos,
ríos y puertos inundados de sol,
miseria de los trajes miseria de los pies,
ríos como puñales hiriendo la tierra.
Sonrientes, pensativos Yaunas pacientes,
laboriosos,
levantando sus casas tejiendo sus miserias con
fibras vegetales
orquídeas, dátil rojo, hojas de la victoria que
sólo veis vosotros
monos nocturnos, osos hormigueros, garzones,
tigres, boas,
tortugas pensativas, chigüiros -semejantes del
mundo de los dientes-
Tierra que nada deja
y sin embargo el sexo
.

También cuando se ha aplicado a las traducciones, Alvarado Tenorio no ha hecho otra cosa que explorar algunos de los tonos más persistentes de su obra. Si bien ha sabido ser digno de Eliot, y del esmero con que éste procuraba situar sus episodios míticos en escenarios cotidianos, el tono de muchos de sus poemas se vuelve en una dirección más orgiástica. Mucho antes de traducir a Kavafis, ya había escrito su poema Pericles Anastasíades, inclinado como aquel a la ferviente deploración de una sensualidad casi mística obliterada por el tiempo. Ese tema sabe volver en Summa del Cuerpo, una cacería de viejos instantes, la búsqueda del tiempo encendido, de la hora de los besos, de los cuartos sórdidos divinizados por una caricia, de las tardes insípidas fulminadas de pronto por una visión conturbadora. Que dé testimonio de ello este poema que tántos conocen y repiten:

Vagos son ya los rostros de su rostro
vaga también la forma de sus manos
lejos está su aliento de mi boca
su pequeña estatura
sus quince años
Sólo un ayer ocupa mi memoria
nuestro pequeño amor
nuestro pequeño mes
hace diez lunas
De repente
en la alta noche
sus ojos, de púrpura vestidos,
sus labios
labios de un amor apresurado
sus largos brazos
brazos de inolvidable carnadura
aparecen
Cuánto he perdido buen Dios!
Cuánto he perdido!

Alvarado Tenorio está de regreso, y con él esa singular manera de vivir, siempre en el límite de lo real y de lo soñado, convirtiendo su elocuencia verbal en un casi ascético ejercicio de condensación, recordándonos en sus versos exactamente lo mismo que nos recuerda con su presencia, que cada instante de nuestra vida, a veces vacía, a veces carente de sentido, es el fragmento de una misteriosa fiesta posible, abierta por igual al exceso y a la armonía, en la que está a punto de ocurrir lo nunca visto, lo nunca gozado, lo nunca sufrido. Harold Alvarado Tenorio es un poeta en ese sentido singular, alguien cuya presencia es siempre memorable, cuyo lenguaje es siempre inquietante, cuya alianza de vitalidad y pasión arrebata la vida a la prisión de los relojes y pone en ella siempre un color nuevo, un sabor y un matiz para los que no bastan las palabras del hábito.

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* William Ospina, poeta, ensayista, novelista y traductor colombiano nacido en Padua, Tolima. Estudió Derecho y Ciencias Políticas en Cali, dedicándose más tarde al periodismo. Es autor de los libros de ensayos, Aurelio Arturo (1991), Es tarde para el hombre (1994), Esos extraños prófugos de Occidente (1994), Los dones y los méritos (1995), Un álgebra embrujada (1996), ¿Dónde está la franja amarilla? (1997), Las auroras de sangre (1999) y Los nuevos centros de la esfera (2001); y de los libros de poemas, Hilo de Arena (1986), La luna del dragón (1992), El país del viento (1992) y ¿Con quién habla Virginia caminando hacia el agua? (1995). En el año 2006 ha publicado su primera novela Ursúa. En 1992 obtuvo el primer Premio Nacional de Poesía del Instituto Colombiano de Cultura.



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15 de agosto de 2007

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