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El arte de la novela

Joseph Conrad

 

El arte de la novela 1

 


Una obra literaria que, aún modestamente, aspire a la categoría dearte debiera justificarlo en cada una de sus líneas. Y el arte mismo puede serdefinido como un esfuerzo tenaz de hacer la mayor de las justicias al universovisible, sacando a la luz la verdad –única y múltiple– que subyace a cada unode sus aspectos. Es un esfuerzo por hallar en sus formas, en sus colores, en suluz, en sus sombras, en los aspectos de la materia y en los hechos de la vida,aquello que en cada uno de ellos es fundamental, que es duradero y esencial: sucualidad iluminadora y convincente, la verdad misma de su existencia. Elartista, pues, como el pensador o el científico, busca la verdad y hace sualegato. Impresionado por la apariencia del mundo, el pensador se sumerge enlas ideas y el científico, en los hechos; y, tras emerger finalmente de ellos, apelan a esas cualidades de nuestroser que mejor nos equipan para la azarosa empresa de vivir. Apelan conautoridad a nuestro sentido común, a nuestra inteligencia, a nuestra ansia depaz o de inquietud; no pocas veces, a nuestros prejuicios, algunas a nuestrosmiedos, frecuentemente a nuestro egoísmo… pero siempre a nuestra credulidad. Ysus palabras se escuchan con reverencia, porque conciernen a asuntos degravedad: al cultivo de nuestras mentes y al correcto cuidado de nuestroscuerpos; a la satisfacción de nuestras ambiciones, la perfección de los mediosy la glorificación de nuestras preciadas metas.

Con el artista es diferente.

 Enfrentado al mismo enigmático espectáculo, el artista en cambio sesumerge en su interior; y en esa solitaria región de esfuerzo y de lucha, si esempeñoso y afortunado, encuentra los argumentos para su alegato. Su alegatoapela a nuestras aptitudes menos obvias: a aquella parte de nuestra naturalezaque, debido a las conflictivas condiciones de la existencia, se mantienennecesariamente ocultas detrás de nuestras cualidades más resistentes y duras,como el vulnerable cuerpo dentro de la armadura de acero. Su alegato es menossonoro, más profundo, menos claro, más conmovedor… y se olvida más rápido. Ysin embargo su efecto dura para siempre. El cambiante saber de las sucesivasgeneraciones descarta ideas, cuestiona hechos, demuele teorías. Pero el artistaapela a aquella parte de nuestro ser que no depende de la sabiduría; a aquelloen nosotros que es un don, no una adquisición, y por consiguiente es máspermanentemente duradero. Apela a nuestra capacidad de deleite y de asombro, ala sensación de misterio que rodea a nuestras vidas, a nuestro sentido decompasión, y belleza, y dolor; al sentimiento latente de hermandad con toda lacreación… y a la sutil pero invencible convicción de solidaridad que teje enuno solo la soledad de innumerables corazones; a la solidaridad en los sueños,el gozo, el dolor, las aspiraciones, las ilusiones, la esperanza, el miedo, queunen a los hombres entre ellos, que unen a la humanidad: a los muertos con losvivos y a los vivos con los que no han nacido aún. […]

 La novela –en la medida en que aspira a ser arte– apela altemperamento. Y en verdad debe ser, como la pintura, la música, como todo arte,la apelación de un temperamento a otros innumerables, cuyo poder sutil eintranquilo otorga a los acontecimientos que se desarrollan su verdaderosignificado, y crea la atmósfera moral, emocional, del lugar y de la hora. Paraser efectiva, una apelación así debe ser una impresión trasmitida a través delos sentidos; y, en efecto, no es posible hacerlo de otro modo, porque eltemperamento, sea individual o colectivo, no es susceptible a la persuasión.Todo arte, por consiguiente, apela principalmente a los sentidos, y cuando laintención artística se expresa en palabras escritas debe también formular sualegato a través de los sentidos, si su máxima aspiración es alcanzar elmanantial secreto de las emociones sensibles. Debe aspirar esforzadamente a la plasticidadde la escultura, al color de la pintura, y a la magia sugestiva de la música,que es el arte de todas las artes. Y es sólo mediante una devoción completa,intransigente, por la fusión perfecta de forma y sustancia; es sólo mediante uncuidado continuo y jamás desalentado por la construcción y el ritmo de lasfrases, que resulta posible acercarse a la plasticidad, al color; y que la luzde la sugestión mágica puede ser puesta en juego por un efímero momento sobrela vulgar superficie de las palabras: de las viejas, viejas palabras,desgastadas, desfiguradas por siglos de uso descuidado. 

El empeño sincero en llevar a cabo la laborcreadora, en ir todo lo más adelante en ese camino que sus fuerzas le permitan,en marchar superando las vacilaciones, el cansancio o el remordimiento, es laúnica justificación válida para el obrero de la prosa. Y si su conciencia estálimpia, su respuesta a aquellos quienes –con el imperio de un sentido común quepide ganancias inmediatas– reclaman ser inspirados, consolados, entretenidos,que reclaman ser prontamente exaltados, o alentados, o intimidados, oescandalizados, o seducidos, su respuesta debe ser: Mi tarea, la que trato dellevar a cabo, es –mediante el poder de la palabra escrita– hacerles oír,hacerles sentir; es, antes que todo, hacerles ver. Es eso, y no otra cosa; y es todo. Si lo logro, encontraránallí lo que ustedes se merecen: exaltación, consuelo, miedo, encanto –todo loque reclaman– y, quizás, también ese atisbo de verdad que se habían olvidado depedir. Arrebatar del implacable correr del tiempo, en un momento de valentía,una pasajera fase de la vida es apenas el comienzo de la tarea. Enfrentada consentimiento y con fe, la tarea consiste en exhibir ante los ojos de todos, sin dudary sin miedo, el fragmento de vida rescatado bajo la luz de un momento dehonestidad. Es mostrar su vibración, su color, su forma; y por medio de sumovimiento, su forma y su color, revelar la sustancia de su verdad, desvelar susecreto inspirador: el esfuerzo y la pasión en el corazón de cada convincentemomento. En un esfuerzo empecinado como ese –si uno lo merece y es afortunado–tal vez uno pueda alcanzar una sinceridad tan trasparente que por fin la visiónde remordimiento o piedad, de terror o gracia, expuesta despertará en el corazónde quienes la contemplan ese sentimiento de irresistible solidaridad; de lasolidaridad en el origen misterioso, en el trabajo, en el gozo, en la esperanza,en el incierto destino que une a los hombres entre ellos, y a toda la humanidadal mundo invisible. Es evidente que quien, para bien o para mal, sostiene lasconvicciones expresadas precedentemente no puede ser fiel a ninguna de lasfórmulas pasajeras de su oficio. La parte duradera de ellas –la verdad que cadauna sólo imperfectamente encubre– debiera ser para él la más preciosa de susposesiones. Pero todas ellas –Realismo, Romanticismo, Naturalismo, incluso elsentimentalismo no oficializado (que como a los pobres, es extremadamentedifícil de sacárselo de encima)– todas estas divinidades, tras un breve períodode camaradería, deben abandonarlo aún en el umbral mismo del templo,entregándolo a los tartamudeos de su conciencia y a la elocuente conciencia delas dificultades de su obra. En esa incómoda soledad, el supremo grito del Artepor el Arte mismo pierde el excitante reverberar de su aparente inmoralidad.Suena distante. Ha dejado de ser un grito y se siente sólo como un susurro, amenudo ininteligible, pero algunas veces, y débilmente, alentador.

 Algunas veces, recostados cómodamente bajo la sombrade un árbol al borde del camino, observamos los movimientos de un trabajador enun campo distante. Y luego de un tiempo comenzamos a preguntarnos distraídamentequé estará haciendo el hombre. Observamos los movimientos de su cuerpo, laagitación de sus brazos, lo vemos agacharse, enderezarse, vacilar, comenzarnuevamente. Puede que el encanto de una hora de ocio se incremente si nos dicencuál es el propósito de esos esfuerzos. Si sabemos que está tratando delevantar una piedra, de cavar una zanja, de arrancar un tocón, entoncesobservamos con más interés sus esfuerzos; estamos dispuestos a condonar ladisrupción de la calma del paisaje que provocan sus movimientos; e, incluso, sinos hallamos en un estado de ánimo fraternal, hasta podremos llegar aperdonarle su fracaso. Entendemos su propósito y, después de todo el individuoha hecho un esfuerzo, y quizás no tenía fuerzas suficientes; y quizás no teníalos conocimientos necesarios. Perdonamos: seguimos nuestro camino, y olvidamos.

 Y así ocurre con el trabajador del arte. El arte eslargo y la vida, corta, y el éxito queda muy lejos. Y de esta manera, dudandode tener fuerzas como para un viaje tan largo, hablamos un poco de la meta, lameta del arte que, como la vida misma, es inspiradora, difícil, está envueltaen nieblas; no es como la clara lógica de una conclusión triunfante; no es larevelación de uno de esos secretos insensibles que llamamos Leyes de laNaturaleza. No es menos grandiosa, pero sí más difícil.

 Detener por un momento las manos empeñadas en eltrabajo de la tierra y obligar a hombres embebidos en la visión de metasdistantes a mirar alrededor el entorno de forma y color, de sol y sombras;hacerlos detenerse para mirar, suspirar, sonreír: tal es la meta, difícil yevanescente, y reservada para que sólo unos pocos puedan alcanzarla. Pero aveces los merecedores y los afortunados lo logran. Y cuando lo hacen –¡oh!–toda la verdad de la vida aparece allí: un momento de visión, un respiro, unasonrisa… y el retorno a un eterno reposo.

 

* Texto perteneciente al prefacio escrito en 1897 por el autor en la novela El negro del Narcissus. Traducción de Martín F. Yriart