Pequeñas veredas

Por Diana Araujo Pereira (*)


Palabras rotas


Volvió a vestirse con su nombre. Todos los días lo hacía para creérselo como una verdad imborrable. Su pequeño ritual consistía en incorporarse, y en cada parte del cuerpo pegarse una letra y un sonido. Cuando ya estaba hecha palabra escrita y hablada (para eso, claro, siempre necesitaba que algún vecino o amigo le llamara), cobraba un colorcito rosado en la mejilla. Pero se decía mejor a sí misma cuando le llamaba su novio, luego su marido, y unos años más tarde también su hijo.
Pero un día de pronto se le había roto el nombre. Empezó con un pequeño agujero en la esquina de la a. Ella no le hizo caso, y el agujero creció hasta desbordarse a las otras letras.
Ya con el nombre a medias, ni su marido, ni su hijo o amigos y vecinos lograban recomponerla. Se volvió humo, polvo, sonido lejano.



Se encargó de limpiarle el piso, aunque nunca lo hubiera pedido. Fue paso a paso que le llenó la vida. Primero de esperanzas, luego de lucecitas y cintas de colores. De par en par le abrió las puertas y las ventanas. Le desplegó incluso la cara en el umbral de la tristeza. Se le infundió más alma que los antiguos veraneos en el mar. Ahora se veían los naranjos y el patio se volvía a llenar de colegiales y gritos.
Se empeñó en que volviera a habitar el mundo, para finalmente habitarle a ella. Así se pasaron los años, y la vejez les convirtió en atardecer y arrebol.


Las manos dadas. Atravesaron la calle y se pararon enfrente a la frutería. Sin saber nada más, se detuvieron mirando los precios y la frescura de las frutas. Después de largos minutos ya no les quedaba más remedio, tenían que irse. Pero, más allá de la frutería de la esquina no habían pensado el mundo y tampoco a sí mismos. Su mayor aventura era cruzarla y seguir adelante. No fue tan fácil. Se estrecharon aún más las manos, y con una sonrisa pálida se abrieron paso entre los peatones.
Se olvidarían pronto, la noche les cubriría con otro velo. Esa clase de goma que nos remite a los sueños soñados.


cueva manos

Havia mais nuvens naqueles olhos que vigiavam a tarde, que em todos os céus que banhavam as montanhas à volta.
Sentia a sensação do trânsito benéfico, do estar-à-metade-do-caminho, entre o antes e o sempre. Uma pontada de inveja percorreu-lhe como um calafrio de vozes profundas, que voltavam a sussurrar em seus túneis secretos.
Inveja do que sempre foi e será igual e imutável, plantas de beleza eterna, fugaz e tão duradoura. A natureza cambiante de todas as realidades possíveis ali se mostrava ainda mais indefesa, ante a natureza real e ecológica, concreta e sensorial do pôr-do-sol no final da tarde.
Subida no topo da montanha o mundo parecia admirável. Ao invés de enigmas, praças distantes com aparentes verdes e alguma outra cor desfalecida. Distantes também os ruídos e os indícios humanos.
Por isso se emocionava com as alturas e a proximidade do céu. Aquele imenso azul era a coisa mais límpida e real que havia conhecido. O que estava abaixo, com todas as suas mazelas, parecia a mais irreal das possíveis realidades.
Respirava profundamente porque até o ar era outro, e lhe infundia uma temperatura mais cômoda e pertinaz. Ali em cima, no alto, sentia a vertigem que lhe arrancava do torpor de todos os dias e lhe arremetia contra uma parede de rochas avermelhadas, de dureza imbatível, de serenidade conquistada. Ali era onde estava a vida, onde o mundo se apresentava como espetáculo silencioso e seguro. Onde o tempo interrompia os enigmas com a simples frase do sol ou da lua.
Subida no topo da montanha a vida voltava a circular ao redor e por dentro, vida de olhar e paisagem, de respiração e correntezas, de tanteios e margens. A vida, enfim, de realeza abrupta e constante, dos simples prazeres de tocar a terra e ser tocada por ela, de juntar-se aos outros pedaços e sentir o gozo de fazer parte da trama.
Romper o seu patrimônio e imiscuir-se no limiar das horas, do tempo. Trazer à tona e deflagrar a memória dos passos já dados, dos olhares lançados.
A tarde traga o que sobra do nosso vôo rasante, das esperanças vertidas em esperanças alheias.
Olhou o relógio e já teria que levantar-se. Sabia que o milagre de pensar em contato com o sol que se punha não duraria mais que um pedaço de tempo.
Calçou as sandálias e se levantou.


Correu para o portão, mas a carta não era para ela. Continuou esperando, ainda que nos intervalos tivesse tido filhos, marido, família, afazeres. Para distrair-se catalogava gostos, hábitos, cheiros e temperos para encher a casa de realidade, da realidade do afeto, aquela que se cozinha em fogo lento, e todos os dias.
Amanhecia com a iminência do novo, mas se acostumava à rotina da espera ao longo da tarde. Com o tempo as vasilhas foram se enchendo das costumeiras águas choradas devagar e com calma. A pele se uniu ao cotidiano, e a casa tornou-se o porto de todas as noites. As paredes se encheram do limo dos olhos e a terrra sorveu o coração à deriva.

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(*) Diana Araujo Pereira (Río de Janeiro, 1972) se ha doctorado en literaturas hispánicas por la Universidad Federal de Río de Janeiro, en convenio con la Universidad de Sevilla. Actualmente es profesora e investigadora de posdoctorado en la misma universidad de Brasil. Es traductora y poeta (Otras palabras-Outras palavras, RJ: 7letras, 2008). Ha colaborado con poemas, crítica y traducciones en diversas publicaciones (www.lagioconda.art.br, www.revista.doc, Revistas Cult, Sibila, Poesia Sempre, Et cetera, K Jornal de Crítica). Ha organizado el libro Palabras en ristre: reflexiones literarias de la Guerra Civil Española (RJ: Faculdade de Letras UFRJ, 2009), y con Mariluci Guberman el volumen de ensayos Provocações da Cidade (RJ: Faculdade de Letras UFRJ, 2009).



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20 de junio de 2010

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