La infancia ilegítima de José Emilio Pacheco

Por Arturo García Ramos (*)
Universidad Complutense de Madrid, España

José Emilio Pacheco-Cervantes

El poeta suele habitar todos los géneros por los que como escritor transita, es poeta a tiempo completo y lo es ante todo en el momento de crear. Las ficciones de José Emilio Pacheco viven, sin embargo, a expensas de su poesía, se han independizado de él y el mundo al que remiten es un universo pacientemente erigido, dibujado con una geografía precisa que tiene su centro en México D. F. y las colonias en torno a la megalópolis, cabeza de la hidra de la nación, la colonia Roma particularmente. Sus cuentos nos trasladan a un período de industrialización anterior al de nuestro presente, cuando la riqueza y el bienestar del progreso parecían estar anunciados por inventos mecánicos y la inserción impúdica en la vida de las familias de los medios de comunicación. Las fronteras de lo irreal se difuminaban contaminadas por el sueño de un universo alcanzable, por la esperanza que ilusamente nos hacía concebir un mundo de ciencia-ficción.

Que se transparente el desencanto de la sustitución del mito por la fuerza mecánica a través del filtro de la mirada infantil ingenua, no evita el pesimismo que nos infunde esa perspectiva desoladora y antipoética de los cuentos de este escritor mexicano. El pesimismo proviene del ángulo elegido, una narración desplazada hacia el pasado próximo encarnado en una ciudad que ha dejado de ser lo que fue, pero no es un mecanismo de sustitución de la poesía por lo prosaico, la poesía está integrada a esa mirada, coaligándolo todo, si bien, el relato no es aquí gregario de la descripción metafórica, la ficción no es ahogada por el símbolo, el cuento, lo que se cuenta y quiere ser contado o necesita contarse, emerge inmediato. Porque el poeta le ha permitido esa independencia que es necesaria a una ficción para que esta viva más allá de la expresión retórica y el encanto de las bellas imágenes o de su poderosa simbología. La ficción precisa el movimiento y la presencia, la encarnación del lenguaje en personnae , la invención de una conciencia.

Morirás lejos A José Emilio Pacheco, el lector debe agradecerle que a sus deberes de poeta sepa añadir los del narrador. Aunque no siempre fue así. Su única novela, Morirás lejos, es un argumento fragmentado en el que la sensación y la visión mítica sustituyen propiamente a lo relatado, quiere crear una atmósfera, aspira a reflejar una visión, no un mundo en movimiento en el que las piezas principales que lo componen puedan ser seguidas por el observador para configurar una idea de la vida. La creación de entes individuales es sustituida por la abstracción, y la abstracción diluye el relato, porque lo convierte en huidizo y etéreo. En la novela, la imprecisión es sólo parcialmente aceptable si se quiere que la narración cuente algo. Y es la novela, sin embargo, más maleable que el cuento, permite acumular fragmentos y someterlos a un imán, el desorden puede ser su ley, también la dilatación y el desbordamiento. No así en el relato.

Aunque estas apreciaciones teóricas parecen completamente prescindibles cuando se leen los relatos de El viento distante o El principio del placer, dos libros que se nos presentan tan ajenos a la teorización o a la interposición del barroquismo formal. Para quien los ha escrito, la retórica se le debe antojar un estorbo. Y no porque carezcan de artificio o de pulcritud, de sofisticada habilidad y de arte. Pero hay en ellos un deliberado principio de sencillez y un tono sincero que los hace parecer naturales: eso que quiere ser contado y que se expresa sin titubeos por parte de quien quiere contarlo.

Lo que identifica a un narrador, como la pincelada que descubre al pintor, es la invención de una perspectiva, de la voz que cuenta que en la narración se descubre como un personaje más, pero es tal vez mucho más que eso, es quien nos concibe y nos interpreta al mismo tiempo que concibe el mundo que desea transmitirnos.

Foto El principio del placer Una de las más laboriosas invenciones de José Emilio Pacheco es ese protagonista de apenas doce o catorce años que da cuenta de su experiencia de descubrimiento de la vida, de su inocencia y de las ilusiones frustradas que representa cada revelación con que le sorprende el tozudo y mediocre mundo real. He aquí un ejemplo, se trata del comienzo del relato "El principio del placer":

"No lo van a creer, dirán que soy un tonto, pero de chico mis ilusiones eran volar, hacerme invisible y ver películas en mi casa. Me decían: espérate a que venga la televisión, será como un cine en tu cuarto. Ahora ya estoy grande y me río de todo eso. Claro, hay televisores por todas partes y sé que nadie puede volar a menos que suba a un aeroplano. La fórmula de la invisibilidad aún no se descubre."

Este falso niño, que habla desde un tiempo posterior con la perspectiva del que fue, tiene las mismas señas de identidad los protagonistas de "El parque hondo", Las batallas del desierto o esta voz que comienza así "Tarde de agosto":

"Nunca vas a olvidar esta tarde de agosto. Tenías catorce años, ibas a terminar secundaria. No recordabas a tu padre, muerto al poco tiempo de que nacieras. Tu madre trabajaba en una agencia de viajes. Todos los días, de lunes a viernes, te despertabas a las seis y media. Quedaba atrás un sueños de combates a la orilla del mar, ataque a los bastidores de la selva, desembarcos en tierras enemigas. Y entrabas en el día en que era necesario vivir, crecer, abandonar la infancia".

No importa la variación de los nombres o de algunos detalles de la creación de los protagonistas. Se llame Arturo o Jorge, el muchacho que focaliza la atención del relato es siempre el ser ingenuo que corresponde a su alborear adolescente, vive en algún estado de conflicto por su paternidad desconocida - o problemática-, como si de una suerte de pecado original se tratase; lo vigila lejanamente algún cuidado femenino -una tía o una madre intermitente, a tiempo parcial-, lo que lo aproxima a cierta orfandad y justifica su última característica, la de mayor singularidad literaria: vive en la pura ensoñación, en la ilusión de ser otro, acaso alguien digno de admiración pero, por encima de todo un héroe al que la realidad, la miseria, el fracaso y la muerte no puedan alcanzarle. Esas fantasías proliferan en otros relatos, excitados a menudo por la lectura de comics o libros de aventuras, son de una épica infantil que se presenta como un estado de conciencia previo al de la obligatoria inserción en el tiempo de la vida y la muerte, el tiempo de los adultos, el mundo sucio de la corrupción política, la infidelidad conyugal, las insalvables e injustas diferencias sociales.

Las ficciones de José Emilio Pacheco representan ese preciso instante en que cruzamos el río del tiempo para ingresar en la orilla de la historia, en un mundo de nombres y fechas que sustituyen las estaciones del año por números precisos y los vínculos familiares por el nombre con apellido de un presidente de México.

El viento distante Una realidad inhóspita se ilumina al tiempo del crecimiento de estas conciencias traspasadas de los protagonistas que se va convirtiendo en el centro de la denuncia que quieren transmitir los relatos de El viento distante o El principio del placer. El inconformismo del autor asoma sin reducirse al mito o la simbología; emerge concreto e individualizado en cada caso. A existencia hostil que sufre el protagonista corresponde la denuncia medular del narrador: la crítica implacable a los que esconden los pecados familiares como una culpa secreta habrá de plasmarse en la denuncia de la hipocresía como principio social. La orfandad ya no es entonces un estigma del protagonista, sino de la sociedad entera. Al abandono del niño, acaso ilegítimo, corresponden el abandono de la mujer, acaso amancebada, la deriva a la que se ven arrastrados los pobres, verdaderos parias sin patria, y el loco devanarse por el poder de los pater familias que ejercen también de provectos padres de la patria.

Ningún relato como Las batallas del desierto para ejemplificar esta posición del escritor frente a su mundo. Esa pequeña novela tiene cierta perfección compositiva y desprende un significado que rebasa los límites de lo que aparentemente representa. No mencionaré la historia de esos niños que se encuentran en la misma clase, la de la escuela, pero pertenecen a clases distintas, a esferas sociales que se diferencian por el uso del inglés, por las ceremonias que preceden cada almuerzo, los modales, el recibimiento que se da a los invitados. La historia, en su superficie, es una anécdota sobre un escándalo en el que el actor principal es Carlos, el protagonista, repudiado inmediatamente por la severa moralidad hipócrita de las clases respetables y es expulsado del colegio.

El caso, sin embargo, tiene un más allá, relatado años después, cuando los niños ya no lo son y la historia, el tiempo, se ha encargado de colocar a cada uno en la esfera que le corresponde. En el mundo que J. E. Pacheco denuncia no hay posibilidades de cambiar de carril, lo de arriba no pueden mezclarse con los de abajo y la intromisión o la moral que no sabe atenerse a las leyes de la apariencia son severamente castigadas. La vida maltrata con crueldad a lo que pretenden, por ejemplo, ennoviarse con quien no les corresponde, como sucede al colegial de El castillo en la aguja, cuyos intentos por agradar a Yolanda -una compañera de colegio que pertenece a la esfera de los privilegiados- y de invitarla a casa concluyen en la vergüenza de ser identificado como un paria, el hijo ilegítimo de la criada de la casa donde vive.

Por supuesto, el modo de contar está plagado de sobreentendidos, intuimos, como el niño que suele actuar de protagonista, que algo anda mal en la casa, con su familia, en sus relaciones, pero se juega en el modo de contar para que lo adivinemos. Se nos cuenta "como si hubiera niños delante", de modo que un simple guiño puede servir para que lo comprendamos todo, sin mencionar explícitamente asuntos que son considerados secretos. Se cuenta como si hubiera siempre un fondo oscuro acechando en buena parte de estos relatos, una culpa, un pecado original que amenaza el futuro de cada muchacho protagonista. En el diario que escribe Jorge en "El principio del placer" anota:

"Hace tres días que mi padre no se presenta en la casa. Mi mamá llora todo el tiempo. Le pregunté a Maricarmen qué pasaba. Me contestó: - No te metas en donde no te llaman."

Un clima de tristeza, de abandono, que a veces semeja los poemas provincianos de López Velarde -pienso en " Mi prima Águeda", por ejemplo- emana de estos relatos.

Foto José Emilio Pacheco-Las batallas en el desierto La sutileza, la crueldad, la simbología y el desamparo alcanzan su clímax en "El parque hondo". El relato comienza con una imagen que aparentemente significa poco: el inevitable niño que protagonista se detiene al salir de la escuela a mirar el estanque de un parque por el que atraviesa cuando se dirige a casa. La visión le estremece cuando se percata de que la luz ha menguado hasta preanunciar la noche y huye asustado.

En la casa conocemos su reducido mundo: la tía Florencia y una gata constituyen su familia, a los que se suma su amigo único, Rafael. La gata y la tía forman una unidad aparte, un binomio en el que el niño es un intruso y, para subrayar el rechazo, el narrador cuenta cómo el michino ha acabado implacable, bajo la mirada cruel y burlona de Florencia, con cada mascota que Arturo quería traer a la casa.

Insensible y chismosa, la tía, que se gana la vida como echadora de cartas -un oficio escogido por el autor con mucha intención- cuenta a una de las mujeres que se llegan a su casa a escuchar el futuro cómo el niño fue separado de la madre siete años atrás, cómo ésta trata de verlo, pero se lo impiden, y cómo el padre sólo lo visita de vez en cuando porque es aviador y está siempre de viaje. Al niño, claro, le han contado que su muerto, porque -ese clima misterioso de sobreentendidos y medias verdades propio de los relatos de Pacheco- "a los niños no se les puede decir la verdad".

Sabemos así, que el niño es fruto de una unión ilícita, que fue abandonado por sus padres y que, para no ser un estorbo a ninguno de ellos, el padre lo dejó a cargo de la tía, con quien vive. Ella no lo quiere, lo considera un ingrato, un niño retraído que apenas la habla. El único amor de la tía es su gata, su único vínculo con la vida.

En este punto, el relato no ha hecho sino comenzar, porque el centro crucial de la historia tiene que ver con una circunstancia aparentemente menor en medio del cúmulo del melodrama que rodea la vida de Arturo: la gata está enferma sin remedio. Pudiera muy bien recordarse el cuento de Poe en que el gato negro marca el destino de aquel matrimonio desavenido. Hasta cierto punto, pero con signo distinto, eso mismo sucede en "El parque hondo". La tía encarga al niño la penosa labor de llevar la gata al veterinario para que la sacrifique y evitar así su sufrimiento. En compañía de su amigo Rafael caminan a cumplir el encargo, cuando está atravesando el "parque hondo" de la escena inicial, el amigo cobra un papel mefistofélico: "¿Cuánto dinero te ha dado para el veterinario?", le pregunta. Inevitablemente le sugiere la posibilidad de quedárselo y abandonar a la gata en el parque. Las dudas asaltan a Arturo: "¿Te imaginas si revive y vuelve?" La posibilidad de tener que enfrentarse a la culpa, él que ha sido engendrado por ella, lo aterroriza. Pero sus circunstancias vitales colaboran para que flaquee su ánimo al tiempo que Rafael va sugiriendo unos planes de mayor perversidad: gradualmente le propone regalársela a alguien, ahogarla y ahorcarla. La posibilidad de que reviva y la sentencia a la horca nos han situado en el punto de mayor cercanía con Poe. El motivo que pasa por la cabeza de Arturo también: el niño acogido, expósito, piensa en vengarse del cariño que la tía concede a la gata frente a la indiferencia con que lo trata a él.

En el momento culminante, Rafael encuentra un pedazo de hormigón en el suelo y propone aplastar la cabeza del animal. Se preparan para hacerlo, Arturo sujeta a la gata y le pide que tenga cuidado de no errar el golpe y dañarlo, Rafael levanta implacable el arma homicida y -nuestra angustia sustituye el terror del que Poe hizo el efecto único de su cuento- la gata presiente el peligro, revive, brinca y se esconde en el bosque.

Entonces sí temen su regreso. La buscan obsesivamente, pero la gata no aparece. Mancillado por la culpa, incapaz de confesar, Arturo regresa a su casa y justifica su tardanza por el exceso de gente en el veterinario. Acuciado por los remordimientos pasa una noche de insomnio infernal y cree que su única redención pasa por el regreso de la gata -otra simetría con el cuento del norteamericano-. Ya piensa en la disculpa, la dejó vivir porque no tuvo fuerzas de matarla. Finalmente, siente que el dinero que su tía le dio para el mandado es una mancha de la que debe deshacerse y, en un gesto purificador, lo rompe y lo arroja por la taza del baño.


Libros de cuentos de José Emilio Pacheco


- El principio del placer, Era, México, 1998.
- Las batallas del desierto, Era, México, 2002.
- El viento distante, Era, México, 2008.

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Texto, Copyright © 2010 Arturo García Ramos
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20 de junio de 2010

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