Rodolfo Villa Valencia

        Santiago de Cali, Colombia, 1978. Realizó estudios de Literatura en la Universidad del Valle. Ha sido ganador de varios concursos de cuento en Colombia, entre ellos Primer Concurso Nacional de Cuento, RCN-MEN, 2007; Primer Concurso Regional de Cuento “Johann Rodríguez-Bravo”, Popayán, 2009; XII Concurso Nacional de Cuento “Jorge Gaitán Durán”, Cúcuta, 2011. Finalista en el Concurso Nacional de Cuento “La Cueva”, Barranquilla, 2011. Ha publicado dos libros de cuentos: Mañana al medio día, Cúcuta, Gobernación de Norte de Santander, 2012; Quién llama a esta hora, Cali, Universidad del Valle, 2012. Cuentos suyos han aparecido en las revistas Hybrido y Revista Universidad de Antioquia. También en el libro Segunda antología del cuento corto colombiano, Bogotá, Universidad Pedagógica Nacional, 2008.


    Ella muere

 La abuela se sentaba en el antejardín de la casa a mirar el cielo y a rezar el rosario. De un momento a otro se paraba, caminaba hasta un resucitado rojo, arrancaba una flor y la ponía en una de sus orejas. Resultaba una hermosa combinación: el granate de la flor y su piel negra. Entonces, me llamaba.

—¿Estoy bonita, hijo? —preguntaba.

—Siempre —respondía yo. Me sentaba a su lado, en el brazo de la silla, la abrazaba y le daba un beso. Ella callaba. Yo entraba nuevamente a la casa y continuaba con mis asuntos. De pronto, me llamaba de nuevo.

—Dime.

—Tráeme agua, fresca, de la llave.

—Mejor un jugo, abuela —decía yo.

—No. Mejor agua. Las flores se riegan con agua.

La abuela era única. Tenía ojos oscuros, pestañas crespas y cabello prieto. Permanecía con faldas largas. Sus pies eran pequeños. Me gustaba mirar la línea que separaba sus pálidas plantas del resto del pie. Siempre pensé que así de imperceptible debía ser la línea que separaba la vida de la muerte: un agónico límite indefinible. Trabajaba de palmo a palmo. Desde que la recuerdo se ganó la vida vendiendo pescado. “Pescao”, decía ella, “así tiene mejor sabor. Si tú le pones la d, le quitas sabor”. Entonces se reía con sus dientes blancos, una sonrisa bullosa, embrujadora, y me abrazaba.

También era dura. Castigaba con mano fuerte y no titubeaba cuando quería hacerle saber a uno que estaba disgustada. “Te voy a castigar, por esto, por esto y por esto”, y enumeraba los motivos. Soltaba el látigo, un azote hecho de mimbre que dolía como dolió la muerte de mamá.

Mamá murió en abril. Hace diez años. Sola. Un abril lluvioso y frío.  Tenía diabetes y ya había perdido parte de una pierna.

—Ando chunca, mijo —me decía—. Tengo una pierna de carne y una de palo. A veces no sé cuál es cuál, se me confunden.

—Exagerada —respondía yo.

—No. Es verdad. En ocasiones siento comezón y no sé en cuál de las dos.

Una vez me enseñó una de sus manos. Estaba hinchada.

—Mira —me dijo—, esto fue por rascarme la de palo —y sonrió.

Ella no era tan linda como la abuela, pero era mi madre. El color de su piel oscilaba entre el negro, el café y el azul. “Eres una negra cafeazulada”, le decía yo.

—¿Azul qué? —preguntaba.

—Digo que el color de tu piel va del negro al café y del café al azul.

Hacía frío y yo estaba en la escuela. Era abril, víspera de Semana Santa. Por la ventana del pequeño salón donde la profesora se empeñaba en hacernos aprender las clases de verbos que existían, llegaba el viento de la tarde, el viento más lúgubre que pueda llegar a sentir alguien.

—Morir —dijo la profesora Anita.

No alcancé a escuchar.

—Morir, Boris —repitió más fuerte.

—¿Cómo dice, maestra? —pregunté.

—¿En qué piensas, Boris?

—En el infinito, maestra. Debe ser como el hueco de esa ventana: sin fondo y frío.

En ese instante tocaron a la vieja puerta de madera del salón. Era la rectora. Entró, dijo algo al oído de la profesora y me señaló. Dejé de sentir el frío que entraba por la ventana y comencé a sentir el miedo del castigo: barrer todo el patio, un rectángulo de cemento lleno de huecos y de la basura que había quedado del recreo. Pero también pensé que no había hecho nada malo. Me puse de pie.

—Señora —dije.

—Tome sus cosas y salga.

Algo me hizo suponer lo que iba a decirme. Recordé la pregunta de la maestra.

—Es irregular —dije.

Me miraron.

—El verbo morir es irregular —repetí.

La maestra me miró. Una lágrima nació de su alma.

—Yo muero, tú mueres, ella muere… —terminé de decir y salí.

Era viernes. Mi abuela y yo solos. Ella, con su olor a río revuelto, a amanecer de costa; yo, con mi saquito de lana atravesado por el tiempo. Uno que otro vecino ayudando. Otros, curioseando. Mamá en el cajón, linda, con su vestido blanco, el de las fechas especiales. La dejamos de ver el domingo de Ramos.

La abuela continuó trabajando, todo el día, quizá de esa forma las horas se le hacían menos difíciles. Yo seguí en la escuela y mejoré, era como si mamá me ayudara desde alguna parte y me dictara las tareas, respondiera mis exámenes. Cuando terminé, pasé algunos años ayudándole a la abuela con su negocio. Yo iba y volvía cargando los pescados. Llegábamos al punto de trabajo y ella me ponía a hacer alguna cosa, evitaba de cualquier forma que yo permaneciera  a su lado.

—Yo quiero ayudarte —le decía.

—No quiero que aprendas esto —me contestaba—, es un asunto de negros, y tú estás mejorando la raza. Cuando crezcas, vas a casarte con una mujer blanca y mis bisnietos van a ser más claros, con el pelo liso, con la vida más tranquila —y amenazaba con castigarme si no obedecía.

Así fue siempre. De lo que no se percató, lo que nunca calculó fue que, sin pensar, en las mañanas, muy temprano, con todo el amor e inocencia del mundo, estaba decidiendo mi profesión.

—Mira —me decía mientras sus manos iban y volvían con una masa incolora e informe.

Yo la miraba. No sabía si era más hermosa con la flor en la oreja o con las manos blancas de harina.

—Para esto hay que tener paciencia —aseguraba—. Es mejor porque aprendes a hacer tus cosas y no tienes que comer cocinado de otros.

Miraba sus ojos, sus manos, su cabello amarrado. Ella metía la masa en forma de aros al horno y alistaba las cosas para salir a trabajar. Ese instante era feliz. Recordaba a mamá. Tenía el mismo amor, la misma sangre, hasta parpadeaban igual. Un instante después sacaba los pandebonos y comíamos. Sólo nosotros dos y Dios conocíamos el sabor de aquello. Adopté la costumbre de colocar en un plato, sobre la mesa, un pandebono y un poco de chocolate.

—¿Qué haces? —preguntaba.

—Le doy un poco a Dios —respondía—. Si Él quiso compartirte conmigo, pues yo comparto las cosas que tú haces con Él.

Ella sonreía y me daba un beso en la cabeza. Salíamos a trabajar, y mientras ella retiraba escamas yo recordaba la lección. Regresábamos a casa, yo recogía el pandebono que continuaba como si estuviera recién hecho y me lo comía. La abuela cocinaba y almorzábamos. Después ella iba al antejardín y se sentaba. Así pasó mucho tiempo, el suficiente para convertirme en el mejor panadero.

Hace un mes, en abril, estando yo recostado mirando una lagartija bajar por la pared, ella me llamó.

—Dime, abuela.

—Tráeme una flor —me dijo.

Su sonrisa ya no estaba. Fui por la flor y me pidió que se la pusiera en la oreja.

—¿Te sientes bien? —pregunté.

—Sí —contestó—. Sólo un dolorcito, dulce, tranquilo.

—¿Qué te duele? —pregunté, sentándome a su lado.

—Los recuerdos, mijo —contestó, dejando su mirada fija en el cielo.

 

     Casualidad

Lo único que yo quería era llegar a casa. Estaba cansado. Aquella tarde fue bastante pesada y a decir verdad no llevaba ganas de hablar con nadie. Mis piernas estaban entumecidas, la cabeza me dolía y las manos las tenía agotadas. Pensaba que debía llegar y preparar la comida: tarea nada difícil para mí porque desde niño aprendí a defenderme en la cocina gracias a las enfermedades de mamá. A papá nunca lo conocí. Soy hijo único.

Esa tarde salí de trabajar y me mojé porque llovía. Abordé el bus y me senté del lado de la ventanilla. Reposé la cabeza contra el vidrio. La calle estaba solitaria y llena de charcos. Me distraje un poco. Al cabo de un rato noté que a mi lado había alguien sentado. Una mujer. Me di cuenta de esto porque pronunció algunas palabras.

—Hace frío.

—Sí —respondí sin darle importancia.

—Bastante.

—Allá afuera más que acá —dije después de mirarla.

Volví a recostar la cabeza contra el vidrio y continué mirando la calle. Recordé a Luisa. Era una mujer muy especial. La última vez que hablé con ella fue el día que decidió irse de casa. Yo no quería pero era lo mejor. De eso hace ya algunos meses. Quizá esté más hermosa; ella siempre lo ha sido. Al parecer esto

último lo dije en voz alta porque aquella mujer me interrumpió de nuevo.

—¿Qué?

—Nada —le respondí mirándola a los ojos.

—Usted dijo algo.

—¿Yo? No. Simplemente pensaba.

—Se va a enloquecer.

—Tal vez. Sería bueno que eso sucediera. Al fin y al cabo no he ganado nada estando cuerdo.

Miró fijamente la calle y después preguntó con cierto dejo de timidez:

—¿Cómo te llamas?

—¿Yo? Leandro. ¿Y vos?

—Luisa.

Un frío agobiante subió por mis pies y se instaló en mi mirada. Luisa, pensé. Simple casualidad. Miré la calle. La miré nuevamente.

—¿Luisa, decís?

—Sí, Luisa. ¿Por qué? ¿Pasa algo?

—No. ¿Qué hora es? —no sé por qué hice esa pregunta.

—Las seis y cuarenta —me contestó sin mirar el reloj.

Esta vez su voz ya no tenía ese rastro de timidez. Por el contrario, me habló más confiada y con dulzura. Las seis y cuarenta, repetía en mi mente sin dejar de mirarla a los ojos. Luisa solía llegar a casa entre las seis y media y las siete. Mientras yo llegaba, colocaba la comida en la estufa y veía televisión. Aquella mujer, su voz —en este instante se me ocurre que era la misma—, su nombre.

—¿Vas para tu casa? —dije.

—No sé. En ocasiones no sé para dónde voy. Supongo que sí.

—Al parecer no tenés afán.

—No. ¿Por qué?

—Porque podríamos… Tal vez… Si vos querés…

—¿Qué? —dijo casi gritando. Quizá no le gustaron tantos titubeos.

—Podríamos comer juntos —me arriesgué esperando cualquier tipo de respuesta, y no la que recibí—. Te invito a mi casa.

—Bueno. Pero… sí, está bien.

—¿Ibas a decir algo?

—No. Olvídalo.

Afortunadamente íbamos llegando porque de lo contrario no hubiese sabido qué más agregar. Me preguntaba si lo que estaba haciendo era lo correcto, si decididamente era lo que quería decir, si no era una decisión tomada al azar respondiendo al efecto que produjo escuchar aquel nombre. Estaba frío, eso lo hubiera notado cualquiera sin necesidad de tocarme. El dolor de cabeza desaparecía por instantes. Las manos continuaban agotadas.

—Vamos —susurré, haciendo un ademán para levantarme del asiento.

—¿Ya llegamos?

—Sí.

—Bien, vamos.

Después de bajarnos le pregunté si prefería que cocinara o que pidiera algo a domicilio.

—Como quieras —respondió.

Luego de caminar tres cuadras llegamos a casa. Mi casa, y no en vano, exhalaba un aire de soledad, de tristeza, y eso se notaba en todo. Se notaba en el color azul opaco de los muebles, en las paredes vacías, en las cortinas mal puestas. Dejé el maletín en uno de los asientos dispuesto a dirigirme hacia el cuarto para cambiarme de ropa.

—Siéntate —dije mientras desabrochaba los botones de mi camisa—. Haz de cuenta que estás en tu casa.

—¿Y acaso no lo es?

Eso creo que fue lo que dijo. No estoy seguro porque en ese momento subía las gradas. Arriba queda mi cuarto. Volví para intentar hacerle repetir lo que había dicho, pero en vez de ella encontré en el asiento en el cual la había dejado unas cuantas gotas de agua, y de la cocina llegaba un extraño olor a comida.