Héctor Carreto

        Héctor Carreto


Ciudad de México, México, 1953. Estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Libros: ¿Volver a Ítaca? (1979), Naturaleza muerta (1980), La espada de san Jorge (1982), Habitante de los parques públicos (1992), Incubus (1993), Antología desordenada (1997), Coliseo (2002), El poeta regañado por la musa, antología personal (2006), cuya versión en italiano fue publicada por Levante Editori-Bari, Poesía portátil 1979-2006 (2009) y Clase turista (2012). También es autor de antologías de poesía, entre ellas, La región menos transparente, antología poética de la Ciudad de México (2003) y Vigencia del epigrama (2006).

Ha obtenido los  premios nacionales Efraín Huerta (Guanajuato), Raúl Garduño (Chiapas, Carlos Pellicer para obra publicada (Tabasco), el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 2002 y el “X Premio de Poesía Luis Cernuda 1990", en Sevilla, España.

Es profesor-investigador de tiempo completo de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.



 

 

HOMBRE DE BOLSILLO

 

Los hombres de bolsillo son pequeños,

visten de oscuro

y corren peligro de ser confundidos con ratones.

No obstante son inofensivos

y es débil su chillido.

Se limitan a cumplir,

no más, no más.

Como buenos relojitos caminan por la calle.

¡Qué lindos muñequitos de cuerda,

qué monos!

No sienten la cadena que va desde su cuello

hasta el chaleco de los dioses

ni la mano que tranquila

los guarda en el bolsillo.

 

 


TENTACIONES DE SAN HÉCTOR

 

Señor:

He pecado.

La culpa la tiene Santa Dionisia,

la secretaria de mi devoción,

quien día a día

me exhibía sus piernas

–la más fina cristalería–

tras la vitrina de seda.

Pero cierta vez

Santa Dionisia llegó sin medias,

dejando el vivo cristal al alcance de la mano.

Entonces las niñas de mis ojos

–desobedeciendo la ley divina–

tomaron una copa,

quedando ebrias en el acto.

¡Qué ardor sentí

al beber

con la mirada

el vino de esas piernas!

Por eso, Señor,

no merezco tu paraíso.

Castígame; ordena que me ahogue

en el fondo de una copa.

 

 

 

 

RESPUESTA DE DIOS A LA CONFESIÓN DE SAN HÉCTOR

 

San Héctor, hijo:

tu pecado es grande

pero no tan grave como el mío.

¿Qué voy a hacer ahora, san Héctor?

Escucha:

tú deseaste

los labios de una hembra,

pero mi pequeño cardenal deseó a mi madre,

la Virgen;

y la culpa la tiene ese Freud, mal amigo,

ahora en el infierno:

me obligó a espiar

por el ojo de la puerta:

en su altar

mi madre se ajustaba una media

con lujo de detalles.

¡Qué espectáculo, san Héctor,

qué delicia!

Pero, ¿qué voy a hacer ahora

si se enteran los discípulos?

¿Qué diría Juana Inés?

Cuando lo sepa el diablo, ese Marx,

se morirá de la risa.

Ayúdame, san Héctor,

te lo suplico,

reza por mí,

y no te preocupes, hijo mío,

estás absuelto.

 

 


UNA NUEVA ANTOLOGÍA MEXICANA

 

El crítico insiste:

“No debe fluir sangre en la Poesía,

enfermedades ni quejas políticas,

tampoco risas ni charlas de sobremesa:

no a la tragedia, no a la comedia.
La aventura del inodoro lenguaje es el súmmum”.

¡Parientes y lacayos del crítico:

llamen a psiquiatras

y que vengan las camisas de fuerza!

La antología de este necrófilo

está tomada sólo de poemas muertos.

 

 

 

EVELIO, SONETISTA

 

Evelio:

Son tan rígidos tus versos

que ni los difuntos aceptan

ocupar tus ataúdes de once sílabas.

 

 


LA OVEJA DESCARRIADA

 

Señor:

Déjame besar los labios de esa joven romana.

 

No soy tu cordero más blanco,

no soy tu daga más pulcra

pero no falto a misa,

no olvido el ayuno

ni repartir el pan entre los mendigos.

Déjame besar los labios de esa joven romana.

 

Déjame ser Uno con ella,

dame la forma del áspid

para enroscarme en su cuello

senos

vientre

muslos

tobillos

bajo el frondoso manzano.

 

Señor:

El vino de consagrar es exquisito

pero el que brota

de sus intimidades

me abre las puertas del éxtasis.

 

Ella no habla la lengua de tu iglesia;

cultivada por Venus y Minerva,

otorga Placer

sin culpa ni castigo.

Déjame besar los labios de esa joven romana.

 

Señor:

Si me permites palpar su húmeda belleza,

lamer los dedos de sus pies,

quizás me permitirías subirla a un altar,

pero no es una virgen, Señor:

es la pantera que triunfal ensaliva

mi cuerpo.

 

Señor:

No soy tu cordero más blanco,

no soy tu daga más pulcra:

tal vez no merezca tu edén,

pero deja que ponga mi pez en esa boca.

Cierra los ojos, y por piedad

déjame besar los labios de esa joven romana.



EN LA TUMBA DE HELENA

 

En vida no tuvo par su belleza;

tampoco su crueldad.

No permitas, sepulcro,

la resurrección: por su culpa

muchos regaron sus vidas.

En nombre de ellos

te suplico, Mnemosine,

nos hagas olvidar sus vilezas

y nos otorgues memoria suficiente

para laudar sus ojos sin par,

ya en ánforas,

ya en epigramas desdichados.

 

 

EL CIEGO

Aunque redacta discursos,

Victórico es analfabeta:

no ha leído su epitafio.

 

Victórico ya es difunto

y aún no lo sabe.

 

                                              

 

 UNA TUMBA SIN INSCRIPCIÓN

 

No colocarán sobre tu cabecera

un busto semejante al de Darío

o al de aquellos senadores acaudalados.

 

A semejanza de los argonautas perdidos,

un remo sin nombre señalará tu sepultura

y tal vez sólo la mujer que te ama

repita tus versos.

 

A mayor homenaje no podrás aspirar.

 

                                                           

 

LEÓNIDAS

 

Te felicito, Leónidas;

Tu libro fue un éxito de ventas.

No más deudas.

Ahora podrían ser tuyos el Armani

y el Jaguar del año,

viajar a los confines de Europa

y adquirir una villa

cercana a la de Sharon Stone.

 

Lástima, Leónidas,

que Fortuna tocó con retraso a tu puerta

y que no puedas siquiera aspirar las flores

que tus herederos te han llevado a la cripta.

 

                                                              

 

ATAÚDES

 

Fieles a la tradición,

los poetas decimonónicos

edifican sus poemas con medidas exactas

(sellan los ventanales

para que no se cuelen aire ni ruido),

y en esos estrechos versos

se guarecen de la contaminación mundana.

Intento hablarles de lo que ocurre afuera,

de la alegría del niño, de las turbias tempestades

y del gozo en el banquete,

pero jamás responden.

¿Estarán sepultados

en sus muertos poemas?

 

                                               (Inédito)