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La "tapada"

La “tapada” limeña y la literatura


Ricardo Palma 
Los escrúpulos de Halicarnaso1

No hay antiguo colegial del  Convictorio de San Carlos en quien el nombre de Halicarnaso no despierte halagüeños recuerdos de los alegres, juveniles días.

¡Halicarnaso…! ¿Era esta palabra apodo o apellido? No sabré decirlo porque los colegiales jamás se cuidaron de averiguarlo.

Halicarnaso era un zapatero remendón que tenía establecidos sus reales en un tenducho fronterizo a la portería del colegio, tenducho que allá por los tiempos del rectorado del ilustre don Toribio Rodríguez de Mendosa, había sido ocupado por aquel vendedor de golosinas a quien el poeta Olmedo, colegial a la sazón, inmortalizó con esta décima:

A las diez llegó Estenós,
Muy peripuesto y ligero,
Y le dijo al chinganero:
Déme usted, ño Juan de Dios,
Medio jamón, en dos
Pedazos grandes, sin hueso;
Y no le compro a usted queso
Porque experimento tal de metal
Que no me alcanza para eso.

Halicarnaso tenía vara alta con los carolinos.

En la trastienda guardaba los tricornios y el comepavo, vulgo fraques, con que el domingo salían los alumnos hasta la portería, y de cuyas prendas se despojaban en la vecindad, cambiándolas por el sombrero redondo y la levita. El zapatero disfrutaba del privilegio de tener, a las horas de recreo, entrada franca al Patio de Naranjos y al Patio de Chicos, nombres con que desde tiempo inmortal fueron bautizados los claustros del Convictorio.

En cuanto al Patio de Machos, ocupado por los manteístas y copistas o externos, era el lugar donde nuestro hombre se pasaba las horas muertas, alcanzando a aprender de memoria algunos latinajos y dos o tres problemas matemáticos.

Halicarnaso desempeñaba con puntualidad las comisiones que los estudiantes le daban para sus familias; los proveía, a espaldas del bedel, de frutas y bizcochos; y tal era su cariño y abnegación por los futuros ciudadanos, que se habría dejado hacer añicos en defensa del buen nombre de San Carlos.

En las procesiones y fiestas oficiales a que concurrían los alumnos del Convictorio, con su rector y profesores, luciendo estos la banda azul, colmo de las aspiraciones de un joven, era de cajón la presencia de Halicarnaso. Las tapadas pertenecientes a las feligresías del Sagrario, San Sebastián y San Marcelo sostenían el tiroteo de agudezas y galanterías con los carolinos, y las muchachas de Santa Ana y San Lázaro militaban bajo la bandera de los fernandinos.

¡Ah, tiempos aquellos! La boca se me hace agua al recordarlos.

Los colegiales no formábamos meetings políticos, ni entrábamos en clubs eleccionarios, ni pretendíamos dar ley ni gobernar al gobierno. Estudiábamos, cumplíamos o no cumplíamos con el precepto de la Cuaresma, y los domingos nos dábamos un hartazgo de muchacheo o mascadura de lana.

En muchas de las travesuras o colegialadas de los carolinos tomó parte este Halicarnaso, como simple testigo; pero al referirlas en el vecindario, dábase por actor en ellas y llenábase los carrillos diciendo: “Nosotros los colegiales somos unos diablos. El otro día entre Pancho Moreira, Chucho Puente, Pepe Aliaga, Bachito Correa, Manongo Morales, el Curcuncho Navarrete y yo hicimos torería y media en la huerta del Noviciado”.

En lo único que jamás consiguieron los colegiales los servicios y el afecto de Halicarnaso, fue en hacerlo correveidile cerca de sus Dulcineas.
        

Por ningún interés divino o humano quiso el zapatero usurpar sus funciones a Mercurio. Halicarnaso era en este punto de una moralidad a toda prueba. Pero  lo que no alcanzaron los colegiales, lo consiguió en tres minutos una limeña vivaracha, de esas que el teólogo inventor de los tres enemigos del alma colocó tras el mundo y el demonio. Ahí verán ustedes.

 II

Los estudiantes de derecho canónico, o sea del último año de leyes, eran conocidos con el nombre de cónsules, y gozaban de la prerrogativa de salir a pasear los jueves desde las tres o cuatro de la tarde hasta las siete de la noche.

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Una tarde, jueves por más señas, presentóse en la puerta del zapatero una tapada de saya y manto que, a sospechar por el único ojo descubierto, lo regordete del brazo, las protuberancias de oriente y occidente, el velamen y el patiteo, debía ser una limeña de rechupete y palillo.
         –Maestro, –le dijo– tenga usted buenas tardes.
         –Así se las de Dios, señorita –contestó Halicarnaso, hasta dar a su cuerpo la forma de acento circunflejo.
         –Maestro –continuó la tapada– tengo que hablar con un cónsul que vendrá luego. Tome usted 4 pesos para cigarros y déjeme entrar en la trastienda.

Halicarnaso, que hacía mucho tiempo que no veía cuatro pesos juntos, rechazó indignado las monedas, y contestó:
         –¡Niña!¡Niña! ¿Por quién me ha tomado usted? ¡Vaya un atrevimiento! Para tercerías busque a Margarita la Gata, o a Ignacia la Perjuicio. ¡Pues no faltaba más!
         –No se incomode usted, maestrito. ¡Jesús, y qué genio tan cascarrabias había usted tenido! –insistió la muchacha sin desconcertarse–  Como yo lo creía a usted tan amigo de don Antonio, por eso me atreví a pedirle este servicio.
         –Sí, señorita. Amigo y muy amigo soy de ese caballerito.
         –Pues lo disimula usted mucho, cuando se niega a que tenga con él una entrevista en su trastienda.
         –Con mi lesna y mi persona soy amigo del colegial y de usted, señorita. Zapatero soy, y no conde de Alca ni marqués de Huete. Ocúpeme usted en cosas de mi profesión, y verá que la sirvo al pespunte y sin andarme con tiquis miquis.
         –Pues, maestro, zúrzame ese zapato.

Y en abrir y cerrar de ojos, la espiritual tapada rompió con la uña la costura de un remono zapatico de raso blanco.

Como no era posible que Halicarnaaso la dejase pisando el santo suelo, sin más resguardo que la media de borloncillo, tuvo que darla paso libre a la trastienda.

Por supuesto que el galán se apareció con más oportunidad que fraile llamado a refectorio.

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El zapatero se puso inmediatamente a la obra, que le dio tarea para una horita.
Mientras palomo y paloma probablemente disertaban sobre si la luna tenía cuernos y demás temas de que, por lo general, suelen ocuparse a solas los enamorados, el buen Halicarnaso decía, entre puntada y puntada:
         –En ocupándome en cosas de mi arte… nada tengo que oponer…

Conversen ellos y zurza yo, que no hay motivo de escrúpulo.

Y luego, al clavar estaquillas, canturreaba:

La pulga y el piojo
se quieren casar:
por falta de trigo
no lo han hecho ya

Estos escrúpulos de Halicarnaso nos traen a la memoria los del conquistador Alonso Ruiz, a quien tocó buena partija en el rescate de Atahualpa, y que hizo barbaridad y media con los pobres indios del Perú, desvalijándolos a roso y belloso. Vuelto a España, con cincuenta mil duros de capital, asaltóle el escrúpulo de si esa fortuna era bien o mal habida, y fuese a Carlos V y le expuso sus dudas, terminando por regalar al monarca los cincuenta mil. Carlos V admitió el apetitoso obsequio, concedió el uso del Don a Alfonso Ruiz, y le asignó una pensión vitalicia de mil ducados al año, que fue como decirle “Come, que de lo tuyo comes”.

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1 En Ricardo Palma: Tradiciones peruanas. Tomo III. 273-277





                    


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