Síguenos

El ciempiés

El Ciempiés

 

Ilan Stavans

 

 

A ti que te gustan los impostores, Ilan, tengo uno que te sacará de tu sano juicio, me dijo por teléfono Martín Carrera, el dueño de La Veracruzana.

Esa fue la introducción a los dos encuentros que tuve con El Ciempiés, un truhán entrañable.

Carrera me contó que el impostor era indocumentado y que se había presentado en el restaurante para solicitar trabajo. Su nombre era Hermenegildo Galeana.  Imposible, Carrera explicó. Hermenegildo Galeana fue un héroe de la independencia mexicana. Si fueras él, estarías en el Panteón de Dolores.

Así mero, respondió El Ciempiés. A Carrera el tipo le cayó bien. Pero estableció que únicamente lo contrataría como lavaplatos si le daba su nombre auténtico. ¿Auténtico?, cuestionó el impostor. Nada de lo nuestro es auténtico, afirmó. Si no le gusta el nombre, puede llamarme Luis Loya, Esteban Baca Calderón, Jorge Espinoza Ríos, Luis Manuel Chavez, Johnny Montoya García… O simple y llanamente El Ciempiés, que es como me dicen los cuates.

El primer encuentro ocurrió un par de noches después. Carrera me había invitado a unos tacos en La Veracruzana para que conociera al impostor directamente. Vente pa’ acá, Hermenegildo, le pidió cuando íbamos por el postre. Ya conoces a mi cuate Ilan. Es maestro. A veces se aparece por el restaurante. Acaba lo que estés haciendo y tómate una chela con nosotros.

Los tres estábamos en una mesa arduamente iluminada. Dediqué los próximos minutos a hablar con El Ciempiés, a estudiarlo. Apenas llegaba a los treinta años. (Supe después que su cumpleaños y el mío tenían la misma fecha). Era de ojos café, cabello hirsuto, facciones delicadas, piel angelical. Traía unos pantalones de mezclilla raídos y una camiseta descolorada.

Nos contó que había cruzado la frontera un total de trece veces, la primera en enero de 1996, antes de cumplir los quince. Todo es cosa de saber desorientar a la migra. Porque trabajo siempre hay, dijo. ¿Pues que se necesita hornear la pizza? Pos aquí estamos nosotros. ¿Que vender flores en el Subway? Pos pa’ eso estamos nosotros mismamente. ¿Y que el patrón quiere que se limpien los baños? Pos nomás hay que pedirlo. Los polis quieren hacernos pensar que los nacos somos todos unos mensos, aunque lo cierto es que nos necesitan. Ellos son los gatos y nosotros los ratones. Y sin gatos no hay ratones, o viceversa.

Pedimos otra ronda de cervezas. Lo que hay que hacer, agregó El Ciempiés, es seguirles la corriente a los gringos, así que siempre que puedo—y la verdad es que siempre puedo—yo les doy el nombre que sé que ellos prefieren.

A ver, Ciempiés, danos un ejemplo, inquirió Carrera.

Por ejemplo, Martín Carrera, respondió el impostor. Doy ese ejemplo porque Don Martín cree que yo soy muchas personas. Y tiene razón. Eso me permite ser uina más. Y esa nueva persona debe ser como él.

¿Y por qué no Ilán Stavans? indagó Carrera.

Ah, ese nombre es sangrón, agregó El Ciempiés. Verán que soy prieto, como Don Martín. O sea que soy mestizo. Mi nombre debe compaginar con mi identidad. Don Ilán, ¿de veras es usted mexica, como nosotros? Porque la neta es que no tiene la pinta. Se ve como un gabacho hecho y derecho. Por eso tiene tantos estudiantes, ¿o no? Si yo quisiera, también podría ser gabacho.

Órale, Hermenegildo, repuso Carrera. Ya deja de decir pendejadas…

Le juro que puedo, insistió El Ciempiés, aunque ese sería el desafío mayor, mi sumacumlaude. Porque los otros alias son fáciles. Mis cuates dicen que cambio de máscaras como de calzones. Y asimismo de SS. O sea, del Social. A la migra le doy los diez dígitos que me saltan a la mente, los que sean. Pongamos 100-68-1967. La mera neta es que la combinación importa un bledo porque a nosotros los indocumentados los IDs nos cuestan menos de veinte dólares. Si usted quiere, Don Ilán, yo le consigo uno que tenga el número que le convenga. Puedo tenérselo aquí pasado mañana.

El alcohol y la noche nos desinhibían. ¿Y de qué sirve la honestidad?, indagué. ¿Honestidad? No me venga con cuentos, Don Ilán. En este mundo no hay gente honesta, solamente gente desorientada. Así como me ve, ando como pirinola. Me han arrestado un total de doce veces, me han deportado veintidós y he estado cinco semanas y media en la cárcel.

Quise saber si no era peligroso que nos contara todos estos detalles, que nos dijera lo que parecían ser sus secretos. El Ciempiés guardó silencio. Se bebió media cerveza. Luego agregó que le atraía el desafío.

No entendí a lo que se refería. En todo caso, la conversación terminó a la una de la mañana. Al despedirnos, sentí cierto cariño por él al igual que aprecio renovado por Carrera por haberme a un impostor sui excepcional.

No volví a saber de él por varios meses. En ese ínterin lo visualicé con regularidad fregando platos.

Mi sorpresa fue enorme cuando lo en televisión. Su perfil se insertaba en el contexto de un escándalo académico. Un grupo estudiantil en Harvard protestaba por la expulsión de un estudiante indocumentado. El footage era típico: reclamos, algarabía, denuncias. Horas después leí el desplegado en la primera sección de The Boston Globe. El nombre del estudiante era Juan Gustavo Herrera. Poco antes de su expulsión había defendido su tesis doctoral, cuyo título era ‘El Piolín de la Mañana’ and Spanish-Language Radio in California”.

En las fotografías, el perfil de El Ciempiés era distinto. Vestía con una jersey morada, unos pantalones de pana café, mocasines y una corbata amarilla. Según uno de los reportajes, había sido arre3estado. Quedó libre cuando alguien—un postor anónimo—pagó la fianza.

Un vocero administrativo de Harvard aseguraba que la decisión de otorgarle el doctorado al estudiante, a pesar del clamor político, no había sido sencilla. Hay quien lo retrata como un fanfarrón, un patán, un embaucador, aseveró el vocero universitario. Pero su impostura tiene perdón porque sus objetivos siempre han sido claros: mejorarse a sí mismo y mejorar a los demás.

         Esa misma tarde Carrera me citó en La Veracruzana. Me informó que El Ciempiés estaba escondido en la despensa del restaurante, que la policía le seguía la pista y que seguramente partiría al día siguiente. ¿Hacía adónde?, indagué. Yo qué carajos sé, Carrera respondió.

Ese atardecer tuve mi segundo y último encuentro. El Ciempiés descansaba en un costal de maíz estaba en una esquina oscura de la cocina. Respiraba aceleradamente. su apariencia era desgarbada. La ropa fina que había lucido en las fotografías había sido reemplazada por el viejo pantalón de mezclilla y la camiseta arrugada.

Tenía en la mano unos papeles. Carrera y yo nos acercamos a él. Buenas, Don Ilán, me dijo. Ya ve cómo son las cosas: cumplí mi promesa.

Me extendió la mano. Apretaba en ella un diploma. Hay menos compasión en la universidad que en la calle. Aunque me expulsaron de la universidad, ahora no pueden quitarme el título de maestro, que es como los de usted.

Sonrió antes de agregar que el diploma estaba a nombre de Manuel Altolaguirre. Don Ilán, ¿usted sí sabe quién fue Altolaguirre? ¿No yo sino el otro?

Acto seguido, el impostor esclareció: La gente de por allá me decía Manolín, Javi y Chambelán… Son aliases que me vienen al dedo. ¿Quieren que les diga cuál es mi artista favorito? Ahí les va una adivinanza: es chileno y mexica al mismo tiempo, escritor y comediante. ¿Se dan por vencidos? Solución: Roberto Bolaño.

Carrera le ofreció una cerveza. El Ciempiés la rechazó al anunciar: Usted y Don Martín querían saber cuál era mi nombre auténtico. ¿El de las actas de nacimiento y defunción, aunque nadie los use? Anunció que había nacido en Apatzingán, Michoacán. Apatzingán está en Tierra caliente y es donde se promulgó la constitución mexicana. De allí El Ciempiés caminó hasta Nuevo Laredo, que está a unas 2,500 millas. ¿Cuánto es eso en kilómetros? Y siguió rumbo al otro lado, justo adonde se cosecha la lechuga, en el Salinas Valley, es decir, en tierras de John Steinbeck, que escribió sobre los desposeídos. Y así llegó a La Veracruzana, que está en Northampton, Massachusetts.

Quise saber cómo hizo para no cansarse.

Ay, pos no sé, repuso. Cansado siempre estoy. ¿Usted no, don Ilán? Porque claro que todo está bien lejos... Francamente, el recorrido de un lado a otro fue una inmensidad. O como diría mi mamita, toda una vida. Eso es lo que fue: toda una vida. Pero estamos aquí pa’ cansarnos, ¿no cree? O más bien, para fingir que estamos cansados. Estamos aquí para fingir…

Carrera y yo lo observábamos hipnotizados. Nos contó que en total había estado en más escuelas de las que tiene el estado de Delaware, que su madre todavía vivía en Apatzingán y que no la veía desde hacía quine años, aunque le mandaba su dinerito el día 15 de cada mes. Que había trabajado de chofer para una compañía de autobuses, de jardinero para un senador, de cajero para un banco. Que había sido amante de una tejana y una neoyorquina pero que no tenía hijos, al menos no que supiera. Y enfatizó: se hace lo que se puede, don Ilán. Y ahora estoy orgulloso porque tengo mi sumacumlaude.

         Si bien lo felicité, el desafío del que hablaba no lo recordaba como mío. Fue entonces cuando Carrera le dijo a El Ciempiés que si quería podía ser administrador de La Veracruzana, ahora que Harvard lo había condecorado con un diploma, aunque tendría que pagarle subrepticiamente como antes puesto que su estatus seguía siendo el mismo. El Ciempiés le agradeció sin aceptar la oferta.

Supuse en mi interior que lo que él añoraba era una carrera profesional. Le pregunté para qué obtener un doctorado si no podía ejercer en esa área.

¿Ejercer?, repuso en un tono desafiante. ¿Qué quiere decir ejercer? A usted, Don Ilán, le gusta desafiar a los demás, hacer que se sientan pequeñitos. Yo ejerzo mi voluntad, así mero. Y mi voluntad es cambiar de voluntad cada que se me hincha un huevo. Los gringos como usted se hacen la cirugía plástica, así que cambiarse de nombre no está mal pa’ nosotros los nacos, ni moral ni económicamente. Pero usted no entiende nada. Yo lo que quiero es ser libre...

         Esa noche nos despedimos temprano. Carrera le ofreció a El Ciempiés una habitación vacía en el piso de arriba de La Veracruzana.

Pos no sé, Don Martín, replicó el impostor. Usted ha sido generoso conmigo. Se lo agradezco pero mejor me pelo de una vez.

Esas fueron las últimas palabras que recuerdo. Antes de salir decidido, dejó caer el diploma en el suelo.


blog comments powered by Disqus