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Narrativa: Martín Zurdo


  • El hijo del vigilante
  • Hágase la luz


El hijo del vigilante

(Relato ganador del I Certamen de relatos Toros de Piedra convocado por el Ayuntamiento de El Tiemblo - Ávila)

Para Ángel González Hernández, una de las mejores personas que he conocido en mi vida, 
cuya eterna sonrisa aún permanece en la memoria de muchos.

 

Conocí a Ángel, el primogénito de los varones del tío Ángel, el vigilante, la primera vez que entré en aquella casa de la calle del Castillo, y enseguida me di cuenta de que ese tipo hacía honor a su nombre. Ángel que, por la diferencia de edad, podía pasar por mi padre me lo recordaba remotamente, con el mismo corpachón tan lleno de humanidad, con el mismo trato cálido, humano; la misma hombría de bien, siempre dispuestos a echar una mano a todo aquél que precisara de su ayuda. Buenos profesionales los dos en sus respectivos trabajos, mataban sus escasos ratos de ocio de la única manera que sabían hacerlo: continuar trabajando. Mi padre con las mil reformas y los cientos de ilusiones que surgían con la compra de la casa de las Laderas, Ángel cultivando y abonando la huerta de la Dehesa o podando y sarmentando la viña de Cantogordo. 

       Para entonces, finales de los setenta, yo empezaba mi periodo de milicias universitarias en la Academia de Intendencia de Ávila, e intentaba echar raíces en El Tiemblo un lustro después de que mis padres fueran acondicionando el nido aledaño al arroyo de la Parra. Con mis veinte primaveras, trajeado con el uniforme, iba y venía del pueblo a la capital hecho un pincel, o al menos así era como me veía mi madre, que era quien realmente me llevaba como un figurín (lo que hace tener veinte años y jamás haber sentido pavor al ridículo). Me subía a la Serrana [1] con mi petate y creía que me podía echar el mundo por montera. Durante el viaje reflexionaba sobre las casualidades de la vida, porque para mí El Tiemblo ya tenía de antaño un componente mítico por esa importancia que el lugar adquiría al leer los libros de Historia en el bachillerato y asociarlo a los Toros de Guisando. Yo quedaba como un aplicado alumno cuando salía la típica pregunta referida a esculturas preibéricas y citaba a los Toros de Guisando como las más importantes. Pero la cosa no quedaba ahí, aunque encaminé mis pasos hacia los números para que estos me dieran de comer, siempre me apasionó la Historia y dando un salto en ella descubrí que junto a los Toros existió una Venta Juradera, donde una princesa abulense de las tierras de la Moraña, allá por 1468, hizo abdicar a su hermanastro Enrique IV del reino de Castilla en beneficio propio, tras una de las muchas guerras civiles entre castellanos de la que ella salió victoriosa, con la ayuda del cardenal Cisneros. Cuando leí los libros de viajes de Cela recuerdo que, a su paso por estas tierras, venía a decir que eran de una importancia histórica excepcional, pues “en ellas es donde mejor o peor se fundó la unidad de España”, y no dejaba de llevar su parte de razón visto lo que pocos años después de ese juramento generaría Isabel de Castilla casándose con su primo Fernando de Aragón. (Perdóneseme este circunloquio histórico al hilo del relato, pero lo consideraba imprescindible. Me da rabia que muchos, hoy como ayer, no sepan situar en el mapa a las esculturas vetonas de los Toros de Guisando (del siglo III a. C.), creyendo que están en la localidad de Guisando, en la estribación occidental de la Sierra de Gredos, cuando en realidad están ubicados junto a la Cañada Real Leonesa que discurre en las inmediaciones del Cerro Guisando, el último picacho de Gredos antes del valle del Alberche, y que pertenece al municipio tembleño).


        Pero a lo que iba, que puedo tener más peligro que una escopeta trucada de barraca de feria si me pongo a elucubrar con mis aficiones históricas: me dije que para asentar esas raíces a las que me refería anteriormente nada más fácil que echar el ojo a una tembleña que, casualmente, resultó ser la benjamina de los hijos del tío Ángel, el vigilante. Llegado es el momento de indicar que ese apodo le venía a mi suegro por su condición de empleado del Ayuntamiento como vigilante, en las muchas obras públicas que la citada Corporación llevó a cabo con Isidoro Rodríguez como alcalde en los prósperos sesenta y setenta. Es decir, la que con el devenir de los años se convertiría en la madre de mis hijos tenía por hermano a Ángel, el segundo de aquella fraternal estirpe de nueve, cuyo angelical nombre parece asociado por los siglos a esa familia con la que yo tuve la gracia de emparentar a mediados de los ochenta. Mi hijo, nacido un año después del fallecimiento de su abuelo, no podía llamarse de otra manera que Ángel y ya existen otros Angelillos canijos entre sus biznietos.


        Echar el ojo a Mercedes fue pan comido en el literal sentido de la expresión, pues ella con diez y siete años como diez y siete soles, trabajaba de dependienta en la Barraqueña [2] y yo acudía a la citada pastelería porque toda mi vida he sido un goloso empedernido, y me volvían loco sus perrunillas, sus bambas de nata, sus tortas de anís, sus ensaimadas, y porque la sonrisa y los ojos de quien las despachaba eran toda una alegría para la vista. Y es que aquella sonrisa encandilaba al más templado de los mortales. Con el tiempo descubrí que esa pose, unida a su mirada única, venía incrustada en los genes de todos los hermanos. Era una sonrisa mitad risueña y radiante por la herencia materna, mitad altiva y sincera por la parte de los genes paternos. A la tía Mercedes, mi suegra, ya podía darle batacazos la vida, que ya se encargaría ella de poner buena cara al mal tiempo con su alegría de vivirla. Puro eufemismo eso de los batacazos, cuando realmente perdió a su Alejandro con catorce años, y la puñetera parca salía de su guarida, de tarde en tarde, con su guadaña, para llevarse a la tumba a otros de los suyos que en su momento se revelarán. Me integré de inmediato y compartí con ellos su dolor al pie de su lápida en esas emotivas misas del primero de noviembre oficiadas por don Julián, el cura, en el camposanto. El sacerdote, siempre pendiente de sus feligreses, era otro abulense de las tierras de Piedrahita con el que hice buenas migas. Con el paso de los años también echó raíces en El Tiemblo, y sería otro de los hombres que para mí se convirtió en un referente de bonhomía.


        No existía excesivo mérito en integrarse entre aquellas gentes ya que ellos te lo ponían fácil. Además, mi hermana y yo descubrimos a la Cele. El hallazgo de la vieja Cele para un adicto como yo a las chucherías fue el no va más. Llegó mi primer estío tembleño y surgió otra imagen que jamás huiría de mi memoria. Esa inolvidable imagen es la de la Cele recorriendo el pueblo con su carrito de helados, mientras salmodiaba su monocorde letanía de ...al rico helado mantecado..., al rico helado. Su puestecillo, siempre pegado a los soportales del Ayuntamiento o debajo de ellos cuando llegaban los fríos, se convirtió en el rincón de mi tierra prometida y de él emanaba un olor especial, incomparable. Sus cucuruchos de altramuces, de chufas, de pipas de calabaza, sus caramelos de regaliz, sus pastillas de leche de burra de mil diferentes sabores o sus trocitos de palulú ya suponían una buena excusa para ayudar a mis padres a cargar los bártulos en la baca del 600 [3] con tal de salir pitando cuanto antes a El Tiemblo. La pipera merecería tener su placa conmemorativa bajo esos soportales de la misma manera que tienen la suya la reina Isabel y los tembleños que aventuraron sus vidas en las colonias americanas.


        Tampoco es que mis padres se hicieran de rogar para allegarse al pueblo. Mi padre ponía una sola objeción al viaje; no entendía por qué el coche siempre iba cargado hasta los topes con los trastos que sobraban en Madrid e igualmente volvía cargado. Con lo que le costaba subir el puerto de San Juan al pobre 600, según mi padre, aunque con esta carga era más condescendiente, pues sabía que mi madre abastecía la despensa madrileña con productos tembleños. Por fin la única condición que nos impusieron a mi hermana y a mí es que no suspendiéramos ninguna de las asignaturas del bachillerato, porque si no ellos serían los primeros sacrificados y todos nos quedaríamos castigados en Madrid. Aquel requisito, por la cuenta que nos traía, fue la coartada perfecta para convertirnos en unos alumnos modélicos hasta que mi padre descubrió una falsificación en las notas cuyas nefastas consecuencias no viene al caso ahora referir. Ocurrió que de la misma manera que nosotros encontramos a la Cele, a mis padres, hasta entonces pájaros urbanos, se les apareció una espectacular cultura rural de la que habían oído hablar a sus segovianos ancestros, pero de la cual desconocían sus benefactoras consecuencias. Mi padre, un lechero de pro, criado al pie de una antigua vaquería que existía en el madrileño barrio de Cuatro Caminos, volvió a degustar el auténtico sabor de la leche de vaca, en casa no se volvió a beber otro vino que el clarete de la cooperativa de San Antonio, y mi madre decía que las comidas la lucían más con las patatas, los tomates, los pimientos o las cebollas de las huertas tembleñas. Llevaba razón, aunque para mí nada tenía parangón con mi bocata de media libra de pan de hogaza con la tortilla de bonito y unas rodajas de tomate que mi madre me preparaba, y me duraba lo que un suspiro en cuanto arribaba al cuartel. Mi padre pronto quedó prendido del Castañar; pero desde San Gregorio hasta allí, subíamos en el coche de San Fernando; es decir, un poco a pie y otro poquito andando, porque él quería más a su 600 que a sí mismo, y se negaba a meterlo por el camino de tierra ante el temor de que no saliera vivo de aquel andurrial y además, ese paseíto era muy sano para las piernas. Mi madre ya se había vuelto comodona y no tenía tan claro que aquellas caminatas fueran tan sanas, sobre todo a la ida, pues según ella, echaba el bofe por esas empinadas cuestas hasta llegar a las cocinas.


        Cuando llegaba el verano yo sabía lo que era subir a la gloria saboreando uno de los caseros helados de chocolate de la Cele. Me compraba el cucurucho más grande para que me cundiera más mientras me reía a carcajada limpia viendo una de las películas de Charlot que don Eladio, un ayudante de don Julián, programaba en el cine de verano de la calle del Curato. Solíamos cerrar la noche con algún bailoteo en Narcisín o algún agarrao en las Vegas o el Donald [4]. Acababa el verano y se hacía duro bajar de la gloria; a partir de ese momento había que conformarse con los fines de semana tembleños. Y fue tal el enganche que tomé por el pueblo (y todo sea dicho por una de sus lugareñas), que me di de baja como socio del Aleti, pues no me compensaba cambiar el pueblo por el Calderón[5]  para ir a ver perder a aquellos mantas.


        Una mañana me descolgué por la cancha de baloncesto del instituto Sánchez Albornoz, que entonces se denominaba Toros de Guisando, y allí que me burrearon entre otros Juan Antonio, al que todos llamaban Camisa, Angelillo, el de los Cucharones, y Millán al que por increíble que parezca, jamás le conocí mote alguno. Pero ese burreo me compensó, pues aquellos amigos de juventud continúan siendo hoy, al cabo de treinta años, mis mejores amigos. En concreto Camisa merece capítulo aparte y me comprometo a ello. Por ahora, sólo diré que es otro tipo al que no le cabe tanta generosidad en su baqueteado cuerpo después de sus treinta y tantos años de honrado trabajador en la fábrica del parquet, y de los tutes que voluntariamente se pega en la huerta y las viñas.


        —¡Para, Camisa, para! —suelo recomendarle— Que hay tiempo para todo y te tienes que cuidar esas varices.

        —¡Y qué voy hacer, Enrique —me contesta él—, si no sirvo para otra cosa!

 

        Por lo demás, coincidir con Ángel, el hijo del vigilante, era relativamente sencillo, bastaba con dejarse caer por la casa del tío Ángel a última hora de la

tarde, que él no pasaría día sin que se acercara a ver a la madre, la tía Mercedes, la Charra, y al achacoso padre al que una enfermedad en los bronquios, y su suicida adicción al tabaco le tenían atado por lo que le restaba de corta vida al escalón que daba acceso a la entrada de su vivienda o a los contiguos de la casa de la tía Capota, que sólo era habitada por sus moradores durante las Navidades y en los meses de verano, y que para el prematuro viejo hacía las veces de regalado asiento. En cuanto desaparecían los fríos invernales ahí estaba la delicada figura del tío Ángel, con sus sempiternas toses, algunas a punto de cortarle la respiración, sofocadas con su aerosol de Ventolín, pero eso sí, cigarrillo de Celtas Largos en ristre, comprometiendo con su especial gracejo a todo aquél que pasara por delante de su puerta y se aviniera a sus chascarrillos. En El Tiemblo ignoran las prisas, de ahí que fuera muy raro que alguien no se detuviera a conversar con él.


        —¡Pero bueno, prenda...! ¿Adónde vas hecha una polvorilla? —le decía a la Emilia, una vecina que en ese instante salía a la calle, a modo de saludo vespertino.

        —¡Pues tú verás..., a buscar a la Conce, que ya llegamos tarde a misa!

          —¡Menuda clientela le ha salido al cura con vosotras!... ¿Has visto qué arreboles más guapos?

        —¡Como que bien bonita que se ha quedado la tarde, Ángel! —le replicaba la paisana con un cantarino deje en sus palabras.

        —Tal que los colores de tus mofletes —sentenciaba él.


        Y el escaso metro treinta de estatura de la Emilia encaraba el fin de la jornada más contenta que unas castañuelas. Si el que pasaba por allí era el tío Jetalobo, la vecindad tenía garantizada un curioso diálogo con las ocurrencias de cada uno.


        —Qué, Ángel..., ¿guardando la casa?

        —¡Pues tú verás para lo que ha quedado uno, Felipe...! Aquí, más solo que la una...

        —Anda que no le echas tú cuento, si no paras de darle al palique con el primero que te da cuerda.

        —Si es que la Mercedes se pasa todo el santo día corriendo la zapatilla por ahí, que si no va diez veces a la plaza al cabo del día...

        —Ya, ya..., te puedes quejar tú de la Mercedes que te tiene como a un rey...

        —Porque los nietos aparecen a comerse las rosquillas de la abuela, que si no..., ya te digo..., más solo...

        —¿A otro le vas con esa cantinela...! Lo que es a mí...

        —¡Menudo granujón estás tu hecho! —le picaba mi suegro.

        —Si a Mercedes —proseguía el tío Jetalobo— le pasa como a la mía; descuida que como se caiga la casa a ellas no les pilla, y muy requetebién que hace, que para aguantarte a ti.

        —¡Anda, que quien fue a hablar..., no te jode!

        —No, si a ti tampoco te va a pillar..., siempre ahí sentado, pegando la hebra con el primero que pasa.

        —Porque le comprometen a uno. ¡Que tú verás..., si yo ya no doy un amparo guerra!

        —Y porque te haces el remolón, que si no... O es que no te acuerdas de mozo.

        —¿Que si me acuerdo? Si parece que fue ayer cuando bailaba la jota con la Mercedes.

        —Y ahora siempre en el poyete, que yo creo que ya ha cogido la forma de tu trasero.

        —Ya quisiera yo zascandilear por ahí como tú. Anda..., siéntate aquí y gasta piedra tú también, que tus posaderas sí que dan para ello.

        —¡Déjate de hostias y vamos, acompáñame a llenar el botijo a la fuente el Parcón!

        —Si es que esta tos que me deja sin resuello..., con lo que yo era...

        —¡Venga, pájaro, tira el cigarro, que te estás haciendo un comodón!

        —Por no llevarte la contraria... ¡Hala, vamos, y que sea lo que Dios quiera!

        —¿Ves...? Si sólo hay que tirar de ti.

        —Porque hace tiempo que no me pierdo por la fuente el Parcón..., ahora que como me dé la tos ya me estoy volviendo.

        —¡Qué te va a dar! Toma este sacis de menta que es mano de santo para la tos. —Y allá que se fueron los dos a llenar el botijo, contándose sus batallitas de jubilados, por el camino de Santa Águeda. El tío Ángel, apoyado en su garrota, parecía bastante más avejentado que el tío Jetalobo.


        Hay frases que identifican a un lugar o a la idiosincrasia de sus gentes. Ese cadencioso ¡Pues tú verás...!, expresado con el inigualable deje tembleño, es la permanente coletilla que los parroquianos utilizan en sus conversaciones, y lo mismo les sirve para un roto que para un descosido.


        —¿Qué, Santiago, cómo se presenta este año la vendimia? —oí que le preguntaba mi suegro al tío Sacorroto.

        —¡Pues tú verás..., un desastre! —le responde— La chelva [6] medio picada con tanta agua que cayó por ferias.


        Pero si la vendimia hubiera sido buena el tío Sacorroto habría respondido algo parecido a: ¡Pues tú verás..., cojonuda, con lo bien que vinieron esas cuatro gotas que cayeron por el Santo! ¡Buen blanco el que vamos a sacar este año, Ángel!

 

        Cierto día, con ocasión de unos análisis y otras exploraciones médicas a las que debía de someterse mi suegro en el Hospital de Sonsoles, les acompañé a él y a su Mercedes hasta Ávila. De camino, recién pasado El Barraco, va y me suelta:


        —Mira que guindos, madrileño.


        Para él yo era el madrileño; sabía que me estaba tomando el pelo porque mi prenda, que iba de copiloto, me lanzó un guiño de complicidad sabiendo cómo las gastaba el padre. No obstante, me hice a propósito más ignorante de lo que ya era de por sí, pues intuía que algún provecho sacaría de aquella cháchara si le seguía la corriente.


        —Pues a la vuelta paramos y cogemos un manojo —le dije—, que a mí me encantan las guindas.

        —¡Menudo estás tú hecho! —me espetó— ¡Del guindo es de dónde te tienes que caer de una vez, que eso son unas cornicabras!

        —Si es que para eso le tengo a usted, para que me enseñe lo que es una..., ¿cómo dice que se llama?

        —¡Cornicabra, coño, cornicabra! ¡Parece mentira lo que os enseñan en la Universidad, no distinguir un guindo de una cornicabra!


        Y así fue, durante el poco tiempo que pude aprovecharme de él me trasmitió una serie de conocimientos que yo jamás osé conocer. Como que andara con ojo con aquellos arbolillos, las cornicabras, si exudaban unas olorosas gotitas blancas al ser picadas por algunos insectos cuando depositaban sus huevos sobre ellas. Bien listo que era el tío Ángel; en realidad, posteriormente, supe que esas gotitas eran de trementina, un líquido viscoso que puede generar alergias en la piel.


        Me desquité de sus chanzas haciéndoles ver lo poco que apreciaban una espléndida ciudad como Ávila a la que sólo acudían por causas de fuerza mayor; es decir, problemas de salud o cuestiones administrativas. En concreto la tía Mercedes, por h o por b, jamás había entrado en la catedral cuando la tenía a tiro de

piedra las veces que se detenía en el Chico [7]  para realizar alguna compra. Se dice pronto que hubiera esperado sesenta y cinco años a que sus pies pisaran aquel maravilloso templo. Así es que les hice de eventual cicerone con intención de descubrirles algo que nunca habían imaginado como el retablo de Berruguete, el sepulcro del Tostado o la capilla de San Segundo que ni tan siquiera sabían que fuera el patrono abulense. Salimos extramuros y, como mi suegro no estaba para muchos trotes, cogimos el coche, que había dejado aparcado en el Grande [8], y les bajé hasta el monasterio de Santo Tomás donde tampoco habían entrado en su vida estando a dos pasos del Hospital Provincial que, sin embargo, sí visitaban con frecuencia. Allí les enseñé los claustros, el sepulcro que esculpió Domenico Fancelli del príncipe Juan por encargo de la reina, el sitial del coro donde se sentaba Isabel abatida de dolor por el prematuro fallecimiento de su heredero. Casualmente, unos días antes había asistido a una conferencia en la Academia de la Historia, y les conté que las investigaciones de los historiadores llegaban a la conclusión de que el príncipe había fallecido con 19 años, sin dejar descendencia, del llamado mal de amores que no dejaba de ser un eufemismo de la sifilítica enfermedad contraída en un prostíbulo o contagiada por su mujer, la princesa Margarita de Austria. Y ahí gané para la causa del arte a mi suegra, pues comentó que los afiligranados adornos de la sillería del coro se parecían a los que ella hacía en sus encajes. Míralos, dijo, igualitos a mis puntillas.


        Lástima lo pronto que perdimos al tío Ángel, y lo poco que un niñero como él pudo disfrutar de mi primogénita, de Rocío, su décimo octava nieta. Murió siendo un comprometedor crío de sesenta y seis años. Recuerdo como si ahora le estuviera viendo, que conservó su humor hasta pocos días antes de que nos le arrebataran de entre los vivos.


        En  el patio de la casa, Paula, otra de las nietas que siempre pululaban en aquel simulacro de guardería infantil en que se había convertido aquella casa, un renacuajo de apenas un par de años, enredaba con un pequeño botijo de arcilla vacío, porque perdía agua por un diminuto agujero que tenía en la base. Yo empezaba con mi colección de botijos, y pensaba que aquella pieza inservible que siempre había visto allí podría engrosar mi raquítico muestrario botijeril. ¡Iluso de mí! La espabilada cría inclinaba el botijo, miraba y remiraba el pitorro, pero de allí no salía nada acostumbrada como estaba a chupar de otro que tenía entre los juguetes de su habitación. Y en esto que el tío Ángel va y le dice:


        —¡Bótalo, hija, bótalo!


        Y la cría, más lista que el hambre, allá que le hizo caso. Agarró el botijo con todas sus infantiles ansias, y del primer bote lo redujo a unos cuantos pedazos. Y tan contenta, ni un amago de susto verificada la gracia que le propuso mi suegro. Feliz por su hazaña, aceleró sus cortos pasitos para ir a abrazarse con el abuelo, que permanecía sentado en su silla con un cierto halo de orgullo por lo obediente que le había salido la chiquilla. Ése era el tío Ángel, un hombre siempre con la sonrisa a flor de piel, capaz de reírse de su propia sombra sabiendo como sabía que estaba a punto de pasar al otro lado. Y esa manera de encarar la vida fue la que imitó mi cuñado Ángel de su padre.

 

        La muerte y la suerte caminan juntas separadas por una letra. La segunda se olvidó de ellos y les hizo abrazar demasiado pronto los brazos de la primera. Los dos fallecieron de la misma maldita enfermedad que horada los pulmones hasta reducirlos a la nada, pero si cabe fue más cruel con mi cuñado al que se le diagnosticó con cincuenta y seis años, y sólo fue capaz de luchar contra ella durante seis meses de horrible agonía, de espantosos padecimientos. Nos acercábamos a visitarle a su casa y yo salía con un nudo en la garganta al verle postrado en la cama, sin apenas un gramo de fuerza para sostenerse, y sabiendo que la endemoniada bicha le iba chupando la sangre e impregnando su cadavérica faz del inconfundible aliento de la muerte.


        ¿Qué debe sentir un ser humano cuando se mira al espejo y no se reconoce por los estragos de la enfermedad? En esas circunstancias, debería existir un ejército de almas caritativas, que se apiadaran de enfermos como Ángel, con un exclusivo cometido: romper esos espejos en mil añicos. Y es que ahora creo que en el territorio de la muerte, desde el lado de los vivos por creyente que se sea, poco cabe la esperanza si no más bien la vasta soledad del desamparo. Cada día dudo más de mi fe cogida por alfileres con estos palos que te da la vida. Vamos a ver, Dios o quien quiera que ande por ahí, ¿es que no disponéis de suficientes Ángeles por esa eternidad, que precisáis de uno tan necesario para quienes nos movemos en el pantanoso terreno de las mezquindades humanas? Jamás comprenderé que nos despojaras de su eterna sonrisa cuando aquí nos era tan necesaria... O como dijo una hermana de mi mejor amigo, que también se llamaba como mi cuñado, cuando velábamos su cadáver:


        —Si Dios existe, cuando me lo eche a la cara le agarraré por las solapas. No se me va escapar, no...

        —Joder, Marta —me atreví a comentarle, roto de dolor ante esa tragedia—, qué valor le echas..., lo que se te ocurre en estos momentos.

        Nunca lo olvidaré, aquella mujer con su excepcional carácter exclamó:

        —Y le pienso soltar: ¡Pero qué carajo te hice yo para que mereciera todo esto!

 

        Marimar, la mayor de las hijas de Ángel, al fin había conseguido quedarse embarazada después de varios años de matrimonio buscando con ahínco a un hijo tan deseado, pero por tres meses (hay que ver lo que pueden significar noventa días en la vida de una persona), la puta de la guadaña no permitió que su padre viera nacer a su primer nieto. Quiero creer que mi cuñado se fue en paz..., sabía que pronto llegaría el penúltimo Ángel de la familia.


        He observado que al nieto le encanta mirar las estrellas mientras corretea a la caída de las tardes estivales junto a la chiquillería del barrio. Es un juego no exento de ciertos riesgos cuando, risueño, se empeña en mirar hacia arriba, pero no se sabe de ningún trastazo del crío... En el pueblo hay quienes cuentan que esa infantil mirada, tan parecida a la del hijo del vigilante, está acompañada por la de otro gozoso espíritu.

 


 

                                                            Agradecimientos

           Siento que al final esta historia se me haya escapado por los resquicios de la tristeza, pero era el homenaje que a ellos les debía, y consideraba que ésta era una buena oportunidad que me ofrecía el Ayto. de El Tiemblo de reconocer en Ángel González Hernández y en su padre, la bonhomía de la mayoría de las gentes que esta tierra vio nacer.

          Y a mi padre por ser como es, y porque junto a mi madre acertaron eligiendo este bendito lugar para echar raíces.

 

                                                                                                  Madrid noviembre de 2007


        Hágase la luz

(Cuento finalista del  XIII  Certamen literario Todos somos diferentes según fallo del jurado presidido por el Ilmo. Sr. D. Alfredo Perelló el 19-12-08 en el Ateneo de Madrid. (Promovido por la Fundación de Derechos Civiles y publicado en el libro El color humano son todos los colores con el patrocinio del Ministerio de Asuntos Sociales)

   

       Fue a partir de aquel instante en que entrelazaron sus vidas cuando el fatalismo que les perseguía tomó un rumbo inverso a cómo se habían venido desarrollando hasta entonces sus peripecias vitales.

      Con no pocos sacrificios Esteban fue superando las secuelas físicas que le ocasionó el accidente de tráfico a los veintitantos años, excepto la ceguera. Esa ceguera, de párpados angustiosamente cerrados, había transformado a aquel joven vitalista y lleno de sensibilidad en otro cuyos rasgos identificativos eran la amargura, la hosquedad y la impertinencia ante todo bicho viviente que se interesase por él cargado de consideración y piedad. Como era consciente del grado de misantropía al que estaba llegando decidió agarrarse al último clavo ardiendo que le quedaba: se afilió a la ONCE, entre otras cosas, para acudir a su servicio de psicología. Allí se cruzó con Cristina, la psicoterapeuta que, guiando sus manos, le enseñó a leer en Braille y sobre todo a recuperar el sentido de su existencia.

          Las opacas pupilas de azabache de Cristina estaban dentro de unos ojos con la mirada eternamente extraviada. Esa mirada, unida a su sempiterna sonrisa impregnada a la comisura de sus labios, proporcionaba al conjunto de su faz un halo de inocente belleza. Pero esa indefensa pose no lo era tanto si consideramos que ella veía por los ojos, el olfato y la inteligencia de Breogán. La fidelidad y la intuición del perro guía propiciaban que se desenvolviera con un añadido de confianza y seguridad en sí misma. Su historia personal era radicalmente diferente a la de Esteban. Aunque igual de fatalista, encaró la vida sin victimismo alguno y con un plus de fortaleza personal como antídoto a su contrariedad. Ciega de nacimiento como su abuela materna, sospechaba que la enfermedad pudiera venir incrustada en sus genes, y éste era el único motivo de sus desvelos. No quería renunciar a la maternidad si encontraba al hombre que, según sus palabras, mereciera la pena para padre de sus hijos y la aceptara con uno de sus sentidos inutilizados. Pero uno solo ¿eh...?, como se encargaba de puntualizar riéndose de su limitación. No obstante, le quitaba el sueño pensar que su ceguera fuera hereditaria y ella se la trasmitiera a su descendencia.

          A Cristina le esperaba una ardua tarea para recuperar a Esteban de su desconsuelo. Éste sería uno de tantos retos en los que ella volcaba el alma para sacar a sus pacientes del pozo de angustia en el que caían a consecuencia de sus íntimos dramas. Según afirmaba Cristina, Esteban se encontraba ante una invidencia más anímica que física, donde el bálsamo de sus conocimientos psicológicos había que aplicarle directamente a la herida de la ceguera espiritual. Ni era el primero ni sería el último caso con estas particularidades, si bien, éste era especial tal como ella se lo tomó desde el primer día en que se conocieron, porque desde ese momento, y siempre que coincidía con él, su corazón latía a un ritmo inusual que ella desconocía... Y quedó prendida de esa fragancia única que la colonia favorita de Esteban desprendía de los poros de su  piel.

          Tras muchas sesiones de psicoterapia en un grupo de dolientes donde Esteban venía asistiendo de pusilánime oyente, llegó la jornada en que se atrevió a romper las palabras de su apocamiento.

          —El accidente que provocó aquel maldito borracho al saltarse el stop me ha convertido en un cero a la izquierda —dijo sin entrar en mayores detalles.

         Todos quedaron sorprendidos por tan contundente comentario, pero de ese desahogo a corazón abierto brotaron silentes lágrimas que deshicieron el aflictivo rictus que se había apoderado de su rostro desde el día de la tragedia. Ahí estaba la clave de su desconfianza hacia el género humano: si Cristina conseguía que Esteban recuperase su autoestima y la confianza de quienes siempre le quisieron, la salida del túnel sería cuestión de paciencia.

          Los testigos de aquella sesión aún recuerdan el entusiasmo de Cristina. La psicoterapeuta albergaba la convicción de que Esteban no pertenecía al grupo de gentes que, como ella decía, tenían los sentidos infrautilizados: ésos que miran pero no ven, ésos que respiran pero no huelen, ésos que tocan pero no saben acariciar, ésos que oyen sin detenerse a escuchar el trino de un pájaro o ésos que hablan sin aprovechar a susurrar cosas hermosas al ser amado. A Cristina le resultaba inadmisible que Esteban hubiera abandonado sus estudios de Economía en 4º de carrera, a consecuencia del infortunio. Era prioritario que volviera a matricularse y acabara la carrera.

          Al principio ella y Breogán le acompañaron a las clases en la facultad; el trío causó un emotivo impacto visual entre el alumnado. Y es que la estampa era auténticamente conmovedora. El perro les ponía los ojos a cambio de las caricias de los jóvenes a sus zalamerías. No sin ímprobos esfuerzos Esteban aprobó los cursos pendientes con la benevolencia de cierto catedrático, cuya asignatura se le atragantaba, los apuntes que Cristina le transcribió a Braille, el complemento de las grabaciones efectuadas en las clases y las ayudas aportadas por más de un compañero.

          Esteban esbozó un sincero gesto de satisfacción el día que un grupo empresarial le contrató para su departamento de finanzas junto a otros universitarios con buenos currículos. En su estrategia de marketing social la empresa lo oficializó de una manera especial en un acto donde citaba a la prensa especializada para que se hiciera eco de ello, y en el que también se encontraba Cristina, si cabe, más emocionada que él, inmersa en una felicidad que emanaba de sus inconfundibles pupilas y que, de alguna forma, conseguía contagiar a todos los allí presentes. Algunos tomaron la palabra y Esteban aprovechó la oportunidad para darle las gracias públicamente.

          —Este puesto —dijo apoyándose en unas someras notas que tenía escritas en Braille—, se lo debo a una excepcional mujer que me ha rescatado de mi averno para descubrirme un mundo de incomparables vivencias. No quiero olvidarme de tantos que me ayudaron en aquellos sitios plagados de desesperanza, de mis camaradas del grupo de psicoterapia. Allí, en la generosidad, y en tanta solidaridad y cariño que me demostraron, crecieron mis mejores amistades. Por cierto, nada de esto habría sido posible sin Breogán —en ese instante Cristina soltó al perro, y a una señal de ella se acercó a Esteban para recabar sus caricias. Él ya venía acabando con su lista de agradecimientos—, tampoco omitiré en este momento el manantial de afectos que recibí de mis profesores y compañeros en la facultad...

         Y ya no pudo continuar, porque un nudo en la garganta le aprisionó las cuerdas vocales y le impidió articular más palabras.

           Pasó el tiempo, tras un sin fin de cábalas que pertenecían al exclusivo ámbito de sus conciencias y de su moral, Cristina y Esteban decidieron arriesgar en el envite crucial de sus vidas en común. Los análisis genéticos fueron incapaces de cuantificar la influencia de los genes de Cristina en la trasmisión de la ceguera a sus posibles hijos. En todo caso, los estudios no determinaron ligazón alguna entre sexo y enfermedad.

         Cuando trascendió su embarazo un envidioso que ambicionaba su feliz ceguera les tildó de irresponsables. Allá él con su moral. Los amigos, sin embargo, aguardaron el alumbramiento ilusionados y expectantes. Con los antecedentes de Esteban como gemelo llegaron dos criaturas que desprendían el inconfundible aliento del amor. La cría vio la luz con la impronta de los genes paternos; era su viva estampa con esos espectaculares iris verde azulados que no dejan indiferente ni al más anodino de los mortales. Las pupilas del crío eran tan bellas como las de la madre, nació con la misma maravillosa sonrisa: ésa que venía impregnada en la comisura de sus labios e irradiaba tanta luz a todo aquél que se detuviera a observarla.

         Una vez repuesta del puerperio Cristina pidió al ginecólogo que le practicara una ligadura de trompas.

 



[1] Denominación popular por la que se conocía al servicio de autobuses de línea regular que cubría el recorrido entre El Tiemblo y Ávila.

[2]  La Barraqueña era una pastelería existente el El Tiemblo, hoy desaparecida.

[3] El 600, automóvil utilitario de la marca SEAT, se convirtió en el coche más popular en la década de los sesenta.

[4] Discotecas y salas de baile, alguna de las cuales ha cambiado de nombre.

[5] El estadio Calderón, junto a la ribera del Manzanares, es donde juega sus partidos de fútbol el club Atlético de Madrid.

[6] Denominación de una variedad de uva blanca muy conocida en estas tierras.

[7] El Chico es la denominación por la que popularmente se conoce al mercado de frutas, verduras y hortalizas que de antaño se viene asentando en la plaza de San Juan también conocida como plaza del Ayuntamiento de Ávila.

[8] De igual manera, por el Grande se conoce a la actual plaza de Santa Teresa que era el espacio donde antiguamente se celebraba el mercado de ganado.