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Colofón


Un dios y un campesino

Cabezas y sombreros: Otra lectura de Los borrachos de Velázquez

Por Martín F. Yriart

OMB, Madrid

 Diego Velázquez: Los borrachos (Museo del Prado, Madrid)

      

Una de las atracciones más indiscutibles de la pintura española en el Museo del Prado, de Madrid, es sin duda La apoteosis de Baco, obra mundialmente conocida por el público como “Los borrachos”.

Tradicionalmente al analizar la composición de esta obra, aparentemente sencilla pero cargada de significados y de compleja construcción visual, se plantea una división vertical de la imagen, en dos mitades aproximadamente iguales pero de contenido y factura contrapuestos: a la izquierda, Baco y dos de sus seguidores, representados en clave mitológica-clasicista; a la derecha, un soldado que está siendo coronado con una diadema de pámpanos y un grupo de borrachos que celebra el acontecimiento, pintados en el lenguaje realista del Renacimiento tardío.

Mirando con más detenimiento, el cuadro puede descomponerse no en dos sino en tres grupos, de los cuales uno, en el centro representa la acción, mientras los dos laterales están formado por figuras que lo observan al grupo central, cada una desde su ángulo no sólo espacial sino simbólico.

El grupo central, a su vez, está formado por dos figuras, Baco y el campesino, que miran hacia adelante (las únicas de todo el cuadro, puede decirse) y una tercera, el soldado, de espaldas.

 El soldado, de rodillas, está recibiendo una corona de pámpanos, como símbolo de su ingreso a la cofradía de celebrantes del rito báquico, mientras el campesino alza un vaso de vino, como gesto consagratorio (a la manera en que un sacerdote cristiano puede alzar un crucifijo).

Las dos figuras centrales que miran al frente están cargadas de atributos visuales de carácter simbólico. Baco está coronado por una diadema de pámpanos; el campesino lleva un sombrero que –sorprendentemente– recuerda a los petazos de los pastores beocios del siglo VI a.C., que llevaban también en la Antigüedad, desde la Grecia arcaica, hasta la Roma imperial, los viajeros que recorrían sus caminos a pie.

Baco y el campesino forman una única figura entrelazada: Baco sostiene la corona de pámpanos; el campesino, la taza de las libaciones. Baco y el campesino de frente son las únicas figuras que llevan la cabeza totalmente cubierta, si se exceptúa a otro campesino (tal vez un pastor) que está quitándose el sombrero en el momento de la escena, y a las dos figuras mitológicas de la izquierda, también coronadas con brotes de vid.

  

               Una vista superior y lateral del petazos griego

La corona de pámpanos de Baco y el petazos del campesino sentado a su lado establecen o refuerzan la equivalencia semántica entre las dos figuras.

Los grupos que los acompañan refuerzan este paralelismo. Los personajes de la Antigüedad que acompañan a Baco, a la izquierda del cuadro, contrastan de muchas maneras con los pastores de la derecha.

Y de esta manera, también, la corona de pámpanos de Baco se equipara con el petazos arcaico del campesino, como si Velásquez hubiera querido establecer una relación semántica entre ambos ornamentos de la cultura clásica.

La corona de pámpanos y el petazos son señas de identidad que permiten reconocer sin necesidad de palabras al sujeto que los lleva, pero el hecho de que Baco y el campesino que celebra la libación a su lado sean los únicos que llevan la cabeza cubierta, mientras los demás personajes –llamémosle– modernos o del mundo real se han descubierto como señal de respeto por la ceremonia religiosa que se está celebrando, marcan una comunión entre estos dos personajes centrales.

 Sin temor a faltar el respeto ni ofender los sentimientos religiosos de nadie, se puede decir que Los borrachos de Velázquez alude a la celebración de una ceremonia de ordenación, y que el petazos del campesino lo marca como sujeto de respeto, iniciado en los secretos de la religión y hermanado con su dios Baco, que lo distingue de los demás hombres permitiéndole conservar la cabeza cubierta durante el acto consagratorio.

Que posiblemente el campesino es, aunque pequeño, un propietario rural y que los demás humanos que lo rodean –exceptuado seguramente el militar– pertenecen a un estamento social inferior, este es seguramente otro mensaje que trasmite el petazos que el hombre lleva en la cabeza. Velázquez se lo pinta echado hacia la nuca, no sólo para destacar el rostro radiante del celebrante, sino también para que se puedan apreciar su respetable tamaño y sus anchas alas.

El sombrero del personaje de Los borrachos de Velázquez revela en esta imagen, tan profundamente arraigada en antiguas tradiciones, su potente fuerza simbólica, que hace de este mucho más que un mero adminículo para proteger la cabeza de campesinos o caminantes.

El significado del sombrero se ha perdido mayormente en la era actual, conservándose apenas en algunas ceremonias rituales de la Iglesia, pero su secreto sigue estando a la vista de todos aquellos que quieran descifrarlo.