La E de Einstein

Por Luis Correa-Díaz (*)

        Icono excelso del siglo veinte -canonizado por la revista Times, por supuesto-, verdadero autor de nuestra modernidad y santo cósmico en los altares del culto postmoderno. Prometeo amado y culpado. Etcétera y agregue el lector los epítetos que conozca o que invente su propio ingenio. Sin embargo, puede que muy bien sea ésta, E = The greatest of all of us², la ecuación más decidora al momento de celebrar la centuria de ese "año milagroso", como se lo ha llamado, cuando se publicaron esos brevísimos scientific papers que dieron inicio a la fama imperecedera de Einstein -aunque ésta haya tenido después los vaivenes del olvido pasajero, a la larga prevaleció, tanto que la humanidad custodia y estudia su cerebro para algún día explicarnos, se cree, en qué consistiría la máxima expresión de grandeza de la que podemos ser capaces. Ya se ha avanzado en eso, en 1999 se anunció que la parte asociada con lo matemático y lo espacial, el lóbulo parietal, era un poco más larga que en el resto de los mortales.

        Pero más que la fama, esa cosa tan humana, la delicia mayor de nuestras vanidades, lo que en realidad se festeja (o debiera festejarse) es aquello que, con esas pocas explicaciones y letras y números combinados, incluyendo la posterior Teoría General de la Relatividad, se nos regaló. Eso que con el tiempo se entendió era un nuevo modo de mirarnos y de mirar el cosmos -y hasta hoy definitivo en muchos aspectos, pese a la obstinación posterior de la cosmological constant que quería asegurar la posibilidad de un Universo estático, la que probaría ser un gran desatino, producto de las nociones religiosas, científicas y filosóficas de arrastre, de las cuales ni el mismo Einstein pudo escapar. Éste supo de la expansión del Universo, ya lo había planteado teóricamente el ruso Friedmann, revisando lo hecho por el propio Einstein al acabar la primera década del siglo XX, y luego lo demostraría de manera práctica, observable, Hubble a finales de los años veinte. Lo supo y lo reconoció, pero no pudo hacerse a la idea de lo no permanente. Él quiso un Universo forever lasting, pero su ecuación, aunque preveía que la ley de gravedad (la tendencia de la materia a contraerse) tenía su contraparte, una especie de gravedad negativa que hacía que las unidades de materia tendieran a la expansión, superando la acción contractiva, posiblemente sin regreso.

Portada de La sinfonía inacabada de Einstein        En esto está la cosmología hoy, tratando de dilucidar esta cuestión: si el Big Bang se convertirá algún día en un Big Crush, volviendo a su (supuesto) origen, cualquiera que éste sea, o que todo va en dirección de desaparecer. Actualmente se juega matemáticamente con una teoría que podría tranquilizarnos, ya que aquellas posibilidades anteriores son igualmente fatales para el ser del cosmos -y, por cierto, para nuestra infinitesimal existencia. La clave de esta teoría estaría dada en un número llamado Omega, la relación entre la energía gravitacional y la energía expansiva. Tal número tendría que ser = 1 para mantener el balance entre ambas energías y así asegurar la estabilidad (critical density) del cosmos, de nuevo forever, así se vuelve otra vez al anhelo (al sueño de lo estático de otra manera) de Einstein, lo cual no hace sino comprobar que el suyo era el de todos nosotros, cualquiera sea nuestro credo espiritual o científico. Todo esto es y seguirá siendo, como se titula el libro (2003) de Marcia Bartusiak, La sinfonía inacabada de Einstein [y, lo recalco yo -con perdón de la audiencia, de la humanidad completa-, aunque la inmensa mayoría no sepa siquiera que es miembro de esta orquesta y que la tarea es tocar una sinfonía, ni más ni menos que la vieja partitura de música de las esferas, de la cual apenas sí podemos ejecutar, gracias a los maestros de todos los tiempos y de Einstein, quien los agrupa en una sola persona, una cuantas notas sueltas ..., tal vez un breve movimiento.]

        Einstein, sin embargo, no fue sólo eso: un genio científico. Fue mucho más y mucho menos también, como todos nosotros, que siempre somos más que una cosa y menos en algunos momentos tristes, aunque, de nuevo, no lo sepamos y, por lo mismo, no lo vivamos así. Con esa curiosidad, a veces malsana, de nuestra época, especialmente, Einstein, como otras estrellas, está siendo escudriñado y expuesto en todos sus detalles, y con mayor fruición de editores y lectores, sobretodo aquellos íntimos. Prueba de esto -y sin mencionar que ya existe un área especializada en estas materias entre historiadores de las ciencias- es la excelente novela científica (todo un género a explotar) Einstein In Love: A Scientific Romance (2001) de Dennos Overbye, quien narra factualmente los amores y primeras peripecias físicas entre Albert y Mileva (entre "Johnnie" y "Dollie", que era como gustaban llamarse uno al otro los enamorados). Entre otras cosas que Overbye destaca para introducir se esfuerzo de hacernos reencontrarnos con el Einstein de la juventud y no únicamente con su imagen de temprano abuelo genio, es que éste fue, entre otras cosas, un "rebelde", un ser "errante", un "amante", un "artista" y, además, oh sorpresa, un "poeta egregio."

        Cierto es que leía poesía y que tenía una relación cordial con ella; también que escribió poemas, en su mayoría ocasionales, de esos que se anotaban en los diarios de personas queridas. Lógicamente no pasará al canon de la literatura universal por esos textos y eso no quiere decir que no era poeta. Lo fue en lo suyo, en el modo en que hizo física y esto no es querer extrapolar el asunto. Tiene una base sólida y está ligada a la escritura, porque la física, como todas las ciencias, también se escribe (con palabras y números), no hay que olvidarlo. Einstein, como lo cuenta el físico João Magueijo en su Faster Than The Speed of Light (2003), escribía barrocamente, es decir escribía matemáticamente como el Diablo, pero produjo una obra elegante, en la que brilla una ecuación pura y cristalina, una metáfora sin ambigüedad, la E=mc², que, después de presentada, parece encantó a Dios (no se ha probado lo contrario, de la Santa Sede u otras sedes que administran la fe de tantos no hemos escuchado nada y ojalá que no se pronuncien). En muchos aspectos esa ecuación (en su dimensión metafórica) es comparable a la "sierpe" de la poesía de don Luis de Góngora -leído por José Lezama Lima. Pero, sin desviarse hacia otros temas, la razón que explica y resuelve esta aparente contradicción (el laboratorio barroco de la escritura versus el poema acabado, la ecuación finalmente formulada, la metáfora límpida y precisa) viene dada en la insistencia de Einstein (y de Dirac más tarde, redoblándola) sobre una condición insoslayable al formular una ecuación -la expresión matemática de una ley física-, debe ser bella, elegante de acuerdo al decir de los científicos de hoy, aunque no todos compartan la necesidad de este imperativo estético. Para Einstein esa belleza no es una complicación esotérica y se aparta bastante, lo suficiente al menos, de lo etérico (recuérdese que Einstein canceló con sus teorías nuestras atávicas creencias en el éter) en que se ha situado lo bello en la historia cultural de la humanidad toda. La belleza (matemática) a la que aspiraba Einstein al presentar su trabajo tiene los siguientes atributos que la hacen atractiva y efectiva:universo Einstein "universalidad, simplicidad, inevitabilidad y un poder elemental" de comprensión de la realidad física; la ecuación debe estar "libre de excesos y haber sido trabajada con tanto cuidado que perdería su poder si se le introdujera cualquier cambio." Aunque la poesía y sus poemas no son lo mismo que la física y sus ecuaciones, tienen mucho en común y esta elegancia no debería olvidarla no sólo el poeta sino que todo practicante de literatura para que sus creaciones/productos no se malogren y no nos roben, sin perdón, el tiempo y de esa manera nos dispensen a los que la amamos -como planteaba Susan Sontag al comentar la paradoja aleccionadora abierta por la obra maestra cervantina- del "delirio de autoría" y de la "maniática expansión" de la letra impresa con pretensiones artísticas. Por lo pronto, se recomienda la lectura de It Must Be Beautiful (2002), editado por Graham Farmelo, quien plantea en la introducción estas cuestiones entre ecuación y poema recién mencionadas aquí; un libro en que se revisa y explica la belleza de las ecuaciones inevitables del siglo XX, entre ellas la de Einstein, por cierto. En fin, si algo debemos aprender/escuchar de Einstein (fallecido en 1955) los letrados -aparte de interesarnos un poco más en el cielo profundo y un poco menos en nuestro propio ombligo y sus mareos psicológicos y su vagar callejero- es que es posible y deseable escribir así, elegantemente.

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Notas:

(*) Luis Correa-Díaz es poeta y profesor chileno de literatura latinoamericana en la Universidad de Georgia, Estados Unidos (www.rom.uga.edu). Sus intereses como investigador están repartidos en dos grandes áreas: a) sus trabajos sobre poesía (Enrique Lihn, Roque Dalton, Juan Gelman, Ernesto Che Guevara), donde explora la huella de la ideología/fe revolucionaria en el acto/texto poético; b) sus publicaciones en el campo de los estudios transatlánticos, en particular sobre el impacto de (la figura y obra de) Cervantes en la cultura y las letras de las Américas, donde destaca su trabajo sobre el tema de Dulcinea en Jorge Luis Borges y otros poetas cervantinos (Rubén Darío, Marco Martos, Pedro Lastra). Sus poemarios son: Mester de soltería y Diario de un poeta recién separado (inéditos), Divina Pastora (1998), Rosario de actos de habla (1993), Ojo de buey (1993), Bajo la pequeña música de su pie (1990). Sus ensayos son: Lengua muerta: poesía, post-literatura y erotismo en Enrique Lihn (1996), Todas las muertes de Pinochet: notas literarias para una biografía crítica (2000), Una historia apócrifa de América: el arte de la conjetura histórica de Pedro Gómez Valderrama (2003).

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15 de mayo de 2005

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