José Landa

           

             José Landa


Campeche, Camp., 1977. Escritor, periodista y pintor.  Ha publicado los libros de poesía Tronco abierto (Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Campeche, 1993), Habitación del cuerpo (Ediciones del Artesano, 1996), La confusión de las avispas (CNCA-Fondo Editorial Tierra Adentro, México 1997), Álbum extraviado en aguacero (Mantis Editores, Guadalajara, Jalisco 2005) y Sonidos como los cascos de un galopar (Ayuntamiento de Campeche, 2005),  así como compilador del breve volumen de narrativa erótica El tacto y el verano (FOMES, 1996).  Sus libros más recientes son Naviguer est un oiseau de brume –ed. francés-español– (2010), Tribus de polvo nómada (2011) y Ciego murmullo de ciudades portuarias (2011), premio Mesoamericano de Poesía Luis Cardoza y Aragón 2010, otorgado por los gobiernos de México, Guatemala y el Fondo de Cultura Económica. También se le ha traducido al portugués y valenciano.






PEZ BOQUIABIERTO

Luego del pez
el poeta caerá en su propio anzuelo de palabras
 
Amante del dolor
Colgará su cuerpo de un alambre con púas
La carne gritará maldiciones
Fantasmas que estuvieron siempre sin querer
 
Cuando el grito se suspenda en el aire
como una cuerda de violín
Las escamas se abran a la tortura
No brillará la sangre del poeta como su lengua sin infierno   


MIRANDO CIERTO MUELLE

Mira el muelle 
La brisa que dirige a sus naves el deseo 
La brisa y su ojo codicioso 
La brisa y su entrepierna caliente 
Toca el muelle 
–Su neblina araña rostros oculta heridas 
Cuida los muros que levanta el silencio 
La agonía la ceguera del puerto– 
Muerde la arena 
Degusta su pepita amarga donde ni Francis Drake 
ni Morgan previeron nuestros pasos 
Donde sólo nos queda la memoria ese vómito marino.



LAS NAVES 

Para Raúl Blanqueto y Carlos Vadillo, 
en la ebriedad de sus memorias. 

Las naves que no fueron las que nunca han sido otra cosa 
que traficantes de fierezas 
Buscan un sitio en la memoria de hombres pobladores de 
los muelles 
Sus esqueletos quedan ahora como cascos habitación del 
óxido después de una batalla 
Vencedores de una pelea víctimas de la hecatombe del 
invencible tiempo 
Sangran la sangre es un río sin desembocadura el grito 
es una espina muda en la ingle 
De aquellas naves ninguna dura las arenas hablan de 
capitanes y marineros que nadie conoce 
Los libros cuentan de ladrones asesinos escoria de otros 
siglos blanco del odio y la indiferencia de estos días 
Ya el salitre recorre antiguos nombres apellidos que son 
moneda corriente en las calles 
Ya el olvido recobra lo que le pertenece incluso la huella 
que alguna vez dejaron esas naves en la brisa 
para alabanza y gloria de sus héroes 
Han pasado los años sólo queda de las hazañas de fieros 
navegantes estas palabras que nada cuentan de 
ellos ni los alaban 
Y esta obsesión de pensar que existieron



LA LLAMA 

Los que traen su vida a capotazos 
(amaestrada la llama) 
Puesta como un clavo en las venas 
Como un nudo en la cintura 
Besándole el cuello y los senos 
Memorizándole nalgas y piernas 
Son quienes el día que menos esperan 
se despedirán con llanto y desesperanza 
aun sin terminar sus agendas



UN VAHO INVERNAL  
(Segunda variación de la neblina) 

Cuatro continentes heridos en mi pecho. Creía que conquistaría el mundo
Muhammad Al-Magut
 

Hay un vaho invernal que nos envuelve, 
que seduce, que invade los caminos 
del ayer y el mañana 
como si todo el año fuese un mismo diciembre.
 
Hay demasiado invierno en los caminos 
del tiempo, de la tierra, 
como palabras y conversaciones.
 
Digamos, pues, que el mundo, 
está comunicado 
por partículas de aire, por silencios y ruidos 
que mataron Babel,  
por un aire que va más allá de los puentes 
que apenas se distinguen a lo lejos
cuando se viaja en tren, 
y se olvidan las calles, la rutina
de la humedad y el polvo en los rincones 
de los días aciagos cuando todo es estático 
pese al gris movimiento de ciudades
que devoran la calma de la gente.
 
Hay demasiado invierno en los caminos, 
para el calor que adentro nos enciende
como lámparas viejas que arrinconó el otoño.
Subimos a los trenes, 
aliados contumaces del destino,
y puede que viajemos paralelos a riberas de ríos 
que son hijos de Heráclito el desnudo de instantes,
de relojes que apresen su espíritu de nómada.
 
Sopla el vaho del viaje contra las ventanillas,
empaña los cristales del ahora, 
del ayer y el mañana de este desplazamiento,
alza efigies de polvo en la trastienda
del cuerpo, los sentidos 
que madriguera son del pensamiento.
 
También digamos que en este trayecto, 
vemos hordas de imágenes y huellas, 
repúblicas enteras de sonidos 
que anidaron por mucho entre la ropa
y se afianzaron fuerte al equipaje 
de la memoria nuestra.
 
Muy a pesar de todos los vigías 
que recorren adentro los pasillos, 
y estaciones afuera,
algo que soslayamos nos detiene
y entonces otra gente se aprovecha 
para sumarse pronta
al tráfico infinito de este tren
que alguien imaginó como una flecha
en busca de algún blanco misterioso
más allá de los días y las horas
que secuestran ciudades y azuzan a viajeros
detrás de nuevos rumbos que inventar.
 
Hay un caos que impera en cualquier estación  
de ese mundo agorero, 
donde bajan y suben los viajantes
del inminente invierno que invade al porvenir.
 
Sobra decir la luz, 
mejor decir la bruma, las preguntas
de futuros arcanos 
que aguardan más allá del horizonte.
Es preferible entonces un poco de neblina
que ilumine este invierno cuyo vaho 
humedezca el azar de la mirada, 
sus placeres y miedos en caminos extraños 
que se vuelven moneda cotidiana.
 
El estupor recorre nuestras venas 
como rieles del tiempo. 
Atisbar hacia adentro no nos libra 
de tocar el afuera 
como la piel de vírgenes lloviznas.
 
Entonces el lenguaje, los sentidos, 
tejen un hilo que durante el día 
enreda al universo, y por la noche sirve 
de Lazarillo torpe que les indica búsquedas
–tal vez interminables, absurdas inclusive–,
sitios de los que nadie jamás ha comentado.
 
Y es que un vaho invernal se cuela en todas partes,
la cuestión es andar pese a su frío, 
reducirlo quizás a una voluta de humo 
que surja de cualquier cigarro Camel, 
dejarla en el andén del arrepentimiento,
mientras los ojos trazan en los rieles
un horizonte curvo y nada más, 
pese al vaho invernal que nos envuelva, 
que seduzca, que invada los caminos 
del ayer y el mañana como si todo el año 
fuese un mismo diciembre
y el tren fuera un instante 
que nos muestre fugaz el infinito.