Trabajos de la escritura doble: La poesía de Piedad Bonnett

 Por Miguel Gomes[1]
Universidad de Connecticut, USA


Si se hacen las salvedades que exige la lógica divergente de las historias literarias nacionales, Piedad Bonnett ocupa en Colombia una posición similar a la de Jorge Teillier en Chile. En el país de la antipoesía y en pleno apogeo de ésta, a Teillier le tocó la misión —acaso nunca consciente, como convenía a su discreción tonal— de conciliar la estridencia de lo prosaico, en la que con demasiada frecuencia ha recaído Nicanor Parra, y la riqueza expresiva que la “prosa” de la vida material puede aportar una vez que se conjuga con el lirismo. De Bonnett cabría decir algo semejante: en su poesía se produce un comercio casi secreto entre los extremos de violencia colectiva y de íntima nocturnidad que han caracterizado la poesía y, en muchos sentidos, toda la cultura de su país. Lo demás es silencio, título de la selección más reciente de su obra (Madrid: Hiperión, 2003), desprendido de la fuente shakesperiana y de uno de los poemas antologados, resulta certeramente explícito: si el silencio se menciona, su opuesto se acalla, convertido en referencia tácita.
             Después de No es más que la vida (Bogotá: Arango Editores, 1998) y Antología poética (Caracas: Pequeña Venecia, 1998), Lo demás es silencio es la tercera muestra general de la poesía de Bonnett y la segunda que aparece fuera de Colombia, lo que permite observar su aceptación cada vez mayor en el ámbito de la lengua. Como en No es más que la vida, también en esta ocasión la “muestra” se convierte en volumen autónomo gracias a la sintaxis no necesariamente cronológica con que las piezas se reagrupan. La inclinación a establecer un marco narrativo o argumentativo implícito por medios que Gérard Genette llamaría “paratextuales” no es reciente en la autora: en una carta prologal a su primer poemario Ramón de Zubiría ya se refería a esa práctica. En el caso de Lo demás es silencio las cuatro secciones, aunque redistribuyan el material temático de las tres que componían la antología previa, debido a la mayor precisión del deslinde anuncian una cosmovisión en que la madurez se manifiesta en pormenores y matices reveladores. Las dimensiones simbólicas del cuerpo, el espacio anímico de lo familiar y los avatares del erotismo desembocan en una cuarta materia en la que se escenifica el conflicto (irresuelto, y no podría ser de otra manera) entre lo que pertenece a la historia, sus hábitos ya formalizados y públicos, y lo que se inscribe en la memoria tanto personal como de la comunidad, cuyos reclamos apuntan a un cuestionamiento de las versiones fosilizadas del pasado y del vivir más inmediato.

Todo ello se hace patente en “Soledades”, el poema que da título a la última sección de Lo demás es silencio. Por encabezar la serie con que concluye el libro y además figurar en todas las antologías de la autora en posiciones igualmente estratégicas, podemos sospechar que esta composición condensa las claves del proyecto poético de Bonnett y merece una relectura detenida. Los dos adjetivos iniciales desdoblan la referencialidad, que apunta al mundo exterior y, a la vez, a la propia verbalidad del poema —realzada sin duda por el título, que afianza la presencia constante de una tradición literaria, sea por la reminiscencia gongorina o por el arcaísmo léxico:

Exacto y cotidiano

el cielo se derrama como un oscuro vino,

se agazapa a dormir en los zaguanes,

endurece los patios, los postigos,

enciende las pupilas de los gatos.

 

                La exactitud y la cotidianidad, en efecto, explican que la voz lírica a continuación concrete en una lista de personajes de la ciudad moderna esa remota soledad plural que, en otras épocas, era la del paisaje rural idealizado. Del contraste que se establece entre él y la precariedad del aquí y ahora surge una carga crítica que sabiamente evita las torpezas de la “denuncia”, al menos tal como la ejercieron los compromisos poéticos del siglo XX:

En las mezquinas calles minuciosos golpean

los pasos de la frágil solterona

que sabe que no hay luz en su ventana.

En el aire hay olor a col hervida

y detrás de la ropa que aporrea la piedra

un canto de mujer abre la noche.

Es la hora

en que el joven travesti se acomoda los senos

frente al espejo roto de la cómoda,

y una muchacha ensaya otro peinado

y echa esmalte en el hueco de sus medias de seda.

Abre la viuda el closet y llora con urgencia

entre trajes marrón y olor a naftalina,

y un pubis fresco y unos muslos blancos

salen del maletín del agente viajero.

 

                El heptasílabo inaugural seguido casi siempre por alejandrinos y endecasílabos no se aparta demasiado del viejo molde métrico de la silva; atrapa y reelabora, más bien, sus resonancias, añadiéndole a su relativa libertad un aire de otredad enrarecida. El alejandrino gráficamente fracturado —“Un canto de mujer abre la noche. / Es la hora”— capta la fragmentación y descomposición general del mundo, constituye un “espejo roto”, como se dirá de inmediato, para la tristeza que todo lo traspasa. Pero, con la misma sutileza con que este poema pone a dialogar lo misterioso con seres y gestos ordinarios, el final esboza una solución a la ominosa soledad urbana; se trata de una síntesis que opera como el claroscuro en la pintura o las antítesis y los oxímoros en la poesía del Barroco, haciendo imprescindible un desplazamiento por el reino de los valores desencontrados:

Un alboroto de ollas revuelca la cocina

del restaurante donde un viejo duerme

contra el sucio papel de mariposas,

mientras como una red sin agujeros

nos envuelve la noche por los cuatro costados.

 

                La degradación del escenario social, cuya única entrevisión de lo sublime es “sucia” y cursi, presagia, aunque no pudiera anticiparse, la iluminación: la obscuridad opresiva se llena de sentido al permitir que aparezca, como desenlace, una identidad que abarque las soledades particulares de los individuos disgregados. El “nosotros” del último verso reúne al hablante con la más auténtica totalidad —“los cuatro costados”— a la que puede aspirar: la de una radical humanidad. El “otro” literario que se presiente en cada rincón del poema (Góngora, el pasado de la lengua) allana el camino para que salgamos al encuentro de un “otro” situado en un plano de experiencias menos letradas e infinitamente más tangibles.

                 En muchas oportunidades Bonnett mantiene esa preferencia por una escritura doble, consciente de sí misma sin renunciar a modalidades usuales de comunicación. En “Las palabras y las cosas”, por ejemplo, se repite el recurso de “Soledades” a una remisión titular libresca y, como en aquel poema, hay indicios internos que lo reiteran:

El sol sobre la piel, su dicha humilde,

y esta lucha obstinada, la derrota

que me lleva a escribir

el sol sobre la piel, su dicha humilde,

me justifican.

 

                Pero puede apreciarse que tampoco aquí se desecha un horizonte de vivencias compartidas más allá del ”oficio”. El lenguaje de la poeta, por ello, roza con cierta frecuencia un irracionalismo de imaginerías violentas, casi neoexpresionistas e imposibles de reducir a hábitos intelectuales: “Mi noche es como un valle reluciente de huesos. / La piel, arena, sílice. Los labios, agrietados. / Una cruz de ceniza sobre el vientre desnudo” (“Nocturno”); “Ya he comido mi sopa de clavos, mi pan de munición, / pan con zarazas, / ya tragué mi ración de raíces y venenos” (“Proceso digestivo”); “Mi miedo se bebía el aire de la alcoba con los ojos abiertos / y el monstruo que me habita / sofocaba mi voz con su cola de escamas / [...] / Tenso animal carnívoro, / el ruido de su boca que mastica / es música en mi insomne madrugada” (“Ración diaria”).

Precisamente, como se percibe por la difícil cercanía de lo conmovedor y del somatismo crudo, en sus momentos de mayor intensidad la poesía de Bonnett rinde homenaje a la de Blanca Varela y amplía su legado. En Lo demás es silencio contamos, de hecho, con numerosos poemas que, tal como los de la peruana, reifican la mirada: “esa hora en que el sol coagula su gran ojo”, como dice la inquietante “Cita vespertina”; o “Revelación”, pieza menos pesadillesca, pero con una brevedad apotegmática y sin duda “villana”:


De niña me fue dado mirar por un instante

los ojos implacables de la bestia.

El resto de la vida se me ha ido

tratando inútilmente de olvidarlos.

 

    Bonnett no oculta su diálogo con ninguna forma de arte: trabaja en la estrecha región donde la obra propia hace de la ajena instrumento de hallazgo y registro de creencias o afectos personales. La pintura de Frida Kahlo es uno de los terrenos más memorables donde se llevan a cabo esos encuentros. “La venadita”, poema dedicado a Kahlo y central en Lo demás es silencio, demuestra que la violencia del decir no es incompatible con una comunión a través del arte y lo poco (pero esencial) que éste pueda tener de confidencia:

De pura lástima y puro amor yo te regalaría mi cuerpo, venadita.

¡Yo, que envidio el relámpago nocturno de tus cejas,

tus manos con anillos,

la voz india,

y tu cuello altanero de mestiza!

A ti que te dio Dios todo a montones, incluido el dolor

y ante todo el dolor

yo te daría, si fuera Dios, un cofre con huesitos de plata mexicana

y un pie de oro. Y limpiaría, con mi mano eterna

las llagas de tu alma, venadita.

Te pediría a cambio todo el amor que te sobró en el cuerpo,

y un retrato vibrante de colores.

 

                    Otros poemas, como “Alter ego”, “Cita vespertina” o “Reporte policial”, son vinculables a las incitaciones visuales de Kahlo —sin excluir segundas y terceras referencias a García Lorca, Belli, Kant o Sor Juana, en un sistema de alusiones complejo y no exento de humor—, pero “La venadita” ofrece una de las encrucijadas en que una poética se define con nitidez y, sobre todo, sin rubor ante las restricciones que dictaminan el intelectualismo o lo antipoético, dos camisas de fuerza, con numerosas variantes, que han dominado la poesía hispánica de la postvanguardia. Bonnett, creo, es uno de los autores que más tesonera y talentosamente han sabido franquear esos obstáculos. Aparte de las antologías que he mencionado, su obra poética consta de los siguientes títulos: De círculo y ceniza (1989), Nadie en casa (1994), El hilo de los días (1995), Ese animal triste (1996) y Todos los amantes son guerreros (1997). Cualquiera de ellos bastaría para probar la independencia, la solidez de su lenguaje, así como para entender el lugar de privilegio que ha ido ganándose en las letras de Hispanoamérica.




[1] Miguel Gomes (Caracas, 1964) es profesor de literatura hispanoamericana en la Universidad de Connecticut en los Estados Unidos. Es Autor del libro Los géneros literarios en Hispanoamérica: teoría e historia (1999), así como de los libros de relatos Visión memorable (1987) y La cueva de Altamira (1992), además de los textos de ensayo El pozo de las palabras (1990) y Poéticas del ensayo venezolano del siglo XX (1996).