Guillermo Camacho



    Escritor colombo-danés y editor de la revista Aurora Boreal.



 

Tengo ochenta y tres años. De joven me gustaba el bandoneón de Astor Piazzolla. De vieja afortunadamente me sigue gustando. Mi escueta biografía está llena de vericuetos porque nací en Rusia y de niña viví en la Alemania nazi. Me casé en Colombia. Nunca tuve hijos. La empleada fue la que tuvo la hija por mí. Viví en una casa en la carrera Treinta en frente de la Universidad Nacional donde pasé, tal vez, los mejores años de mi vida. Pero un día se me murió Ángel y me quedé sola en ese caserón inmenso con la empleada y su hija. Me dio por Piazzolla. Me la pasaba escuchando la milonga del Ángel, una, dos, tres, cuatro, trescientas veces. No me cansaba. Venía la empleada y me decía, señora hay que hacer mercado, hay que pagar la luz, los impuestos y yo le contestaba, pues ande y haga, ande y pague y déjeme tranquila con mi milonga del ángel encerrada con mis pensamientos. En ese letargo eterno me la pasé, no sé, dos, tres años. La vida. A otros les da por vestirse de luto. Cada cual tiene su forma de morir lentamente, de llorar su pena. Mi pena fue con tango de Astor Piazzolla, con la milonga de mi ángel, con biyuya, con libertango, con chinchín o un verano porteño. Con su maravilloso adiós nonino. Me levantaba y escasamente me vestía o me bañaba. Ponía  a Piazzolla y me paraba en la ventana a ver pasar el tráfico por la carrera Treinta. La empleada volvía y me decía, señora que hay que pagar el agua, que hay que hacer mercado, que hay que arreglar la humedad del baño de las visitas y mandar a la niña al colegio. Yo le volvía a repetir haga, haga, compre lo que tenga que comprar, arregle lo que tenga que arreglar, pague lo que tenga que pagar y eduque a su hija donde quiera.

La matriculó en el kindergarten de Tante Cohrs. Después la metió a la escuela alemana. Yo no dije nada, para eso era su hija y no la mía.  Para ese entonces ya había descubierto a Mumuki y la magistral suite Punta del Este de Piazzolla. Pero lo más importante, una tarde, cuando la niña volvió del colegio, entró al oscuro comedor donde escuchaba a Piazzolla mientras yo tomaba cualquier sopa a la fuerza para no morirme de hambre y me tomó de la mano. Me dijo, señora Ayuska desde hoy va a comer con nosotras en la cocina. La niña efectivamente me adoptó aquella tarde. Me prohibió que volviera a escuchar la balada para mi muerte y la balada para un loco. Sólo me dejaba escuchar Adiós Nonino. Debo corregir y añadir, después que hacía sus tareas del colegio  mientras su mamá salía a pagar todo lo que había que pagar y compraba todo lo que se debía comprar para que nuestra vida pudiera seguir siendo una vida normal, se sentaba conmigo y ponía a Piazzolla y escuchábamos Adiós Nonino mientras me decía, ¡yo también lo extraño a mi Nono! Luego me agarraba la mano fuerte y las dos llorábamos en silencio. La niña y la loca. La vieja.

Su mamá continuaba trabajando en la casa de arriba abajo. Cuando la niña llegaba del colegio me llevaba agarrada de la mano y comíamos las tres en el comedor de la cocina. Sólo hablaba la niña.

Una mañana me dijo su mamá, señora la niña se va a graduar del colegio. Tenemos que encontrarle una universidad. Yo le respondí, mande a la niña a la Universidad Nacional que está en frente de la casa y es la mejor. Pero ella me contestó, no señora ésa es para comunistas que no quieren graduarse y sólo hacer la revolución y a la niña debemos educarla cuanto antes y muy bien  para que la siga manteniendo porque yo me voy a morir pronto y el dinero se está acabando.

Efectivamente se murió y tenía razón: la plata se estaba acabando, la Universidad Nacional se la pasaba de huelga en huelga mientras yo veía como la policía correteaba por la carrera Treinta a los estudiantes que tiraban piedras. Me alegraba que a la niña no la habíamos mandado a esa institución. La graduamos por otra, de curas jesuitas, que aunque nunca me los he podido aguantar, debo reconocerles que su claustro le dio a la niña una visión de la vida que le permitió escalar muy alto en su mundo profesional. Llegar muy lejos. Bien en la cúspide. Pero a pesar de que llegó a la cumbre, siempre volvía a casa, me tomaba de la mano, me llevaba al comedor de la cocina, comíamos. Después hacía sus tareas, sus lecturas, sus estudios y sus asesorías. Lo que fuera. Cuando terminaba me ponía a Piazzolla y escuchábamos Adiós Nonino mirando por los ventanales la carrera Treinta con su tráfico que nunca se detiene, como la vida. Como un tango de Astor. Una tarde me trajo a su marido o al que sería su marido. Comimos en el comedor de la cocina aunque estoy segura de que él hubiera preferido comer en el largo comedor que no utilizábamos hacía más de veinte años. Después nos llevó, a él y a mí, a la ventana. La niña nos tomó a cada uno por una mano y los tres escuchamos Adiós Nonino mientras veíamos pasar los buses y los autos por la carrera Treinta. Unos meses mas tarde se casaron y fueron felices. Seguían viniendo sin falta y seguíamos repitiendo nuestra rutina  pero ahora los tres. Así pasó la vida y siguió pasando mi biografía escueta como la de Colombia que se deformó, se destruyó, se acabó aunque yo sólo veía la carrera Treinta y no veía absolutamente nada anormal. Se agrietaba Colombia. Pero a mí eso no me importaba.

La tarde que me dijeron que nos iríamos todos a vivir a Alemania porque en Colombia ya no había caso a pesar de mis ochenta y dos abriles, esa tarde también escuchamos a Piazzolla. Me contaron que en Colombia ya no se podía vivir. ¡Es que hasta secuestran a los niños! Pero yo observaba por la carrera Treinta con su tráfico de buses que en vez de disminuir seguía aumentando. Y me llevaron nuevamente a Alemania. Allá donde viví como niña rusa. La niña no tiene ni idea de lo que fueron los nazis. De lo que le hicieron a mi familia. A mi padre, a mi madre, a mis hermanos, a mi Elías que se lo llevaron ante mis ojos como si estuvieran tocando la Suite Punta del Este. Llegamos una mañana y la niña tuvo la precaución de traerme todos mis discos de Astor Piazzolla como si fuera nuestro libertango. Yo le decía, no niña mía si es nuestro amelitango y ella se reía y me decía querrás decir nuestro alematango. Encontramos una casa sin carrera Treinta ni Universidad Nacional enfrente. Me desvelaba pensando ¿ahora dónde van a estudiar mis nietos? La niña me calmaba y me decía, tranquila mi Nonita que este es buen país y el invierno ya va acabar. Pero ella no sabía lo que yo sabía de los nazis y de aquella época que sólo pudo calmar mi Ángel marido y luego cuando él ya no estaba, mi Astor Piazzolla con mis buses de la carrera Treinta.

Lo hicieron bastante bien. A los nietos los matricularon en el colegio, al verdadero kinder de Tante Cohrs. La niña y su marido consiguieron trabajo. Ella siguió meticulosamente pagando todo lo que había que pagar y comprando todo lo que había que comprar y haciendo todo lo que había que hacer para que pudiéramos seguir llevando una vida decente. Me aguanté que no teníamos carrera Treinta enfrente. Me aguanté el primer invierno gracias a todo mi repertorio de Astor que me lo escuché de madrugada a escondidas mirando nevar como en mis mejores años de soledad. Mirando los pájaros perdidos. Volví a escuchar Balada para mi muerte y Balada para un loco hasta que un día me confirmaron que los alemanes no me querían dar seguro. La niña llevaba más de un año bregando con todas las compañías de seguros privadas de Alemania. Todas la rechazaban. ¡Obvio! Nadie quiere asegurar a una vieja de ochenta y tres años. Sí, alcancé a cumplir los ochenta y tres años en Alemania. Ni siquiera la Alliance, la compañía más grande de seguros de Europa quiere correr semejante riesgo. A un viejo no se le asegura y punto. La vieja no es rentable, le había dicho en su mejor hoch Deutsch el empleado de la compañía de seguros.

Aquí estoy otra vez parada en mi ventana de mi carrera Treinta en Bogotá. Me reabrieron la casa. Me contrataron una enfermera que me obliga a comer en el comedor oficial y me grita, vieja terca, ¿por qué quiere siempre sentarse a comer en la cocina? Ellos se devolvieron a Alemania. Pero me aguanto a la enfermera porque tengo mi carrera Treinta, mis buses y mi deteriorada Universidad Nacional enfrente aunque la niña tal vez ya no volverá. De Colombia, afortunadamente no veo ni un sólo hueco y la verdad, no me importa. Eso es problema de los violentos. Para despedirme veo aquí frente a mis ojos mi póliza de la Colombiana de Seguros que la mamá de la niña me compró hace más de treinta años, se preocupó de pagar cada año sin falta, y que la niña ha seguido pagando y seguirá pagando hasta que me muera. Porque para colmo de males, la Colombiana de Seguros no se puede deshacer de la póliza pero si tuvieran la oportunidad, no vacilarían ni un minuto en hacerlo.  En eso todas las compañías de seguros del mundo son iguales.  No importa si están en Alemania, en Japón o en Colombia, la violenta. Los viejos no somos rentables y ninguna compañía de seguros es tan ingenua como para correr el riesgo de asegurar a un viejo. Afortunadamente me queda mi Piazzolla y mi Adiós Nonino.

 

Fotografía Guillermo Camacho © Guillermo Camacho