Simbólica de la ciudad en la poesía de José Manuel Arango  [1]

Por Carlos Fajardo Fajardo [2] 
 Universidad  Francisco José de Caldas, Bogotá, Colombia


La ciudad híbrida y el poeta colombiano

 

La  ciudad en Latinoamérica, y específicamente en Colombia, es quizás el que más ha influido en la sensibilidad de los poetas desde la década del sesenta hasta finales del siglo XX. La falta de planeación, junto al choque entre las antiguas estructuras coloniales y republicanas citadinas con la llamada arquitectura moderna de “Estilo Internacional”, ha generado unas ciudades cuyos espacios físicos y espirituales se manifiestan híbridos y anacrónicos, pues en ellas se han conjugado un estilo premoderno de vida (llámese provincial) [3], con una Modernidad agónica surgida a partir de procesos radicalizados por migraciones campesinas, violencia institucional, búsqueda de mejores oportunidades, lo que aldeaniza la Urbe, construyendo un tipo de tejido urbano sui-géneris del subdesarrollo, donde la desesperanza, el miedo y la muerte son las entidades cotidianas que rondan los espacios del hombre colombiano.  

Desde la década del sesenta, la cultura colombiana sufrió un colapso en su estructura   premoderna. Su masificación creó unas ciudades sin personalidad, un sincretismo desigual donde conviven sensibilidades disímiles tanto aldeanas como modernas, lo que produjo una promiscuidad cultural espacio-temporal originada por esas generaciones que llegaron a la ciudad y sintetizaron lo que era Colombia: un hervidero de contradicciones.  (Cfr. Quesada, 1994: 76 y ss.).

Las características propias del espíritu moderno: la secularización de la vida, el cosmopolitismo, el individualismo, la superación de tabúes religiosos y morales,  el  tránsito de un mundo cerrado a uno más plural, abierto, infinito, es decir urbano, el capitalismo racional burgués, la especialización de las profesiones, etc., comenzaron a pertenecernos desde los años sesenta, si bien contaminados por las instituciones patriarcales, rurales y premodernas que el proceso de modernización no ha podido aún superar, pues éste se ha producido distante a un real proyecto que construya un ethos moderno, lo que ha construido en Colombia un muro entre el proceso modernizador de la ciudad y la formación de ciudadanos. Lo que actualmente padecemos es “una creciente escisión entre (...) Modernidad y Modernización, en términos de la disociación que aquí se quiere revelar: el divorcio entre la apropiación de la naturaleza por el hombre, liderada por el desarrollo de la ciencia y la técnica - la Modernización - y la apropiación del hombre de su propia naturaleza, lo que le permite el desencantamiento del mundo - la Modernidad” (Corredor, 1992: 41). 

Por ello, dicho proceso en Colombia, ha existido sólo en medio de contradicciones y de una agonía perpetua, símbolo de una sociedad en plena transformación. “La modernización, nos dice Carlos Uribe Celis, tiene—ha tenido—que abrirse camino en lucha abierta con los vestigios, tenazmente persistentes, de la premodernidad.  Nuestra modernidad es un tejido ralo y por sus intersticios se cuela el paisaje de la premodernidad”. (Corredor, 1992: 167).

Esta fragmentación social, no ha permitido en Colombia llevar a cabo una secularización real donde el individuo construya - y no reciba - el  mundo desde una perspectiva autónoma de sujeto que actúa sobre él y el espacio en el cual se mueve.  Nuestras ciudades han estado invadiéndose continuamente de individualidades que operan con los entramados de la modernización técno-científica que éstas les ofrecen.  Sin embargo, sus actitudes frente a los espacios físicos-espirituales de la ciudad no son las de sujetos realmente autónomos, con conciencia ciudadana, participativa de lo público y con una aproximación democrática.  Ya nos aseguraba Rousseau que “las casas hacen un espacio urbano, pero los ciudadanos hacen una ciudad”, y he aquí que nuestras ciudades son “tal vez el ejemplo más espectacular (...) de la modernización concebida e impuesta draconianamente desde arriba” (Berman, 1988: 178); imposición de una razón instrumental y pragmática que sacraliza la acumulación del capital llevada a cabo por las elites dominantes colombianas preocupadas más por la transformación de sus economías que por la formación de ciudadanos. Se diluyen así los proyectos liberadores democráticos, expansivos, renovadores y emancipativos modernos, manteniéndose una moral religiosa hispano-católica premoderna, junto a una apología de la modernización, lo cual sepulta la concepción ética, civil y política de la modernidad.

De este hervidero de contradicciones, que es la ciudad  colombiana, brotó una generación de poetas, hijos del Frente Nacional, a quienes les tocó vivir y soportar la fisura entre la ciudad provincial con la masificada burguesa. Sufrieron la destrucción del pasado histórico—tanto arquitectónico como espiritual—de la ciudad, la pérdida de su vestigio cultural y la instalación de espacios donde se les despersonalizaba. Se sintieron de pronto desterrados, exiliados, extrañados, en medio de una gran multitud informe, anónima, cruzados por el miedo constructor de sus propios laberintos. 

En medio de esta nueva arquitectura, el poeta colombiano quedó huérfano de sí y de su ciudad. Le tocó padecer la racionalización progresiva y bestial a la sociedad premoderna y el anonimato lento que se sentía por la pérdida del aura, desacralización o secularización de la vida cotidiana y cultural. Este proceso de modernización en la sociedad colombiana—específicamente en las ciudades—cambió todas las relaciones del poeta. Su espíritu chocó con el pragmatismo utilitarista de la mentalidad capitalista moderna.  En estos “nuevos espacios”, que se imponían con una imagen de totalitarismo colonizador y que fueron arrasando con las particularidades locales y destrozando a las ciudades, acabando con los sitios públicos y con los símbolos comunitarios, el poeta colombiano, a partir de  la década del cincuenta, tuvo la necesidad de transformar su percepción y su lenguaje, crear nuevos ritmos, códigos, metáforas, símbolos e imaginarios con los cuales pudiera cifrar y descifrar estas “extrañas” presencias, la homogeneización heterodoxa de la cultura citadina que fluctúa de la urbanización de la aldea a la aldeanización de la urbe.

Entre estos poetas, José Manuel Arango (El Carmen de Viboral, Colombia, 1937- Medellín 2002) ha levantado una poética que se genera precisamente en la fisura entre la ciudad premoderna y la moderna híbrida, impersonal.  Su poesía nos muestra esta crisis y la búsqueda de identidad del poeta en esos espacios “novedosos” y asombrosos que se deben interpretar a través del tejido urbano del poema mismo. En su obra, el poeta recorre la ciudad y funda el poema como único “ser vivo” que lo justifica.  Su experiencia de tocar esa ciudad contradictoria despersonalizada y en transición, es agónica como  es  la de sus habitantes. Vivencia la ciudad dispersa y fracturada que el proceso de modernización ha dejado en su expansión. Con todos sus sentidos despiertos, transita por esa red urbana agresiva, ambigua (entre urbana y primitiva), con un crecimiento industrial, financiero y comercial desigual, hija del Estado de Sitio, nacida en medio de una reglamentación de excepción perpetua, reflejando en sus espacios cómo ha sido y es el país.

Este poeta pertenece a una generación que le tocó vivir y padecer tanto los traumáticos acontecimientos de una etapa antidemocrática y violenta en la Colombia  de los sesenta y setenta, como la transformación de las ciudades. Si algo tiene de común con sus compañeros de viaje, es la sensación de soportar una cultura que cerraba – y cierra- todas las vías a la construcción de una sociedad más abierta  e igualitaria; un sistema sin voluntad para transformar sus estructuras conservadoras. “Generación del Estado de Sitio” le han denominado algunos analistas; “generación desencantada” otros; Generación del Frente Nacional, los más. Yo me atrevo a llamarla “Generación de los hombres desaparecidos”, pues, política, cultural y económicamente fueron desterrados, marginados de la gestación civil real de la vida nacional. Los traumas históricos de los últimos años no han logrado situar al poeta en una “verdadera” esfera política y urbana, sino en esas monstruosas formas híbridas que son las ciudades nuestras, sin vida ciudadana alguna, sin conciencia de pertenencia ni de participación “real” en la gestión de la vida social y pública, en la administración político-administrativa. Frente a la magnitud de cambios bruscos, dados por la fisura entre la concepción premoderna y moderna citadinas, es decir, ante la aldeanización de la urbe, los poetas viven en el reino de la incertidumbre.

La poesía de José Manuel Arango nos muestra esta crisis y la búsqueda de identidad del poeta en esos espacios “nuevos” y asombrosos que se deben interpretar a través del tejido urbano del poema mismo.  Uno de sus poemas, es típico ejemplo de esta transformación de la ciudad colombiana en las últimas tres décadas:

De un tiempo a esta parte en nuestra ciudad prosperan las demoliciones.  Las estadísticas anuales lo atestiguan, pero no es necesario conocerlas para darse cuenta: basta ir por ahí y echar una ojeada.  Es difícil dar con una calle donde no se encuentre el escueto aviso: peligro: Demoliciones, cuyo laconismo contrasta con los gárrulos letreros que son usuales en los muros.                       

 Por la mañana, de camino para el trabajo, vemos los piquetes de demoledores.  Algunos van también a su tarea, pero otros ya han comenzado, han puesto cordones en torno de un edificio que parecía sano y sólido (y del que muchos habían opinado alguna vez que era bello además y merecería ser conservado), han colgado en los muros la consabida advertencia y atestado las calles adyacentes de parapetos que las hacen intransitables.  Hasta han puesto ya sus andamios y escalerillas y están en pleno ajetreo.                     

 Alzamos la cabeza, torciendo el cuello, y los vemos hacer y deshacer allá arriba.  Van y vienen calmosamente, pero se diría que detrás de sus maneras lentas hay un tesón y una decisión implacables.  Algunos silban o incluso cantan mientras le dan a la piqueta o se lanzan una teja tras otra de mano en mano.  Así, en un santiamén, el techo entero ha sido derruido, y en pocos días los muros han desaparecido igualmente.                     

Un buen día pasamos, yendo ente los montones de escombros, y los vemos enmascarados de polvo dando remate a su obra.  Arriba queda sólo el lugar en el aire que antes ocuparon cómodas oficinas y habitaciones confortables, y donde estuvo una esbelta edificación hay ahora un baldío en el que antes de una semana habrá comenzado a brotar una maleza fértil que ciertos pájaros parleros no esperan siquiera que acabe de crecer para instalar entre ella su algarabía.

                                                              (“Aviso”).

 

Como un sonámbulo, el poeta recorre la ciudad y funda el poema como único “ser vivo” que lo justifica. Su experiencia de tocar esa ciudad contradictoria despersonalizada y en transición, es agónica como  es  la de sus habitantes. Vivencia una ciudad dispersa, fracturada y antagónica que el proceso de modernización está dejando en su expansión. La ruptura física-espacial y cultural, que genera la ciudad actual en la premoderna rural, desarrolla una cierta contradicción en la “visión” que el poeta tiene de ella. Esta se fragmenta y la ciudad pasa a ser más real y más irreal a la vez, como un espejismo, debido a las transformaciones constantes en sus estructuras físico-espirituales, lo que hace que el poeta se sienta como sonámbulo en sus laberintos.  Todo ello resultado de una modernización impuesta desde arriba, la cual no ha tenido en cuenta las condiciones reales e históricas de nuestra familiaridad paisajística y nuestra topología urbana. No otro fenómeno nos ilustra Arango en este maravilloso poema, diálogo e hibridación que demuestra la aldeanización de la urbe:

 

Lo que los distingue es sobre todo su apariencia anacrónica.  El corte de cabello recto y como hierático, los rapados parietales.  Alguno lleva todavía una trenza de brujo que le cuelga sobre la nuca.  Frecuentan las calles aledañas al mercado, donde venden sus mercaderías.

Aunque hablan aún la vieja lengua de la tierra, se les oye vocear en el idioma de todos: el de la ciudad, el de los vencedores.  En él aprendieron a tasar. Sólo un deje, un modo excéntrico de decir traiciona en ellos al extranjero.

En otro tiempo traían al mercado hermosos utensilios: cestas primorosamente labradas, mantas, vasijas.  Bajaban de sus montañas a la ciudad con pájaros en el hombro y ofrecían sombreros tejidos de plumas de guacamaya.  Hoy sus mercancías son bastas, pobres trebejos que incluso llegan a comprar en las tiendas de baratijas para revenderlos.                    

  Por la noche se emborrachaban en alguna taberna de mala muerte.  Beben en silencio y las caras sin edad, como de niños viejos, tienen un aspecto que es curioso e indiferente a un tiempo.   De tanto en tanto recuentan las monedas del día.

Luego, ya bebidos, hablan en su lengua.  Como a retazos, como si recordaran a ráfagas hechos muy antiguos.  Es un canturreo gangoso que por momentos llega a parecerse a un canto. 

                      Y esa extrema risa de oro: el oro en la risa, en los dientes. 

                                                                             (“El Oro de los dientes”).

 

Las voces de lo cotidiano secular se concentran formando un diálogo con el diario vivir sacralizado.  Logos y Mitos se funden para dar paso al intercambio verbal, y es a través de la palabra, que se vierten como Ontología, morada de nuestras dichas y ritos. Desde que existe este diálogo (entre la cultura premoderna, rural y la modernidad a medias colombiana) aquellos vendedores urbanizados y rurales son posibles, como también lo son sus dioses, es decir, son históricos y míticos.  Por éste diálogo de culturas, que se manifiesta en la ciudad colombiana, al poeta Arango le es posible fundar una hibridación en el poema, crear una ontología dialógica: su calle-poema ¿Cómo detenernos a vivir sobre esta calle para saberla, comprenderla como símbolo donde se fundan espacios del lenguaje, que se acontece y nos acontece, presencia del apalabramiento espacio-temporal en el poema?

 

La ciudad del mal

En la ciudad por la que nos invita a pasear el poeta Arango (no como turistas, sino como caseros, forma de Ser y Estar) sus imaginarios se revisten de un mal salvaje, de un rito donde todo se congrega  bajo el sol de lo trágico y lo terrible: los tambores invocan a la muerte; los hombres como bestias atacan la ciudad, y en ella el poeta también es una bestia, un mal errante:

2

vestido con el pelo de las bestias

los pies cubiertos de un retazo

de piel de toro

 

me detengo junto al baldío

donde el verde fértil de la maleza

afirma, en el corazón mismo de la ciudad

una pervivencia salvaje. 

                          (“Baldío”)

 

La ciudad reúne unas características específicas donde el que la habita siente un escozor terrible en el cuerpo y el espíritu, su alma se inquieta, sufre la dura prueba de habitar en el infierno.  El sello va con él, la desesperanza fluye cuando:  

En la ventana de la torre aparece

el búho de grandes ojos de plata

 

y es el frío del anochecer  

cuando nada hay ya qué decir

y aún los gestos, vanos, se borran...

 

     pasan mujeres

con cruces de ceniza en los pechos

 

el viento ciego gira

en torno a un solo árbol

                    (De Este Lugar de la Noche, XIII)

                 

Esta conciencia de culpabilidad que llevan los transeúntes por la ciudad, surge de la idea de que algún pecado remoto los ata y los condena.  El castigo es su más próximo resultado; no sólo el hombre siente esta culpa, la ciudad como personaje, también se alista para llevarla:

 

La ceja de árboles negros sobre el recodo

cuando brilla el ojo súbito de la serpiente  

                               (De Este Lugar de la Noche, XII. El subrayado es  nuestro)

 

El árbol negro, junto al “ojo súbito de la serpiente”, nos lleva a pensar en aquel paraíso donde existía el árbol del Bien y el Mal primigenio.  La imagen del Árbol calcinado (“árboles negros”) se analogiza con “cruces de ceniza” (Poema XIII) en  los pechos de las mujeres.  El madero, el árbol, se ha transformado en cruz y ahora es una carga en el pecho, el pago de una culpa marcada allí donde habita y palpita el corazón.  Vivir la ciudad es la culpa que alguien paga; es llevarla como Cristo, con sus caídas al calvario, a la cima de la montaña en la cual seremos crucificados.  Para que no quede duda de nuestra mancha, se nos ha marcado una cruz de ceniza en nuestro pecho, ya que el Dios crucificado significa que todo aquel que pasa estas pruebas de sufrimiento puede lograr la divinidad, todo lo que está crucificado logra lo divino.  Una fórmula cristiana reza: in hoc signo vices, con este signo (la cruz) vencerás.  Así, el poeta, junto con los habitantes de ésta ciudad, deberá sacrificarse llevando su cruz a cuestas, el árbol fulminado en este infierno.

La idea del árbol convertido en madero, es para el cristiano un símbolo de salvación o condena. El árbol calcinado controla el universo, lo contamina, está en el centro de la tierra, es la ciudad misma y, como centro, congrega la multiplicidad espacio-temporal y espiritual citadina simbólica-religiosa; la ciudad está agonizando, diciendo el sermón de las siete palabras.  Por ello, “el viento ciego gira/ en torno a un sólo árbol” (De Este Lugar de la Noche, XIII), del árbol que brota de las profundidades y que reúne en sus raíces y en sus hojas el Todo; el árbol-cruz de la ciudad, la ciudad-cruz.  Y como ex-voto, el viento paga una culpa primigenia con la ceguera errante.

En la ciudad hay cruces que vigilan y castigan; se creen el centro del universo, el poder Imperator, el imperativo categórico.  Por eso, a esta ciudad se penetra con miedo; el poeta la transita como si fuera su propio infierno, su legítimo castigo.  Sus espacios congregan el mal, el centro del mal.  Allí, “mientras el viajero se calza para el camino/ la muerte se esconde en los espantapájaros”  (De Este Lugar de la Noche, XXXII).

Una verdadera cruz que va de la frente de la ciudad a su pecho, de su hombro izquierdo al derecho, atraviesa al poeta sin compasión.  Lo abraza por entero.  Aquella cruz, símbolo de sufrimiento y de llanto, es la totalidad y el signo de la redención.  Ella marca con fuego al paseante, le deja para siempre un “oscuro animal en su sangre”. La culpabilidad está escrita, aunque nunca sepamos el por qué nos condenan.

Y quizá la locura de vivir en ésta ciudad del miedo sea nuestro castigo.  El poeta lo ha probado en su propio fuego vegetal.  Sabe que le exigen pedir salvación o perdón, que golpee su pecho no con la yema de los dedos, sino con el puño cerrado, batiendo, golpeándose fuerte  con una piedra si es preciso, como lo hizo San Jerónimo hincado de rodillas en el desierto.  Le exigen un verdadero golpe para que salgan sus faltas por aquella abierta herida.

Que haya sufrimiento y tragedia para el cristianismo significa que la vida no es justa sino culpable (injusta), lo cual quiere decir que debe ser justificada, redimida, salvada de ésta caldera de sufrimiento.  Esta noción de mejorar el mundo por medio de un salvador está integrada con aquella necesidad de encontrar la unidad primordial con el absoluto, con Dios.  Como se tiene miedo del tiempo, la realidad resulta ser el horror del mundo.  Por lo tanto, es justo sufrir en vida y es digno el pago de ésta falta en la trascendencia ya que somos responsables de ella.  La muerte de Cristo es el principio de la salvación.  De ésta manera, es la muerte y no la vida la que nos salva.   Desde el principio de los tiempos la vida de todos los hombres es culpable.  Por ellos un Dios murió en la cruz.  De allí que el resentimiento sea producido por un sentimiento de culpa, de responsabilidad y de deber moral cristianos.  En el resentimiento o en la “mala conciencia” se opera la interiorización del castigo y se responsabiliza al individuo del mundo, del devenir, de lo trágico como pecado.  El rencor, la crueldad, la necesidad de ataque, de persecución, de destrucción, originan la mala conciencia.  El cristianismo aparece así como una doctrina de la culpabilidad, ésta es su núcleo y el pecado original se eleva a principio de importancia; sin embargo, “la idea directriz del cristianismo no es la del pecado, sino la de la remisión de los pecados” (Lacroix, Jean, 1980: 46); el pecado no existe aparte del perdón.  Vive indisolublemente unido al perdón.  De este modo, el pensamiento esencial del cristianismo está en la dialéctica teológica entre culpabilidad y salvación; tanto la culpa como la salvación son reales.  La sociedad (en el caso de la poesía de Arango, la ciudad y el poeta) está compuesta por pecadores y perdonados, que sólo superan la noción de su pecado a través del amor; el amor es el perdón, él puede borrar, destruir el pecado.  Así, el poeta, debe perdonar para salir del infierno citadino, debe comenzar a amar para desmanchar su alma de tanta crueldad.  El amor al prójimo es su salvación, pero en la poética de Arango el poeta padece la falta de no darse con verdadero amor cristiano a la “otredad”; el Yo se resiste a resignarse ante los terribles corazones urbanos, de allí que paga esta falta con la no consecución de la totalidad. De este modo, la angustia metafísica en el poeta está relacionada con el concepto de culpabilidad.  El es culpable, como todos los hombres, ante Dios y, por tanto, negado a ser infinito; su finitud es dada por la culpa de querer ser creador, artista.

La idea de la salvación no es más que la petición de la unidad cósmica universal que poseía el hombre antes de su “caída”[4]   es la petición de la inmortalidad y de retornar al centro del mundo, al paraíso perdido donde se congregan el Todo y las partes.  Esta petición de redimirse en una ciudad del pecado (Sodoma), se une a la necesidad de limpieza a través de las aguas o petición de un nuevo bautismo y un nuevo diluvio, los cuales limpien los pecados[5].  Se necesita que la ciudad se someta a inmersiones periódicas en las aguas y que en ella se repita el diluvio para purificarse en esos ritos.  Esta repetición simbólica, provoca un nuevo nacimiento, un hombre limpio de toda culpa. Como Noé o como Cristo, el poeta Iniciado que cruza esa región del pecado, necesita salvarse, ser el único que en su Arca lleve la salvación de la especie y que descendiendo a su Jordán venza las aguas de la muerte donde reinan los “Dragones de mal” y así rompa el poder del dragón que en la ciudad se oculta.  Para los padres la iglesia según Eliade:

El diluvio era (...) una imagen que el bautismo acaba de realizar (...) lo mismo que Noé había afrontando el mar y la muerte en la que había sido aniquilada la humanidad pecadora, y había emergido de ellas, así mismo el nuevo bautizado desciende a la piscina bautismal para enfrentarse con el dragón de la mar en un combate supremo y salir victorioso (...)

                                                                                      (Eliade, 1983:169)

 

De allí que en la poesía de José Manuel Arango, encontremos el deseo de un agua maternal, un bautismo que no sólo lave el cuerpo, sino el alma para liberarlos del tiempo y procurar una salvación eterna.

Dentro de estas simbólicas purificadoras de un mal grabado en la piel de la ciudad, nos encontramos también con la marca fatalista del tiempo encarnado en la historia, en la teología y en la metafísica.  El choque y el conflicto de las contradicciones universales, representadas en la ciudad, son interiorizadas por el poeta como un mal personal, es decir, que interioriza la versión ideológica que el poder produce de sí mismo, la cual funciona como “criterio de verdad” de una axiología en auge que en este caso es la judeo-cristiana. El poeta se siente asfixiado en una ciudad que por su formación histórica ha negado su permanencia en la totalidad. El tiempo se le revela como destructor de toda posibilidad de eternidad, es para él un asesino, el culpable directo de su existencia gradualmente destruida.  El poeta lo considera un enemigo, un verdugo:

 Acaso el hueso sea furia

una furia callada

sin grito

 

así se dan los días la fruta la boca

se dan al tiempo

tragón

 

también el girasol es un encono íntimo

una boca una herida

 

(quiero decir

la voz de los amantes

enronquecida

por el amor como una oscura

rabia)

                                  (“Acaso el Hueso”)

 

1

Aquel que esperaba y esperaba

pero no sabía lo que esperaba

y era la muerte.

 

2

Porque en fin viene el tiempo con un palo

y le muele los huesos.

A saber: con el tiempo y un palito,

con el tiempo y un palo llegará

a saber,

a saber.

 

3

Un escorpión en lugar de un huevo:

También, a su modo,

un regalo apreciable.

                                        (Regalo)

 

La fatalidad histórica que posee la concepción moderna occidental sobre el tiempo (como tiempo medible, lógico, lineal, objetivo y astronómico; tiempo para el uso pragmático, simple objeto de uso y de eficaz funcionamiento en las relaciones capitalistas de producción; tiempo del deber y de la responsabilidad) se constituye para el poeta en uno de los elementos de su angustia metafísica.  Este tiempo represivo y juez, conduce no al encuentro maravilloso con la vida, sino a la escisión fatal con la totalidad, conlleva a la muerte.  Este tiempo convertido en mercancía (valor de cambio) no le pertenece al poeta, no es un legado de su individualidad, él no lo ha creado.  Es el tiempo del poder.  Así, se le roba al hombre su propio tiempo, el mismo que el poeta inventa con sensibilidad, pasión e imaginación a la medida de sus sueños. “El tiempo no dura sino mientras uno inventa” dice Bacherlard. Y he aquí que el poeta intuye la posibilidad de vivir bajo un tiempo mágico y placentero como una fiesta al interior de su destino, donde todo pasado parezca mejor, pues, en el recuerdo, el instante fundado de nuevo por la palabra, es eterno, sin la angustia del fin, de lo mortal.  “El tiempo, nos dice Herbert Marcuse, pierde su poder cuando el recuerdo redime el pasado” (1984: 215).

Ante un tiempo que prohíbe el goce, puesto que impone el obstáculo y el límite al deseo, que niega el principio del placer, y nos recuerda, a través del Ego, al principio de realidad (lo prohibido, las leyes, la amenaza a la felicidad y a la libertad, el orden de la represión, la vigilancia y el castigo) el poeta se intranquiliza, se refugia en soledades, nihilismos, nostalgias, avatares, dudas y, como último esfuerzo, en la muerte.  La lucha por la detención del tiempo, la conquista de lo eterno, de la totalidad atemporal, une al placer con lo tanático.  Liberarse del tiempo es el ideal del placer, ya que el hombre aprende que todo goce es breve, fugaz, inmediato. 

La voluntad de dominar o de abolir el tiempo, expresada por el poeta, es la misma ambición del rebelde metafísico moderno. Esta rebeldía nos sitúa en una vertiente teológica, más precisamente en la concepción cristiana sobre el tiempo y la historia[6] .  Conforme al planteamiento judeo-cristiano, el tiempo se comporta como fatalidad y pecado desde que el hombre cayó en la culpa primigenia o en la historia de la cual no ha salido, pero que espera salir con la nueva venida de Cristo.  La historia verdadera para el judeo-cristiano es la “sagrada”, que se diferencia de la historia “humana” asumida por todas las naciones. La historia “Sagrada” es la única real porque tiene un significado profundamente religioso; es hecha por Dios, y por esta razón está consignada en un libro sagrado: La Biblia. De allí que el cristiano haya inventado diversos instrumentos y fórmulas para su salvación temporal, para su “regeneración”, las cuales tienden a abolir el tiempo mortal, a la historia “humana”, y así llegar a un tiempo cosmogónico y divino.  En los ritos cristianos se siente una voluntad de desvalorizar el tiempo, de verlo como un enemigo el cual hay que suprimir a través de la oración, la santidad o entrega total a Dios.  Por ello, el cristianismo se esfuerza por salvar al sujeto histórico; salvarlo es completarlo, desear que su metafísica se cumpla a-tempo, a-historia.  La trans-histórica metafísica pasa a ser su cometido, el tiempo logra Ser (a la manera eleática) y cesa su devenir. Así:

El tiempo se convierte en un valor en la medida en que Dios se manifiesta a través de él, le confiere una significación trans-histórica y una intención soteriológica: porque en cada nueva intervención de Dios en la historia ¿No se trata siempre de la salvación del hombre, es decir, de algo que nada tiene que hacer con la historia?  (Eliade: 1983:183).

El judeo-cristianismo ha desembocado en una teología de la historia donde el tiempo corporal y terrestre carga también su sello de ceniza, la cruz a cuestas al calvario.  La poesía de J.M. Arango ha interiorizado este desvarío y sabe que es culpable y que está condenada a deambular por una ciudad del mal.  El poeta se ve tentado y se acerca a ella con miedo, puesto que puede acontecer la intervención de un Dios castigador y padre inquisidor que lo fulmine como Ser histórico.  El poeta tiembla ante la ciudad como si estuviera ante un tribunal de la inquisición que lo juzga, como queriendo expiar una pena.  La ciudad como un Superyo atormenta al Yo pecador del poeta a través de las sensaciones de angustia, soledad, sentimiento de suicidio, castigando constantemente su mundo interior.  La ciudad sólo lo absolverá si él se confiesa culpable de querer ser intérprete y creador de este espacio-temporal terreno.

Ya que el poeta ha deambulado e intervenido en el proceso temporal de la ciudad, tal vez desea abolirla y, como cristiano, espera su redención de ésta ciudad, lo cual pondría culminación a su sufrimiento citadino histórico. Sólo, de esta manera, podrá entrar al reino del mito, a la ontología metafísica estética, en la cual se alcanza la eternidad.  “Mientras por los relojes/ el tiempo avanza furtivamente/ con sus patas de insectos” (“Duermevela”), el poeta siente que está condenado a llevar una existencia concreta en la historia de una ciudad que lo ignora, y como un extranjero en sí mismo pide un lugar donde encontrar su identidad.  Es “un terrestre que lucha, en sus noches dramáticas, con la sima, que excava activamente su sima, que trabaja con la pala y el zapa pico, y con las manos hirientes en el fondo de esta mina imaginaria donde tantos hombres padecen durante sus pesadillas infernales”.(Bachellard, 1993: 27).  

Ante esta ciudad del tiempo contaminado, el Ser abierto para el mundo se arrincona en una estrecha franja, la cual le impide ver la radiante luz que desde el afuera lo invita a superar su condición de hombre anulado por las sombras de la historia citadina.

La metafísica temporal cristiana se experimenta en la poesía de Arango como una condición trágica en aquella ciudad que se clava el puñal y radicaliza sus imposibles. Su poética se eleva a la interpretación de una ciudad condenada y culpable.

 

La ciudad es un fuego 

Hay huracanes en la siesta del caimán

y ciudades en llamas junto a los cerros

cuyas enormes sombras danzan

contra un cielo morado

 

 la tierra, una piel tostada

 se agrieta

   

cruces, esqueletos de pájaros

 

el aire caliente madura

antes del verano los frutos

 

y arde

el fuego, lo más vivo

           (Arango, Poema XXXVII)

 

 El fuego en la poesía de J.M. Arango llega como una ráfaga, una melodía terrible, un soplo de aire caliente que cae sobre los techos de las casas, viaja entre la muchedumbre silenciosa, entra a los balcones, se deposita en algún rincón.  El fuego es la ciudad.  Esta se incendia para consumirse y elevarse al mito, a la fundación simbólica que se desprende del incendio.

El fuego, como símbolo en la historia de la cultura, ha sido tradicionalmente un elemento de cambio, de transformación, de destrucción.  Así ha residido tanto en la filosofía griega como en la doctrina monoteísta judeo-cristiana.  Esa simbólica mítica adquirió en Occidente una axiología cósmica que tenía que ver, por una parte, con la metafísica material heracliteana y, por otra, con las pulsiones del rito religioso judeo-cristiano. En el fuego, los antiguos encontraron la metáfora de un mundo viviente, la misma vida se alegorizó con la llama convirtiéndose en un signo de poder, elevación, cambio del destino.  “La vida es un fuego” nos dice una metáfora asimilada a través de los siglos y, como el fuego, la vida es contradictoria, se apaga y se enciende con un mínimo respiro, se levanta con fuerza para descender luego con un perezoso ánimo.  Así, el fuego se elevó a metáfora y  adquirió un grado de arquetipo mítico del cual aún no nos hemos desprendido.  

En la poesía de J.M. Arango, nos quema un fuego metafísico-material que se integra a una ciudad fundada desde el miedo y la muerte.  Sin embargo, el fuego aquí posee las dos connotaciones antes mencionadas: lo Heracliteano y lo cristiano; creación y destrucción, flujo del caudal y suplicio en el infierno.  Esta dialéctica entre lo pagano y lo cristiano, va fundando una simbólica de contradicciones, conflictos y situaciones ambiguas cada vez mayores y peligrosas donde la presencia del fuego es más que un elemento en la ciudad, es la ciudad misma.

Desde la perspectiva heracliteana, el fuego, en esta poesía, no es un invitado a la casa, no es un instrumento que arde en una calle particular, en un jardín o en un parque; no es el fuego en la chimenea de la casa, es la casa misma en llamas.  Ella está expuesta a los vientos y a los cambios, es un incendio perpetuo, una chispa que de cuando en cuando se enciende para luego apagarse.  En esta casa-ciudad en llamas, se manifiesta una dialéctica entre lo activo y lo pasivo, lo que quema y lo que es quemado, la vida y la muerte.  La ciudad se enciende y con ella se encienden todos los fuegos particulares, es decir, comienza su devenir.  Se inicia el proceso de construir su propia muerte.  La ciudad es la creadora del fuego, pero también  de sus cenizas. 

Análogamente, y por estas condiciones, la casa-ciudad, como el arché de Heráclito, es un proceso, pues tanto el recipiente como el combustible están ardiendo, son la materia mutando, fluyendo.  Hay en ella los dos fuegos contrarios, la llama blanca y la roja que construyen esa unidad trágica, la cual se funda como reino del cambio y del desvarío.  Para las cosas de la ciudad, las llamas son su material:  

Hay huracanes en la siesta del caimán

y ciudades en llamas junto a los cerros

cuyas enormes brazas danzan

contra un cielo morado

............

y arde

el fuego, lo más vivo  

                (De Este Lugar de la Noche, XXXVII).

 

El fuego, en estos poemas  se identifica con el sol y, más concretamente, con el verano.  Las “ciudades en llamas” arden y, entonces, no sólo este arder sirve para la transformación del cosmos—como en Heráclito—sino que se establece como región donde se purifican las almas a través del martirio.  Ese fuego, “lo más vivo”, pasa a convertirse en “cruces, esqueletos de pájaros” (Poema XXXVII), o bien, en una tierra como “piel tostada” que se agrieta para dar paso a la sangre que hierve en torno a un espacio terrible y hermoso a la vez.  El incendio cerca del cerro, la ciudad-candela, ha perpetuado su horror y su belleza.  Es un lugar de contradicciones, es el fuego que cobija en la fría noche, pero que deja también su sello de ceniza en los cuerpos de los paseantes.

Además, toda la ciudad está en movimiento; todo  vibra, palpita, vive.   “El cambio presupone algo que cambie.  Y presupone que, mientras cambia, este algo debe permanecer idéntico (...).  Es esencial a la idea de cambio que la cosa que cambia retenga su identidad mientras cambia”  (Popper, 1964: 18)  ¿Qué permanece, para Arango, mientras la ciudad arde en sus llamas sacras y profanas?, o bien, ¿Qué es lo que cambia mientras el todo permanece en llamas? La gnoseología del poeta frente a este fenómeno plantea el problema de la realidad y la apariencia. Como ser que vive el cambio y el fuego, que lo observa y es observado, sabe que en medio de esas llamas nada hay seguro, que todo es apariencia, alocado ritmo. La armonía de la casa en llamas, la ciudad, se acaba en este devenir cuando:  

El techo que cubría un fuego manso

arderá

 

y entonces nada habrá seguro

y será necesario de nuevo cavar

hacer 

                (XXVIII. El subrayado es  nuestro)

 

De modo que lo único que permanece como “cierto” es el cambio, ese fuego allí, en mí, frente a mí; ese fuego que soy yo y mi “otredad”, que evoluciona, destruye y construye la duda, la inquietud.  Lo único cierto, dialécticamente, es la interrogación.

En este proceso entre la apariencia, lo verdadero y lo que permanece en el cambio, el poeta sueña y conoce el mundo a la vez. En el sueño-conocedor todas las cosas adquieren un sentido; el sentido del fluir para ser interrogadas.  Cuando tiembla la llama-ciudad, se agita la interrogación del soñador.  Todo se dramatiza para bien del conocimiento, es decir, el saber se vuelve trágico pero necesario para el poeta.

Esta “estética del fuego” es trasladada también por el poeta a la concepción judeocristiana.  El sujeto que interioriza y es interiorizado por el objeto, es decir, que intersubjetiviza las partes y el todo, siente cómo sus ojos se encandelillan ante esa fenomenología siniestra, desembocando en una simbólica del fuego-infierno donde más que cambios hay padecimiento, flagelación irresistible:  

porque hoy el verano posee las plazas

y en el muro de piedra

avanza la erosión de la luz

que también gasta mis ojos        

            De Este Lugar de la Noche.  XXIV. (El subrayado es nuestro).

 

Esta luz que come, que duele en los ojos y gasta

los muros.  (“Alegría de los sentidos”)     


Aquí la luz, como dice Bacherlard, es “entonces una sobrevalorización del fuego.  Es una sobrevaloración puesto que da sentido y valor a los hechos que nosotros consideramos hasta ahora como insignificantes” (1975: 33).  Estos hechos no son más que el incendio provocado en la ciudad.  “La luz es el genio del proceso del fuego”, decía Novalis; el fuego tiene su verdadero ser cuando se convierte en luz, en esa luz que ilumina y quema los ojos.  El Ser de la luz es el Ser de la llama mayor, quemante, sufrible.  El poeta, parafraseando a Arthur Rimbaud, pasa su temporada en el infierno, asumiendo radicalmente aquello de que “la rebeldía consiste en mirar una rosa hasta que se pulvericen los ojos” (Alejandra Pizarnik). 

La ciudad no es entonces sólo una casa en llamas mutante, heracliteana, sino también un infierno judeo-cristiano, un paraíso perdido en calderas y abismos jamás soportables. En muchas culturas se sabe que algunos héroes para llegar a ser Iniciados “bajan” al infierno, prueban las llamas  para ganar la gloria, conquistar su eternidad.  Según Mircea Eliade:  

Se sabe que el chamán baja a los infiernos para buscar y sacar el alma de un enfermo que ha sido arrebatada por los demonios. También Orfeo baja a los infiernos para buscar a su esposa, Eurídice, que acaba de morir.  Mitos análogos existen en otras partes (...) en los mitos polinesios y centro asiáticos, el héroe triunfa; en los mitos norteamericanos conoce el mismo fracaso de Orfeo (...) señalemos, en fin, que también Jesús baja a los infiernos para salvar a Adán, para restaurar la integridad del hombre caído por el pecado (1983: 178)

 

Recordemos que Orfeo era el cantor domador de las fieras, el médico, el poeta, el civilizador similar al chamán que cumple su papel de amigo, poeta y curandero.  Así, el poeta,  como todo Iniciado pasea por la ciudad, baja a los infiernos que es la ciudad, se introduce a ella tal vez para salvar su alma, la de su amante o a la humanidad entera:  

Día a día debiste hacer tu jornada de lento  viajero

para llegar a este minuto

en que la radical extrañeza

de todo te hiere

 

y un trueno estalla en la mañana, súbito

y es después el silencio filoso de los sueños  

                   (De Este Lugar de la Noche XXIII)

 

1

Como repiten las manos

del ciego la forma

de una vasija

 

    o recorren un rostro, minuciosamente

 

así voy, en la noche, por

la ciudad

                             (mujer

rencorosamente poseída

y vasto territorio del tacto:

 

conozco

el sabor agrio de tu sexo)

 

2

rincones insidiosos, pasajes

ocultos, normas

arteras

 

y en mí

un mapa de la oscuridad

                         (“Ciudad”)

 

 

Bajó al helado

depósito de la morgue,

en el sótano oscuro

del hospital

 

Allí la halló

desnuda.

Una etiqueta en el tobillo

con un número.

                                (Eurídice)

 

El poeta se vuelve héroe y hasta se sacrifica.  Al pasar por estos rincones insidiosos está fuera de sí. Su paseo es terrible, pero necesario.  Camina por una ciudad-infierno con  “olor de incendio”  producto del verano que tuerce las puertas:  

1 

En la cuneta el perro envenenado

muestra sus dientes amarillos.  Verano.

 

Un sol de cobre

que aporrea la nuca

y las caras aniñadas de los soldados bajo los

                                                           cascos.

 

Notarías, casas de putas, bancos, funerarias.

.......................

 

Bajo la suela

sentirás el asfalto

quemándote la planta

 

Respira la aridez del aire,

el olor a betún, el polvo.

                        (“1 P.M.”)

 

¿Qué sucede en el interior del poeta cuando siente el ardor del verano que fulmina sus ojos?  Pide, como todo cristiano, rescatar el paraíso perdido; implora salvación o perdón, desea que se le ubique en “otra parte”, en la otra orilla, en el sueño de lo imposible.  Entonces se abre a una rebeldía metafísica, obsesionado en triunfar  con su deseo sobre la realidad.  Lo metafísico cristiano se metaforiza en esta petición y súplica: “mirando las colinas deseo una casa de tierra junto al mar a la legua del agua”.  (De Este Lugar de la Noche, XXIV).

De esta manera, la dialéctica del calor y del agua, se manifiesta en las simbólicas de la ciudad-infierno y la ciudad-paraíso acuoso.  El agua, como fecundidad y deseo de volver al origen materno, al reino de lo acuoso, al vientre con su feto, a la unidad primordial, choca con un espacio que es asilo y laberinto, donde la erosión de la luz avanza y gasta los ojos; se topa con el infierno ganado por la caída, el pecado, la culpa, con el rompimiento del cordón umbilical. Este fuego crea el reino de lo estéril-patriarcal, contrario a la fertilidad matriarcal, a lo femenino atribuido al agua por la imaginación popular y la imaginación poética.  El fuego de la ciudad hace desear “una casa de tierra junto al mar a la legua del agua”, el rito primigenio, la vuelta a Adán y Eva cuando estos dominaban sobre los animales y toda la naturaleza; una casa que no esté en llamas, sino que sea espuma, río, frescura, un paraíso donde huir y refugiar su acaloramiento vital.  El poeta, reconoce “en la sustancia del agua, un tipo de intimidad, intimidad muy diferente de las sugeridas por las profundidades del fuego o de la piedra” (Bachelard, 1993: 14).

De nuevo el simbolismo del Iniciado, del poeta, del místico que se inmola, sale a reducir como una conjugación de tradiciones que provienen de múltiples orígenes.  Mircea Eliade escribe que “según los padres de la iglesia, la vida mística consiste en un retorno al paraíso.  Una de las características de la restauración paradisíaca, será, precisamente, el dominio sobre los animales, que ya es privilegio de los chamanes y de Orfeo...” (1983: 180).  La querencia del retorno al paraíso es simplemente el deseo de volver a la unidad primordial humana cuando “los primeros hombres realmente y sin esfuerzo, podían subir al cielo” y “cuando por su parte los dioses bajaban regularmente a la tierra para mezclarse a los humanos” (1980: 180).  Pero debido a una falta o pecado, se rompieron estas comunicaciones con los dioses—o Dios—y estos se retiraron al fondo del cielo.  Entonces el hombre se hizo mortal, histórico, trabajador, víctima de sí mismo y del mundo.  Sólo el chamán, el poeta, mediante su destino y oficio, logran restablecer—parcialmente—las comunicaciones con el cielo y el diálogo con la condición paradisíaca primordial.  Esta unión se realiza en el éxtasis por la recuperación de su condición cósmica-metafísica.  Entonces como escribe Arango: “En la algarabía/ de los vendedores de fruta/ olvidados dioses hablan” (De Este Lugar de la Noche I), o bien, “con los ojos ariscos del venado/ que atisba por entre las ramas oscuras/ un dios fugaz podría aparecer de pronto/ y sería la fiebre de su mano en la mía/ y el peso del corazón el llamado de la tierra”. (De Signos IX).

 El anhelo de suprimir el tiempo histórico, al que fuimos condenados a “caer” por nuestra falta primigenia, se observa cuando el poeta quiere rescatar su niñez perdida a través del recuerdo en una ciudad- infierno, y retornar a esa unidad primordial de la infancia, región mágica donde él se unía a los dioses como otro dios:  

Infancia

vuelta a encontrar, al morder una fruta

en su sabor olvidado (“Paraíso”)

 

En sus simbologías arquetípicas y míticas, el poeta, con el fuego de Heráclito, ha conocido la perpetua transformación dialéctica; con el fuego judeocristiano, pide no ser abandonado por su padre en estas regiones que gastan los ojos y donde “un sol de cobre... aporrea la nuca” (“1 P.M.”).  Como Empédocles se lanza al fuego, igual que una polilla a la llama.  El poeta sufre complejo de Empédocles, instinto fáustico de muerte por fuego:  

Quizá la locura

es el castigo

 

para el que viola un recinto secreto

 

y mira los ojos de un animal

terrible  

                        (“Hölderlin”) 

 

Y como Hölderlin, desea soportar el rayo de los dioses con sus manos para iluminar a los mortales, pero, igual al poeta romántico alemán, este desafío es grande y cuesta una vida, será fulminado por Apolo, será víctima de Apolo, del fuego:                   

El poderoso elemento, el fuego de los dioses, la tranquilidad de los hombres, su vida en la naturaleza, su limitación y contentamiento, me   han impresionado siempre y, como se repite de los héroes, bien puedo decir que Apolo me ha herido.  (Carta de Hölderlin. Citada por Heidegger, 1982: 142).

 

El poeta se inmola, es la mariposa que quema sus alas en la lámpara sin que se tome el cuidado de apagar la luz (cfr. Bachelard, 1975: 54), quemando su atavío, su Ser en la ciudad-infierno. 

Existe también, en algunos poemas de Arango, una cierta correspondencia Baudelairiana entre el fuego y lo vegetal, el agua y la llama, lo quemante y lo refrescante:  

Como un fuego vegetal

por la cara sombría

de las vendedoras de flores

rebrilla el rojo de las rosas

                                                      (“Baldío”) 

La analogía es mayor si la observamos bajo la luz de las ambigüedades dialécticas a que nos tiene acostumbrado este poeta.  Arango ha reunido en éstas cuatro palabras: “como un fuego vegetal” la simbólica del fuego con la del agua, la savia acuosa con el fuego árido, la ciudad del sueño paradisíaco con la ciudad de la pesadilla.  Se observa, aquí la ambivalencia de lo simbólico.  El fuego también está en aquel “rojo de las rosas” fusionando, de nuevo, en la imagen poética, el agua vegetal con el fuego eterno. “Entre todas las flores, dice Bachelard, la rosa es realmente una fogata de imágenes para una imaginación de llamas vegetales.  Es el ser mismo de la imaginación de pronto persuadida”  (1975: 81).  De ese modo, escuchamos y sentimos que nos queman estos versos del poeta Arango:  

Si en mitad de la noche

nos despierta un olor de incendio

 

y abrimos la ventana y entre los árboles

hechos de dura sombra está sólo

el aroma de las frutas en sazón

 

que más sino la dolorosa alegría

de que nos hayan visitado una vez

los rojos querubines del fuego.

                                   (“Visita”)

 

“El rojo de las rosas”, “el aroma de las frutas en sazón”, los árboles bajo ese “olor de incendio”, son imágenes que forman una “unidad de fuego” (Bachelard) entre el sol (verano), lo vegetal y la ciudad.  El calor del verano en la ciudad desciende y penetra en las flores y frutos del mercado, el sol de ciudad habita en las flores de ciudad, ha incendiado sus nervios, el corazón de las cosas.  Agua y fuego entonces pasan a ser unidad primordial, metafísica material, dos simbólicas que se unen para alimentarse.  La diversidad cósmica de estos dos elementos se disipa.

Así, en ésta poética, el agua se integra a la petición de lavar la culpa que mancha al poeta por descender a los infiernos (ciudad-infierno); el poeta, como aclaramos más arriba, desea un paraíso de agua dónde clausurar su marcha; lavarse en este simbolismo acuático significa renacer, limpiar la culpa, surgir como un “hombre nuevo” histórico y Mítico. La “imaginación material” se conjuga aquí con una concepción moral, surgida a través de la meditación sobre estas sustancias elementales. Ambas simbólicas se identifican en tanto que resumen el deseo del cambio, el fluir eterno dentro de lo “real”; la necesidad de transformación, pero también de purificación.  Tanto el fuego como el agua son ríos que fluyen y lavan a quien los mora: el río de Heráclito habita también en el infierno y en el cielo judeocristiano.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

 

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-----------1994. Discursos interrumpidos. Buenos Aires: Planeta- Agostini, 206 pp.

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URIBE CELIS, C. 1992. La mentalidad del colombiano. Santafé de Bogotá: Ediciones Alborada.

 


[1] El presente artículo hace parte del libro La ciudad poema. La ciudad en la poesía colombiana del siglo XX, Bogotá: Ediciones Universidad de la Salle, 2011.

[2] Filósofo, Doctor en Literatura. Docente de planta en la Maestría en Comunicación-Educación de la Facultad de Ciencias y Educación, Universidad Distrital Francisco José de Caldas, Bogotá-Colombia.  E-mail: [email protected], [email protected]

[3] Podemos sintetizar el espíritu premoderno y su manifestación sobre todo en Colombia, como el de la tradición que impone la clase terrateniente conservadora, acérrima defensora de la contrarreforma y el catolicismo españoles, de la monarquía con sus consecuencias de estado confesional, que ataca al laicismo y a la educación laica.  Su visión del mundo impone una lógica del respeto a los dogmas cristianos y una “igualdad de los hombres basada sobre categorías transcendentales y eternas”, según palabras de Laureano Gómez.  (citado por Uribe Celis, La mentalidad del colombiano, 1992: 118).

Todo lo que significa cambio o impulso a la modernidad es repudiado por la conciencia premoderna: la revolución francesa, el liberalismo burgués, el proceso del capitalismo con su revolución industrial, la libertad, la igualdad, la fraternidad, como también todos los sistemas filosóficos surgidos desde y por la Modernidad.

“El púlpito fue en todo el país el aparato reproductor de esta ideología, masiva y prioritariamente más activo hasta bien entrado el siglo” (Uribe Celis: 122).  La iglesia tiene en la premodernidad más poder que una monarquía absoluta, al decir, de Critopher Abel.  A través de ella se sacralizan todas las instituciones del Estado.  Las consecuencias de esta mentalidad se observan en la gestación y desarrollo de nuestras ciudades, cuyas manifestaciones híbridas y sincréticas revelan un proceso traumático y agónico.

 [4] Según Jean Lacroix, “La noción de pecado tiene dos sentidos; el pecado original de Adán y Eva y los pecados cometidos por todos los hombres después de los primeros padres.  al primero se le da el nombre de pecado original, no de originario; es decir, es un pecado histórico y no de naturaleza (...)  el pecado original no cambia ciertamente esta naturaleza.  Designa un estado de privación relativa, de situación histórica perturbada por ésta primera falta”  (Lacroix,  1980: 51-52).

[5] Para Santo Tomás y los escolásticos existen dos clases de pecados: los que, no rechazando   a Dios se  olvidan, sin embargo, de El (pecado común en la mayoría de los cristianos no de mucha gravedad) y el verdadero pecado que consiste en negar a Dios y hacer del hombre un Dios.  “El rechazo del amor divino, dice Lacroix, su reconocimiento y libre negación, de una forma continuada y voluntaria, son los constitutivos de los que llamaban (los escolásticos) aversio a deo.  El estado de pecado así entendido, si es conscientemente aceptado, ensalzado y querido, constituye exactamente al infierno (...) el infierno en sentido ordinario, el infierno definitivo, sería el estado de un hombre que, lúcidamente, mantendría eternamente este estado, lo que escogería libremente y para siempre” (Lacroix: 52).  Confróntese la anterior frase de Lacroix con nuestra relación en este capítulo entre la ciudad - infierno y la condena que paga el poeta en ella por desear el absoluto y por ser rebelde metafísico.

 [6] Sin embargo, aclaramos con Mircea Eliade que “no queremos decir con esto que el Judaísmo o el Cristianismo hayan ‘tomado en préstamo’ estos mitos, y estos símbolos de las religiones de los pueblos vecinos; no era necesario; el Judaísmo heredaba una prehistoria y una larga historia religiosa en las que existían ya todas estas cosas”  (1983: 172).