Trayectoria poética

Dualidad y disonancia en la trayectoria poética de Óscar Hahn


Por Mª Ángeles Pérez López
Universidad de Salamanca

 

De entre los poetas chilenos contemporáneos destaca con fuerza Óscar Hahn (Iquique, 1938), autor de poemarios profundamente originales. Aunque ha sido incluido en la conocida como “generación emergente”, en la que podemos citar a Floridor Pérez, Federico Schopf o Jaime Quezada, Hahn se considera un “disidente” de su generación y su obra resulta de gran singularidad.

Varios títulos han ido conformando una voz propia atravesada por cuestiones medulares (el mal de amor, la llaga nuclear, la relación postvanguardista entre tradición y ruptura) que van engrosando un discurso lírico de gran potencia. En el año 92 tuvimos ocasión de conocer en España el magnífico Tratado de sortilegios (Madrid, Hiperión), que recogía poemas de Arte de morir (Buenos Aires, Hispamérica, 1977), Imágenes nucleares (Santiago, América del Sur, 1983), Mal de amor (Santiago de Chile, Ediciones Ganymedes, 1981, 1986) y Estrellas fijas en un cielo blanco (Santiago, Editorial Universitaria, 1988). Con posterioridad han visto la luz Versos robados (Madrid, Visor, 1995; Santiago de Chile, Lom, 2004), Apariciones profanas (Santiago, Lom, 2002; Madrid, Hiperión, 2002) y En un abrir y cerrar de ojos (Madrid, Visor, 2006). Está en prensa Archivo expiatorio (Madrid, Visor), que recoge el conjunto de su producción poética y en el que verá también la luz Pena de vida, por salir en Lom (Santiago de Chile), así como el libro Hotel de las nostalgias (Perú, Lustra Editores-Centro Cultural de España) o la antología Poemas de la era nuclear (Madrid, Bartleby). Otras muchas antologías han recogido en estos años lo más relevante de su producción.

Su amplia trayectoria poética viene definida por el papel protagónico que asume la muerte, omnipresente y poliédrica figura que revela, a lo largo de más de cuarenta años, su semblante todopoderoso. El vacío, la nada, el abismo o la ausencia van encarnándose en cada poemario para dar los rostros del Cero, cuya presencia contundente se alimenta de la tensión insoportable entre el Cero y el Uno –a la vez fusión imposible y necesaria con la vida y su expresión genésica nombrada por el Eros–, ya que la obra de Hahn, de extraordinaria coherencia verbal, aspira a dar como resultado el Dos (la unión amorosa, la reintegración platónica) pero guarda sobre sí la densidad del vacío: “detrás de todo gran amor la nada acecha” (“Escrito con tiza”, Mal de amor).

El primer libro central de Hahn, como los ars moriendi, se entrega cual un Arte de morir de filiación medieval particularmente intensa por la “danza de la muerte” que, al abrir el texto, funciona como su principio estructurador al tiempo que lo dota de sentido apocalíptico en clave alegórica. Otras capas geológicas aportadas por la tradición vienen a sumarse a aquella, en particular los ecos del barroco literario y en concreto de Góngora y Quevedo, como puede verse en “O púrpura nevada o nieve roja” o en “Gladiolos junto al mar”. En este sentido, la primera gran obra de Hahn, en la que desembocaron los poemarios anteriores Esta rosa negra (Santiago, Editorial Universitaria, 1961) y Agua final (Lima, La Rama Florida, 1967), en algunos casos con variantes significativas, muestra su dominio del oficio literario al servicio de una activa incorporación de la tradición cultural que se conjuga con el uso de un lenguaje conversacional y popular en el que también pueden destacarse numerosos chilenismos.

De esta forma es plural y diversa la gama de niveles lingüísticos presentes en su obra, esa “convivencia democrática de lo culto, lo popular, lo banal, lo religioso”, esa “integración” a la vez que “choque de los distintos actos de lenguaje” de los que habló Enrique Lihn y que vienen a mostrar las múltiples caras bajo las que aparece la muerte: es la muerte de la noche, la personal, la colectiva, la terrible y burlona también. Incluso el acto de nombrar, la escritura, aparece, siguiendo con las palabras de Lihn, como “una catástrofe que se goza” o “una muerte que se vive”. Frente a la potencia fecundante del acto de escribir, frente a la idea de la poesía como “tratado de sortilegio” para detener la muerte, toma carácter de poética su “Invocación al lenguaje” que advierte de forma brutalmente desmitificadora las limitaciones del decir:

                Con vos quería hablar, hijo de la grandísima.
                Ya me tienes cansado
                de tanta esquividad y apartamiento,
                con tus significantes y tus significados
                y tu látigo húmedo
                para tiranizar mi pensamiento.

                Ahora te quiero ver, hijo de la grandísima,
                porque me marcho al tiro al país de los mudos
                y de los sordos y de los sordomudos.
                Allí van a arrancarme la lengua de cuajo:
                y sus rojas raíces colgantes
                serán expuestas adobadas en sal
                al azote furibundo del sol.
                Con vos quería hablar, hijo de la grandísima.

Semejante imprecación al lenguaje parece situarse en la misma órbita en la que el poeta mexicano José Emilio Pacheco define la poesía como “perra infecta” o “sarnosa”, como aquella que tradicionalmente ha sido adjetivada “dulce eterna luminosa poesía” (en “Crítica de la poesía”) pero en realidad es huidiza y limitada, el signo con el que dar cuenta de la premura o del desencanto a partir de su propia limitación. Ni siquiera el Dos que podrían formar poeta y lenguaje encuentra acomodo.

La poesía se convierte también en un “arte de morir” que, en el último poema del libro, ofrece el pórtico hacia el que le continúa: la sexualidad perversa y mortífera del “Tractatus de sortilegiis” con el que enlaza Mal de amor. Como comenta Ethel Beach-Viti, el lugar escogido se convierte en “parodia del jardín edénico y del axis mundi medieval”, de modo que se alían indisolublemente la fecundidad y la muerte: la menstruación de las muñecas, el esqueleto naciendo entre organzas llevan a la sucesión angustiosa de los imperativos:

                No se pare, no se siente, no hable
                con la boca llena
                de sangre:
                que la sangre sueña con dalias
                y las dalias empiezan a sangrar
                y las palomas abortan cuervos
                y claveles encinta (p. 180)

Precisamente en Mal de amor, libro dedicado a la “bella enemiga”, el amor aparece como forma del agostamiento, como un enemigo al que también acompaña el terror porque se copula “hasta el exterminio” (“A la una mi fortuna a las dos tu reloj”, p. 17). La fusión de Eros y Tánatos es tan íntima que uno y otro se alimentan y consumen de forma necesaria e imparable, ya que se ama “con pasión sin compasión” (calambur ejemplar, pseudo epanadiplosis, dolorosa paradoja):

                La destrucción del ser amado por el ser amado
                es una práctica común desde la antigüedad

                Nos embestimos con pasión sin compasión
                y dormimos aferrados a esos cuerpos exánimes (p. 34)

Los amantes participan de un clima de violencia desgarradora en el que la amada es calificada de “asesina”: “Vuelves a mí/ porque el asesino/ siempre vuelve/ al lugar del crimen” (“Lugar común”, p. 29). De donde la herida del amor, “herida de todas mis muertes” (“Cuerpo de todas mis sombras”, p. 20), es permanente porque la belleza es aterradora, no es del otro mundo pero tampoco de éste (“A mi bella enemiga”, p. 15) y hace de la hermosa la encarnación del mal, la asesina a la que se desea “que sueñes con demonios/ con cucarachas blancas// y que veas las cuencas/ de la muerte mirándote/ con mis ojos en llamas// y que no sea un sueño” (“Buenas noches hermosa”, p. 33).

En Mal de amor, la muerte como pérdida del cuerpo comporta además, de forma profundamente original, la conversión del amante en fantasma, en sombra de sí mismo. Y esa cualidad que se va desarrollando en el texto (donde el poeta se vuelve sábana, funda de almohada o camisa sucia) se ramifica doblemente: por un lado, el fantasma subraya la cualidad enfermiza del amor que el título del libro señala inequívocamente; por otro, el fantasma es también, en tanto que sombra persistente, metáfora de las huellas de la cultura (tanto de la literatura fantástica, a la que Hahn ha dedicado notables esfuerzos ensayísticos, como de la visión cristológica del cuerpo del amado):

                Estuve todo el día entre tu ropa sin lavar
                disfrazado de camisa sucia

                Te oí llenar la artesa con agua
                y abrir la caja de detergente

                [...]
                Y ahora siento tus manos atónitas
                y tus ojos clavados en mí bajo el agua

                porque aunque raspas y escobillas y refriegas
                no consigues sacar la sangre de mi costado
                (“Fantasma en forma de camisa”, p. 35)

La presencia de referencias cristianas, a menudo en un contexto de profanación o de blasfemia, es destacable en la obra. Recordemos, en este sentido, que después de ser publicada en Chile, fue retirada y prohibida por “inmoral” –lo que no impidió que se hicieran copias mimeografiadas de muchos textos– ya que funde lo sexual y lo religioso de una forma deliberadamente provocadora en el poema titulado “Misterio gozoso”:

                Pongo la punta de mi lengua golosa en el centro mismo
                del misterio gozoso que ocultas entre tus piernas
                tostadas por un sol calientísimo el muy cabrón ayúdame
                a ser mejor amor mío limpia mis lacras libérame de todas
                mis culpas y arrásame de nuevo con puros pecados
                originales, ya? (p. 18)

Y se trata de un aspecto ya presente en Arte de morir (donde la atrocidad que acompañaba a las referencias religiosas se convierte en recurrente pues, mientras el “Hombre” “miraba/ desde lo Alto de las aspas en cruz”, “el sol, violentamente rojo,/ quemaba los trigales”, “El Viviente”, p. 34) que puede rastrearse en la producción posterior de Hahn.

Aunque Mal de amor viene a intensificar la tensión erótica de la obra del chileno y comporta una cierta “simplificación formal” a raíz de su menor ligazón con lo “literario”, refrenda la suya como una poética de la muerte tal como ya se apuntaba en Arte de morir, pues el mismo hecho de escribir se tiñe de furia, de grito de guerra, de la sangre que moja la pluma del pájaro con la que se escribe el poema (“Eso sería todo”, p. 41). Por ello, Edgar O’Hara puede sugerir que “quizás Óscar Hahn tenga un solo libro que podría llamarse Arte de morir de amor”. Y el poeta mismo declararía en una entrevista concedida a Martha Ann Garabedian que “así como el amor está en la muerte” “la muerte está en el amor”, concluyendo en la unidad de los dos poemarios, pues “pasan los temas de un lado al otro, esos dos temas básicos”.

En el siguiente libro, una modulación de la poética de la muerte ya presente en la obra previa de Hahn es enfatizada bajo el título de Imágenes nucleares. El libro, dedicado “A Otto Hahn, Premio Nobel de Química 1944, descubridor de la fisión nuclear” ofrece un conjunto de imágenes impresionantes en su terribilidad: imágenes de la furia, de la ira, de la violencia abrasadora, la del hongo radiactivo que lleva a la pregunta que cierra “444 Visión de Hiroshima”:

                el rojo sangre, el rosado leucemia,
                el lacre llaga, enloquecidos por la fisión.
                El aceite nos arrancaba los dedos de los pies,
                las sillas golpeaban las ventanas
                flotando en marejadas de ojos,
                los edificios licuados se veían chorrear
                por troncos de árboles sin cabeza,
                [...]
                Por los peldaños radiactivos suben los pasos,
                suben los peces quebrados por el aire fúnebre.
                ¿Y qué haremos con tanta ceniza? (p. 61)

Dos palabras dan título a un libro que se abre con un “prólogo para sobrevivientes” en el que Hahn denuncia la proliferación de armas nucleares, y el conjunto de visiones apocalípticas viene a confirmar que su preocupación por una de las formas contemporáneas de la muerte amplía y ahonda lo aportado en sus obras anteriores, hasta el punto de que la primera parte de Agua final, después recogida en Arte de morir, anticipa en gran medida las secuencias poéticas publicadas con el título de Imágenes nucleares.

De esta forma va haciéndose evidente un aspecto central de la obra del chileno: su vocación intertextual, que comporta el diálogo con textos tanto propios como ajenos e implica necesariamente la noción de palimpsesto, de literatura de segundo grado aguzada en sus siguientes Flor de enamorados (Santiago, Francisco Zegers editor, 1987) y Estrellas fijas en un cielo blanco. El primero se elabora a partir del cancionero anónimo Flor de enamorados, impreso en Barcelona en 1562, una colección de poemas de amor que Hahn reescribe al mismo tiempo que ofrece en un diálogo complejo y fecundo: el que mantienen un conjunto de poemas cortesanos del cuatrocientos reescritos a fines del XX que, al mismo tiempo, conversan con varias fotografías de personas anónimas tomadas a principios del XX en Valparaíso, con lo que se evidencia la posibilidad de transitar de manera nueva el viejo espacio común de la cultura. Como afirma Jorge Guzmán, “leer estos poemas es tanto el reencuentro con viejas unidades culturales aún vivas, como la conciencia de la transformación que han sufrido”. O en palabras de Adriana Valdés, “un texto que rastrea su propio deseo en el juego de la identidad/desidentidad con otro; en las ranuras donde logra caber; en sus afinidades electivas”; en definitiva, un texto que se emparenta, más allá de las literaturas nacionales, con los del peruano Antonio Cisneros o el mexicano Pacheco, por citar sólo dos nombres.

En el mismo sentido, Estrellas fijas en un cielo blanco ratifica la profunda cohesión de la obra del chileno, pues varios de los 21 sonetos que componen el libro ya habían sido publicados anteriormente en Arte de morir o en Imágenes nucleares. El poemario muestra una nueva forma de unidad, en este caso la dada por la forma métrica elegida, y cuyo carácter acrónico es plenamente asumido por el autor que identifica el soneto con la “estrella fija” que da título al libro, tal como puede leerse en el “Prefacio”:

                Estrellas fijas en un cielo blanco
                son los bellos sonetos pues no giran
                en torno de orbe alguno ni han rotado
                sus densas masas de catorce cifras

                No reflejan la luz del sol tampoco
                pero irradian su propia luz de adentro
                Y en el albor parecen en reposo
                o muertos cuyas tumbas son sus cuerpos
                [...]
                Y aunque hace miles de años extinguidas
                su fulgor todavía nos alcanza

Al cultivar una de las formas estróficas clásicas de la poesía en español, muestra  al mismo tiempo el carácter plural que asume el diálogo con aquellos elementos que forman el espacio cultural común, pues Estrellas fijas se abre con una dedicatoria, “Para Marceluna y Constansol”, que paralelamente recuerda a uno de los poetas chilenos de la vanguardia histórica, Vicente Huidobro, del que Hahn es uno de sus estudiosos más fructíferos. El Uno personal no puede entenderse sin el diálogo (la summa: homenaje, pastiche, parodia) con otras voces, lejanas y cercanas en el tiempo, aquellas por las que pueda conjurarse, como si de un tratado de sortilegios se tratase, el Cero temido. Además, la integración de lenguajes y discursos supone en Hahn no sólo la apelación al artista como bricoleur, sino también la inclusión de técnicas del montaje cinematográfico, la presencia de la música contemporánea (los Rollings, Mick Jagger, Nirvana, Miles Davis, el rock, el pop o el jazz, que suenan de manera muy intensa especialmente en sus últimos libros) o la relación con la pintura de Goya o el Bosco, lo que permite hablar de una estética hahniana de corte plural.

Por otra parte, también en Estrellas fijas, los temas recurrentes de la obra de Hahn confirman su carácter: el amor y la muerte apuntalan su inquebrantable adhesión y llevan hacia lo maléfico tal como expresa “La expulsión del Paraíso”. Por ello la escritura, en tanto que gesto de amor, también está contaminada por todas las formas de la destrucción: el poema que cierra el libro es un acto de conmiseración al lector, condenado a desvanecerse al mismo tiempo que el poemario se cierra sobre sí:

                Desdichado lector tuya es la mano
                que puso en marcha este reloj de arena:
                las sílabas ya caen grano a grano
                allá abajo palpita tu condena
                [...]
                Se te acaba la arena: no hay demora
                Despídete lector: llegó tu hora (p. 91)

De la evidente preocupación metapoética surge la pregunta “¿Por qué escribe usted?”, a la que responden cuarenta y dos razones que señalan, en su trabazón compleja, las múltiples y sin embargo complementarias motivaciones de la poética hahniana:

                Porque el fantasma porque ayer porque hoy:
                porque mañana porque sí porque no
                Porque el principio porque la bestia porque el fin:
                porque la bomba porque el medio porque el jardín

                Porque góngora porque la tierra porque el sol:
                porque san juan porque la luna porque rimbaud
                Porque el claro porque la sangre porque el papel:
                porque la carne porque la tinta porque la piel

                Porque la noche porque me odio porque la luz:
                porque el infierno porque el cielo porque tú
                Porque casi porque nada porque la sed:

                porque el amor porque el grito porque no sé
                Porque la muerte porque apenas porque más:
                porque algún día porque todos porque quizás (p. 55)

Como extraordinario versificador, Hahn re–utiliza (re–cicla) las formas literarias para que digan más de lo que sus moldes estrechos les podrían permitir, para que nombren su propia verbalidad. Tomar prestado entonces lo que la tradición consagró y tal vez conserve aún parte de su antiguo brillo, o incluso robarlo es lo que propone su siguiente libro, titulado precisamente Versos robados. En él se ratifican dos aspectos ya apuntados: el diálogo intertextual de los poemas –en particular con otros anteriores del mismo Hahn (aunque pueden citarse también intertextos bíblicos o relecturas de destacadas novelas hispanoamericanas) – y el ahondamiento de algunos aspectos que van modulando una poesía fuertemente cohesionada y al mismo tiempo dinámica.

Por lo que se refiere al primer aspecto, ya evidente desde el mismo título (“Todos mis versos son ajenos/ Yo tal vez los robé”), los poemas muestran imágenes de una violencia siempre estremecedora en la que se hace el amor hasta el vértigo y resulta emblemática la figura de la “Mantis religiosa” ya que fusiona perfectamente lo erótico y lo tanático, así como también aporta por el uso del adjetivo un conjunto de referencias cristianas de enorme brutalidad, presentes en “Una noche en el café Berlioz”, “Silla mecedora”, “Sujeto en cuarto menguante”, “En una estación del Metro” (escrito a modo de “malaventuranza”) o “Higiene bucal”:

                Tomo una escobilla de dientes
                y la mojo con agua bendita

                La escobilla empieza a arder
                como trapo empapado en gasolina
                [...]
                Tomo la escobilla en llamas
                y me lavo los dientes uno a uno

                Rezo porque se quede encendida
                y libere de pecados mi verbo

                Podré sonreírle al Altísimo
                con la boca llena de cenizas

En cuanto al segundo aspecto, lo más novedoso del libro es que indaga en una veta absurdista que surge de las visiones surreales que el inconsciente y lo autocontemplativo generan en aquel que navega “a la deriva por el sueño” (7 de “Sujeto en cuarto menguante”, p. 38), aunque esta característica sólo corresponde a la primera parte del poemario, la titulada “Versos robados”. La segunda, “Hotel de las nostalgias”, tiene un carácter referencial más fuerte: es el testimonio nostálgico de lo vivido, la crónica de una generación –la de los adolescentes de los años 50, los exiliados/represaliados a partir del 73,  los testigos del asesinato de Lennon–.

Por otro lado, y a pesar de tratarse de un libro con dos partes claramente diferenciadas, las dos están inundadas por el “sol de la muerte”, el que ilumina y al mismo tiempo mortifica, con lo que toman cuerpo propio las palabras con las que Hahn se refiere a su obra: “mi poesía es un llamado de atención, de alerta; no pretende ser didáctica sino ética”, ya que aspira a revelar “la condición de exiliado permanente que tiene el ser humano, con todos los elementos de creación, de destrucción”.

Ambos rostros señalan la condición dual de su poética: la articulación numerológica que apuntaba al principio y que cada vez va siendo más explícita o consciente: , publicado siete años después, suma en sus dos términos la noción de paradoja (oxímoron con el que dar cuenta de la fusión de sacralidad y mundo): demonio y exorcista a un tiempo, el poeta articula también la relación del hueso contra la carne o del hombre contra la mujer en una lógica binaria de consecuencias dolorosísimas que recupera sus viejos fantasmas para fundir Eros y Apocalipsis en una propuesta ecológica que podríamos nombrar como ecoerotismo. El lenguaje bíblico que cuenta el fin del mundo es así el lenguaje que describe la llaga radiactiva, la herida de uranio que aún no ha cicatrizado en Hiroshima y es, también, la herida que el amor causa, cauterizada por el amor como cara y cruz de la misma moneda.

El existencialismo agudo de los libros anteriores se ha asimilado completamente al lenguaje del texto, y los ecos de la tradición, siempre presente en Hahn, han sido integrados de tal forma que son ya cuerpo mismo del poema. Menos explícitos que en libros anteriores, sin embargo, siguen dotándolo de riqueza geológica porque abren capas de significado, así en “El soñador” o en “Cuerpos gloriosos”, que hace lenguaje las características anotadas:

                Yo que siento el mensaje de otro cuerpo en la piel de mis dedos
                 de otro cuerpo que me dice temblando yo también te deseo

                Te deseo en la lluvia que llena de plata tu espalda
                 te deseo en aquello que gime e implora debajo de tu falda

                Tu cuerpo palpitante con todas sus voces me invoca
                Su puerta se humedece y me llama como una nueva boca

                Y mi llave que tiene la forma de una llama erecta
                 va buscando el camino glorioso que conduce a tu puerta

                Majestuosa es la blanca montaña majestuosos tus pechos
                y mi mar que tranquilo te baña y que empapa tu lecho

                Puro fuego es tu cielo puros besos te cruzan también
                Nuestros cuerpos tendidos son la copia feliz del Edén

La suma de pareados se cierra de forma irónica en los dos últimos con la reescritura del himno de Chile, que comienza “Puro Chile, es tu cielo azulado,/ puras brisas te cruzan también,/ y tu campo de flores bordado/ es la copia feliz del edén”. La montaña majestuosa, el mar tranquilo que baña Chile o el campo de flores que cantara el poeta Eusebio Lillo, es aquí suma de los cuerpos en el acto de amarse; se superponen las imágenes idílicas, de carácter bucólico compuestas por el poeta a mediados del XIX con las encendidas por Eros en el poema de Hahn. La visión arcádica y serena, reescrita en el contexto ecopoético de los últimos años, es atravesada por el fuego del amor carnal que modifica la naturaleza de lo poético al agudizar un ecoerotismo de intensa eficacia que ya había asomado en poemas anteriores (“Partitura” de Mal de amor proponía que “La música de las esferas/ no la produce la rotación/ de los planetas en el cielo/ sino la frotación/ de los cuerpos en la tierra”), ahora profundizado en su significado escatológico. Así, entre las numerosas reelaboraciones del mito del Apocalipsis en la contemporaneidad, hay en Hahn una gran coherencia al articular una poética que atiende tanto al holocausto nuclear como al holocausto amoroso, ambos formas extremas tanto para el individuo como para la especie.

De esa misma articulación dual brota el poemario En un abrir y cerrar de ojos (2006), con el que ganó el VI Premio Casa de América de Poesía Americana y que encierra en ese doble movimiento el abrir de Eros, el cerrar de Tánatos. Si para libros anteriores podíamos hablar de un doble holocausto, ¿cómo no leer los extraordinarios “Torres gemelas” o “Los jinetes del Pentágono” en el mismo contexto teórico?

                "Torres gemelas"

                Estrellaste tu avión contra mi torre 
                y yo mi avión contra la tuya

                Eso fuimos los dos:
                torres gemelas que se desplomaron
                torres en llamas que se hicieron escombros

                Y ni siquiera habrá un monumento
                A la memoria de nuestro amor:

                Solamente un terreno baldío
                Y una nube de polvo (p. 10)

La zona cero, ese espacio baldío y desolador enclavado en el corazón mismo de la isla de Manhattan, metáfora a su vez desoladora de este comienzo del siglo XXI que promete no dejar en mal lugar al siglo XX, es al tiempo experiencia individual y colectiva, mito e historia, Eros y Apocalipsis. Este último, además, se hace particularmente intenso en el siguiente poema, que convoca a los cuatro jinetes del libro de la Revelación:

                "Los jinetes del Pentágono"

                A las doce vendrán llenos de espuma
                ante ti dejarán coronas de humo
                bajo el sol calaveras de caballos
                con jinetes vestidos de esqueletos
                contra ti lanzarán sus improperios
                de siete en siete en formación marcial
                desde Londres Berlín Washington Roma
                en carrozas con swásticas y estrellas
                entre animales con cabezas de hombres
                hacia el mismo confín del orbe en llamas
                hasta las catacumbas del infierno
                para escarnio del ojo no vidente
                por un río de sangre radiactiva
                según ordenan las corporaciones
                sin compasión sin compasión avanzan
                so riesgo de vaciar el firmamento
                sobre los inocentes escondidos
                tras murallas de paja y de papel (p. 11)

La riqueza simbólica del poema es extraordinaria y la larga sucesión de endecasílabos, que aporta el tono de letanía al texto, recrea numerosas imágenes apocalípticas enraizadas en el Antiguo Testamento que ahora moja el río de sangre radiactiva, la amenaza del hongo nuclear. Tal imperativo ético permitió al jurado valorar el uso de la ironía y el compromiso del libro “con la interpretación del mundo contemporáneo”, porque lo antiguo y lo nuevo se funden completamente, el lenguaje arcaico de los textos antiguos cobra actualidad y los caballos del Apocalipsis parten de las capitales económicas y políticas del mundo. Guerra, hambre, enfermedad y muerte son los cuatro jinetes vestidos de esqueletos que, para conformar la imagen del Pentágono con sus cinco lados, necesitan una figura más, el Amor mortífero del poema “Torres gemelas”, contrapunto en cierto sentido de “Los jinetes” (de modo que ambos forman un díptico central en el libro), que a la vez se complementa con el del poema “Pena de muerte”: Eros escatológico por tanto, asociado al Tánatos nuclear en tanto que dualidad recorrida por la disonancia.

Como si toda la obra de Hahn gravitase sobre un mismo centro, siempre dual: son numerosos los títulos que se conforman a partir del dos (sustantivo y adjetivo –Imágenes nucleares, Versos robados,  Antología virtual, Antología retroactiva, Apariciones profanas, Archivo expiatorio– o dos sustantivos unidos por preposición y por tanto, sin significado propio –Tratado de sortilegios, Arte de morir, Pena de vida–). Incluso títulos más largos como Estrellas fijas en un cielo blanco o En un abrir y cerrar de ojos se conforman a partir del mismo principio estructurador (sustantivo + adjetivo, verbo + verbo).

Lo doble, lo jánico, aquello que revela su cara y su cruz (otra de las parejas centrales de un lenguaje empapado en su raíz judeocristiana que mira con escepticismo los tiempos modernos), la relación dialéctica de contrarios alimentados por Eros y la muerte en su fusión medular (nuclear) de significación ecoerótica, la aspiración al Dos siempre atravesada, en la extraordinaria producción de Hahn, por el chirrido disonante que otorgan la lucidez y la poesía.