Lauren Mendinueta

Nació en Barranquilla en 1977. Tiene publicados siete libros entre poesía, ensayo y biografía. Ha recibido en Colombia tres  premios nacionales de poesía y el Premio Nacional de Ensayo y Crítica de Arte del Ministerio de Cultura y la Universidad de los Andes (2011). Además ha recibido en España los premios Martín García Ramos (Almería, 2007) por La Vocación Suspendida (Point de Lunettes, 2008, Travesías, Min. Cultura de Colombia, 2009) y el Premio César Simón (Universidad de Valencia, 2011) por Del Tiempo, un paso (Denes, 2011).  En portugués publicó los libros: Vistas sobre o Tejo (Lisboa, 2011) y la antología Um país que sonha (cem anos de poesia colombiana) (Lisboa, 2012). Vivió en México y España. Desde 2007 vive en Lisboa.



 Deseo de nada

  

Todavía es temprano.

Mil noches han caído sobre la tierra,

y otras mil cayeron antes,

pero aún no es tarde.

El viento arropa con tanta fuerza la casa

que se diría una madre enloquecida de amor.

Pero el viento no puede amar.

Tengo miedo.

El mar no está lejos de aquí,

y yo soy esa misma arena sobre la que caen

furiosas, incontenibles y enajenadas las olas.

Más allá, en el centro mismo de la tormenta,

mi ojo busca las razones de tanta rabia.

Tengo ganas de azotar a la noche

hasta verla sangrar.

Deseo hasta el infinito

poseer algo que jamás se entregue.

 

  

Reloj sin manecillas

 

Tengo el boleto para un viaje que promete el Jardín como destino,

la costumbre de rondar sobre cenizas para no olvidar el fuego

y la voz de mi madre que me arropó con rumor de palmas en la tarde.

Tengo también el compromiso de estar viva, de preservar lo intocable

para que el mundo siga siendo aquello que no soy.

Pero vivir en redondo como aguja de reloj termina por cansar.

Cuánta ironía: tener que envejecer para al fin recobrar la infancia,

tener que morir para que ya nadie pueda robármela.

 

  

El jardín como destino

  

En los umbrales del jardín te espera la más hermosa nada.

No encontrarás al gran ángel negro de alas encendidas

ni saldrá a recibirte el viejo barbón que custodia la casa.

Ahí has de encontrarte con el gran desconocido que fuiste,

con aquel obscuro murmullo que aterrorizó tu niñez,

el mismo canto de sordos que cargaste la vida entera.

No encontrarás girasoles que se inclinen a occidente,

ni azaleas encarnadas que escapen al alba.

Atrás habrán quedado los árboles del Paraíso

con sus ramas desfloradas

erguidas al cielo con orgullosa inocencia

y conocerás la vergüenza de haberte avergonzado un día de tu desnudez.

Si alguna vez llegas a los confines del jardín,

ahí donde todo lo ha quemado el cielo,

donde la materia cumple su único destino,

sabrás que tu vida ha sido como un poema atravesado de tormentos

pero insensible a sus propias palabras.

Y te preguntarás cómo has podido no entender

que tu anhelo de vivir eternamente,

tu miedo animal a la soledad,

no tenía el poder de construir otros mundos.

El jardín es uno solo y a él vas y vuelves sin percatarte.

Y como el alma no siente, sólo sabe,

te sorprenderás al saber que la nada posee tu propio rostro.

 

  

El espacio en su jardín

  

Lo visible y lo invisible

están en eterna contradicción,

y esta lucha tiene por fuerza

el poder de matarme lentamente.

El triunfo de lo invisible

carece de espectáculo,

mientras incluso en la derrota

lo visible gana en notoriedad.

Si la brevedad es signo de la vida humana,

el tiempo es asunto mío,

también.

 

 

 Encallar en el Egeo

 

Vi mi rostro reflejado en las aguas del Egeo.

Cada rasgo con su trazo único, apenas mío, 

la imagen de una exactitud inquietante.

Esos eran por fin mis ojos. Mi boca. Mi nariz.

Mis pómulos. La inclinación exacta de mi barbilla. 

Así estuve atenta días y noches

deseosa de que el reflejo intentara hablarme.

Desde entonces no importa a dónde vaya

en ese mar me quedé yo, temblando entre rocas y olas:

muda, idéntica a la felicidad que nunca tuve.

 

  

Sin entender nada

 

La tarde se agotaba en Rodas,

abril, como toda promesa cumplida, perdía interés

y yo vi correr tus lágrimas hasta el mar.

Sin entender nada

ni tu melancolía ni la migración de las aves

ni el silbido de los barcos ni el rostro envejecido de los capitanes,

cerré los ojos.

Al volver a abrirlos, no sé si yo era distinta

o si el puerto había cambiado

pero los barcos anclados embellecieron con la noche.

Tú que mirabas hacia las colinas

no viste mis lágrimas encendiendo las primeras lámparas.

 
  Así pasan los años

  

Pasan los años,

y aunque la vida me acusa de inmovilidad,

también yo he viajado.

Como una partícula de polvo

he revoloteado por la casa y me he prendido a los libros.

Como  un insecto he reposado a la orilla de las acequias,

o simplemente he sido una mujer que de tarde en tarde

ha mirado hacia el mar

buscando barcos olvidados por la neblina

y que vuelven a la memoria,

sin esperanza distinta de la muerte.

 

Bogotá, después de una visita a Helena Iriarte

 

No hay relación entre las cosas

y aquello que las encarna.

La realidad acaso es un vacío

y el reflejo en los espejos

 la evidencia de su precariedad.

Los nombres van por el mundo

retratando la angustia de no ser lo que nombran.

La gente corre afanada hacia el vagón del metro

o el autobús porque la vida depende de un concepto.

Tampoco la puntualidad corresponde a su palabra,

Pues no se puede llegar con retraso al destino.

¿Es posible que convivan alma y cuerpo?

¿no serán un binomio inseparable,

una sola cosa que no sabemos nombrar aún?

En estos temas, como en tantos otros,

me atropella la retórica,

y vuelvo a preguntarme si será posible

nada más vivir.

 

 

Olvido de mí

 

Octubre ha llegado dominado por las lluvias,

y los demás meses lo han seguido hasta aquí.

De repente este amontonado tiempo lo ha llenado todo,

el verde de la casa, las sillas, la manta que cubre el piso

cuando en el verano me recuesto a leer.

En mí no es posible el abandono del tiempo,

la gracia que supone el olvido

me hubiese salvado de esta invasión.

Ahora debo caminar con cuidado

para no maltratarme con tantos recuerdos.

¿Me engañaré o será verdad lo que voy a decir?

Renuncio a esta visita, no le temo a la soledad.

 

 

La torre de marfil

 

El mundo es una torre de marfil, en vano

busco una puerta en sus paredes curvas.

Parezco una actriz representando a un borracho,

camino tratando de hacer una línea recta,

nunca eses. No soy una profesional

de la actuación, ni siquiera me le parezco,

pero caminaré tratando de hacer una línea recta.

A veces me siento frente al ordenador y busco

toda clase de cosas, desde zapatos hasta amor.

Y sí, todo lo encuentro allí, porque el mundo es una torre

y estoy atrapada con todo lo demás, es inevitable.

Cuando me miro al espejo me sorprende lo común

que parece mi rostro, y me digo:

es bueno ser tan común, no te asustes.

Vuelvo a sentarme frente al ordenador y encuentro

las mismas cosas, todo, todo, hasta el amor.

Y allí mismo, tecleando,

trato de comprender

por qué me siento libre en la jaula del pájaro.

 

 

 

Hay sólo un tiempo

 

¿Hoy que vives entre cosas cotidianas

te olvidas de aquella época ilustre

cuando a tus pies tuviste la poesía?

me pregunta desde un poema Raúl Gómez Jattin.

Asustada yo no me detengo a contestar.

Dice el evangelio que allí donde está el tesoro

reposa el corazón.

¿Será por eso que quien soy

no concuerda con lo que Soy?

Decidirme por lo que no me agrada.

Pensar en el futuro como si creyera en él.

Temeridad.

Hay sólo un tiempo para ser,

para hacer. Hacerse. Hágame. Hágase en mí.

Ya no me hago. No puedo hacerme.

Me dejo hacer por lo cotidiano.

Me harta el final del día

y no hay esperaza que me ilusione más allá del lunes.

Me siento como una enamorada

que persigue a su compañera infiel, la poesía,

de antro en antro,

buscando la ocasión de darle una bofetada

para regresar con ella a casa y lamerle los pies.

Aunque sé que la verdad es otra

porque en realidad nunca salgo a buscarla

soy la infiel,

la amante egoísta y ególatra

que se deja manosear en los bares.

Tengo que reconocerlo aunque me avergüence:

en mí se ha perdido lo más valioso del recuerdo

y no sé si tendré fuerzas para salir a encontrarlo.

 

  

 Interior veraniego (1909)

  

Cuando la realidad me repite en un cuadro de Edward Hopper

—una mujer ensimismada, un poco curva,

la insípida decoración del cuarto

y los brazos lánguidos del desaliento rodeándome—,

en mí se despliega un catálogo de paisajes abandonados,

puertas canceles que chirrían con el viento de la tarde

y de un recuerdo cierto aunque no vivido.

En esos paisajes que la habitación no puede evocar pero despierta,

me repito, me repito.

El arte alcanza la inteligencia necesaria del misterio.

 

Todavía sentada en el suelo

(Las piernas recogidas, un brazo encima de la cama,

la cabeza caída sobre el pecho),

busco motivos para la alegría

hasta llegar resignada y seca al confín de mi esperanza.

El silencio ya no es posible para mí en esta vida.

Mi propio ruido acompañando todos los sonidos. ¿Será un castigo

o tiene algo qué decirme esta presencia discordante? 

El ojo del pensamiento me lleva otra vez al cuadro de Edward Hopper,

donde vuelvo a existir absorta e indefensa

en las pinceladas del presente.