Jorge Ortega



            Jorge Ortega

Mexicali, B.C., 1972. Participó en el taller de literatura del Cetys, en 1991, coordinado por José Manuel Di Bella. Becario del FOECA como joven creador en 1997 y 2000. Ha sido ganador en la selección del libro universitario 1999. Periodista cultural de La crónica, Frontera y Bitácora. Ha publicado Crepitaciones de junio (poesía, 1992), Rango de vuelo (poesía, 1995), Deserción de los hábitos (poesía, 1997), Cuaderno carmesí (poesía, 1997), Fronteras de sal. Mar y desierto en la poesía de Baja California (ensayo, 2000). Con el libro Devoción por la piedra obtuvo en 2010 el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines.

 

 


HACIA EL METRO


La calle huele a calle.

En el aire desierto
gravitan los olores.

Polvo, aserrín, ladrillo
rociados por el alba
y su lengua de vaho
que pudre los cerrojos.

Las puertas se abren solas
al principio del mundo;
de los talleres envueltos

por las redes de la somnolencia
salen los simulacros
de un incienso humilde.

El tiempo restablece en la mañana
los ruidos olfativos:                  
                                 indicios, 
                                                emisiones 
de un futuro que cruza 
despa
          ciosa
                   mente
como el gradual despliegue de la flor
el ancho pergamino de una nueva jornada.

Nada me consta, 
arquitectura efímera.

Invisible sobre lo invisible.


LECCIÓN DE BIOLOGÍA


El pájaro es más leve 
que la rama
en el jardín de la fragilidad.

Resbala, se desprende
una migaja 
de agua,
ejerce
sobre la nervadura de la hoja
el peso vertical 
de su abalorio.

Mas 
el pájaro
se arraiga a las cornisas
como una marioneta
tirada por las hebras de la lluvia.
Nosotros, a la inversa,
no terminamos nunca 
de caer,

igual que el cielo que se desmorona
bajo el hacha del trueno.

Terrícolas, el suelo nos reclama.

Y así, sólo nos queda
acatar la inercia del diluvio
y el ascenso del pájaro

desde un punto de mira que reitera
la imposibilidad 

de nuestra hechura.

PRETEXTO DE LUGAR


La piedra y la naranja,
su contigüidad.

La roca y el pistilo.

Entre ambos
la celosía de un vitral:
racimo de contrastes,
       antinomias.
El siempre y el ahora traslapándose
en la longevidad 
                            y lo 
                                   caduco,

aspereza inmune,
suavidad 
de la cáscara.
Lo eterno y lo perecedero
desmarcan de este modo sus dominios,
el pedregal y el huerto,
la piel junto al cascajo,

el parto y la convalecencia
en un mismo pasillo de hospital.

Entre permanecer y doblegarse,
entre estar llegando y estar yéndose
una sola pared
y dos habitaciones,

la cuenta regresiva.


EL JARRÓN

Donde no hay un jarrón
hay un jarrón.

Es el jarrón
que fabrica el deseo, el jarrón

que no compraste en Nápoles
pero que participa
de una memoria herida
por la desposesión.

Lo huérfano de ti,
aquello que anhelaba tu rescate
en el momento preciso

detona en la pupila, logra empinar el río
del aire peregrino que traslada 
las ofrendas de unos
          a otros 
                      territorios.

El jarrón que aún te aguarda en Nápoles
se acostumbra al espacio que no ocupa, crece
en la repisa austera de la sed
pintándose solo.

¿O es acaso el entorno el que se adapta
a la forma añorada?


MARGEN DEL FRÍO

Voy por la intemperie tocando puertas,
haciendo sonar las aldabas.
Llevo en la mano una llave para rasgar el vidrio
o despertar al muerto por la espalda,
un astil de cuarzo para escribir una súplica.
Voy por la orilla a penas, o apenas por la orilla, por el borde
de afuera,
sobre una cinta esbelta
circuida de vértigo.

Pregunto por lo que hay detrás del muro,
el resplandor lunar no a todos revelado,
la ansiada kriptonita
que podría sanar al canceroso,
el diamante de sal cuya pureza
encandila al ciego
y le devuelve la vista.

En el hueco estelar vibra la noche
y acá abajo el latido
de los presentimientos
toca el tambor de un aire que está casi a punto
de contar un secreto.

Pero algo se inmiscuye.
El grosor del oxígeno pudriendo la ballesta de una causa,
un ensamble de ruidos callejeros ahuyentando al gato ineludible,
la espada luminosa de unos faros
hundida en las entrañas del follaje.
Y continúo mi camino
de lado, por un lado,
en la delgada acera de la credulidad,
en la zona minada de falsas conjeturas
donde la oscuridad se magnifica
y en algún sitio deben conspirar
las migas del hallazgo.