Marco Antonio Campos

        Marco Antonio Campos

Ciudad de México, 1949. Poeta, narrador, ensayista y traductor. Ha publicado los libros de poesía: Muertos y disfraces (1974), Una seña en la sepultura (1978), Monólogos (1985), La ceniza en la frente (1979), Los adioses del forastero (1996) y Viernes en Jerusalén (2005. La editorial El Tucán de Virginia volvió a reunir en 2007 su poesía en un solo tomo: El forastero en la tierra (1970-2004). Es autor de un libro de aforismos (Árboles). Ha traducido libros de poesía de Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, André Gide, Antonin Artaud, Roger Munier, Emile Nelligan, Gaston Miron, Gatien Lapointe, Umberto Saba, Vincenzo Cardarelli, Giuseppe Ungaretti, Salvatore Quasimodo, Georg Trakl, Reiner Kunze, Carlos Drummond de Andrade, y en colaboración  con Stefaan van den Bremt, Miriam van Hee, Roland Jooris, Luuk Gruwez, André Doms y Marc Dugardin. Libros de poesía suyos han sido traducidos al inglés, francés, alemán, italiano y neerlandés. Ha obtenido los premios mexicanos Xavier Villaurrutia (1992) y Nezahualcóyotl (2005). Y en España, el Premio Casa de América (2005) por su libro Viernes en Jerusalén. En 2004, se le distinguió con la Medalla Presidencial Centenario de Pablo Neruda otorgada por el gobierno de Chile. En París es miembro de la Asociación Mallarmé.



LA POESÍA

Días claroscuros del invierno del ’68, la poesía 
era gorrión que picoteaba y picoteaba la hoja y llegaba 
con el invierno frío en el rostro de la joven enlutada,
la ceniza en la frente era fuga y aventura, 
y yo sentía o presentía, que salvo relámpagos esporádicos, 
mi vida no estaría a la altura de las olas, pero que 
amaría el lúcido mar, el sol salvaje, la golondrina azul,
la poesía y el ángel, y, claro, digamos así fue,
y la poesía surgió en mi ventana con el habla 
del gorrión y me habló caligrafiándome desde 
el rostro moreno y el cuerpo ondulado 
de la joven enlutada, y allá, más allá, más allá 
de la ribera y de casas exiguas,
que parecen a un metro de precipitarse al mar,  
entreveo hoy las montañas en la niebla azul,
y escribo un poema, igual o parecido al que escribí 
en aquel invierno monótono, gris, tristísimo del ‘68, 
cuando el gorrión entró por la ventana a escribir 
–a picotear   a picotear- en mi cuaderno de papel pautado 
una leve melodía que no dejo de escuchar
cuando vuelven días como los de aquel invierno 
lesivo, hosco, hostil, pero que al menos dio con su gran luz
la figura melodiosa de la joven enlutada.

                                                                                                    Puerto Vallarta, 2012


¿DIJE ESTO?

a Carmen Ruiz Barrionuevo

El reloj de Plaza Mayor suena a la hora en que no vine. 
¿Quién me hizo? ¿El azar o Dios? 
¿Me hice yo mismo?
¿Demasiados años de dolor y angustia compensan
los jardines repentinos en el año que no vi?
¿Quién recogió de mi cerebro el vidrio
en el canal de la calle para hacerme una ventana?
Odié el odio, quise el bien, traté de hacerlo, pulí la amistad, 
asumí el hacerme de enemigos, y la culpa 
me siguió tras de los árboles sin alejarme.
Abril fue azul y nadie me esperó este mayo.
Perros conducen a los dueños fuera de las puertas.
Gorriones son puntos verdes en el aire quieto. 
“No hace mucho comprendí –le digo a Carmen-
que la vejez es la muerte a media muerte.
Me atristo ante lo mucho o 
lo poco que viví, sin saber cómo fue 
ese mucho o poco. Metafísica o realmente 
me he quedado a un paso de la meta.”

¿Dije esto? ¿Yo lo dije? ¿En verdad lo dije?

                                                                                        Salamanca, 2010


EN EL TREN DE RABAT A FEZ

a Jorge Valdés Díaz Vélez y
a Amalia Bautista


Desde la ventana del tren veo el río 
y el río me aleja, se reduce, es humo 

Sauces de agua, eucaliptos con sed de sed,
hileras de pinos para sombrear la altura

Pueblo tras pueblo miro casas 
con formas que no tienen forma

Vacas y asnos pastan en la llanura
como si fuera la antepenúltima hierba

¿Por qué en el postremo año
vuelven los amores idos 
como
hojas 
caídas
y marchitan almamente
el corazón que duele?

¿Por qué, si en la cuaresma 
no hice caso, llevo la ceniza
en la frente y el miércoles me sangra?

¿Por qué los trenes van por la vía férrea,
-firme, directamente-, y nosotros 
sólo en el dédalo del adiós y nunca y no?

¿De qué sirvió actuar en el Teatro del Inmundo, 
si falseamos las máscaras,
y sólo llegamos a los sitios 
porque debíamos llegar?

Si no fuera esa vez, si no fuera aquel febrero 
del ’82, en aquel domingo del
febrero doloroso, si entre Marta y María
Jesús me hubiera destinado a Marta

(En el patio de las columnas y en jardines, 
en torno de los mausoleos de los reyes, 
familias y parejas y grupos de amigos
hacen el paseo dominical)

Cactus y árboles y arbustos 
parecen arañar y rasguñar el aire
 
Colinas nómadas, colinas roídas, 
los cactus se han puesto sus coronas de púas

En estaciones pequeñas, donde para el tren, 
los naranjos resplandecen 

 (El mar azul, desde la Medina de Rabat,
me hacía creer que los navíos a la distancia
vivían inmóviles)

Y sí. Y si repaso la vida son imágenes y
fragmentos imposibles de unir
Claro: hubo tiempos felices, claro,
fui por décadas rabioso y fuerte, y claro,
hubo partidas y regresos sin fin 
a la vera múltiple que el Mediterráneo dio 

Pero yo quería contarles otra historia
Yo quería contarles de aquella joven
del límite del ’81 y del principio del ’82, con
la que esperé vivir una vida y las siguientes, 
y no fue, no fue así

Ah la recuerdo: delgada, lúcida, ligeramente frívola
y de rasgos tan perfectos que mi corazón 
ya no vio el mar
Con el vuelo de las abejas la veía venir, 
y trístida la sangre repetía 
lo que perdí, lo que terriblemente perdí,
porque el ayer, enemigo de sí mismo,
porque el ayer sin mí mismo me hizo
que su olvido fuera lo que no fui
y mi recuerdo lo que no fue

Y sin embargo

Y sin embargo de Meknés a Fez el tren 
es puro vértigo
Las hojas de los olivos bailan 
una leve danza que platea el aire 

Llega el tren a la estación
Avispea de gente 

“Con los años, lo verás
-decía mi padre-,
uno acaba por sentirse
como una valija en consigna
que alguien olvidó recoger”

                                                                2012




CAMINO A OTAVALO

A Xavier Oquendo y 
Gabriel Chávez Casazola

Casas en quebradas,
casas mordidas por la roña, casas de tejas sin color

¿Por qué en América Latina los árboles 
parecen cuellos cortados en el piso?
¿Pero acaso seremos siempre un país sin país?
Dios migró de aquí hace mucho y se fue por 
el camino de la niebla donde nadie vuelve
¿Para qué esperar al que estuvo lejos
y no quería volver a contemplar lo que hizo?

De Carapungo a Calderón
se alza una parroquia
para que el nómada y el solitario
recojan la hierba seca 

Un momento, les digo:
la caída azul de una golondrina pequeñísima
es una herida en el paralelo cero
Tremolan y espejean
                                  las hojas de los árboles
con el aire y sol de junio
 
Cactus elevados, manchas de hierba, 
piedra calcárea en las montañas, 
arbustos ásperos que espinan 
Se huele la quemadura del rastrojo

A veces la vida es tranquila como un punto y aparte
No sigas a Ibarra. ¿Para qué?
Desde lo alto Otavalo te parece 
un cuadro en miniatura

Es tal la claridad del lago que 
se reflejan intactas las casas en las aguas
La niebla, de pies pálidos, 
sube despacio 
al cráter del volcán

Uno ignora, o apenas si percibe, que
la mayor parte de la vía la anduvo a ciegas

¿Pero cómo vine aquí?

                                                                                2011


DE LO POCO DE VIDA

De lo poco de vida que me resta
daría con gusto los mejores años,
por saber lo que a solas
de mí has pensado.
 Y esta vida mortal y de la eterna 
lo que me toque, si me toca algo,
por saber lo que a otros
de mí has hablado.
Bécquer, Rimas.

Ah días del ’82, dibujados en el cuaderno 
que caligrafío frente al parque. Ahora bien,
te lo digo de nuevo: ¿dónde poner las palabras que eran tuyas 
y decían al repetírtelas lo bello y lo bueno que me eras?
Yo sabía que llegabas porque miles de abejas
punteaban en oro la tarde hacia el ocaso.

El café del hotel donde tomé a sorbos 
lo amargo del penúltimo café 
sigue existiendo, pero desde entonces
no volví ni a deshora a tristear lo mucho que te quise,
ni volví a contraluz a los parques de Polanco,
ni a andar entre árboles de aquel bosque que 
retroceden al año del verde y al impulso de la raíz

En el Mirador de Segovia y en calles umbrías
de la umbría Ávila, en el diciembre
que negó la luz, compartíamos cada paso,
estrella y nube, martes de la fuente 
en que bebí, palomas como epístolas en vuelo

“El después no existe”, escriben en 
anverso y reverso los que saben,
pero no entroncan en el bosque
la doledumbre que corta 
como hacha el árbol

No descubro el amarillo ni el azul:
se empieza a amar, se ama, se ama hasta desangrarse,
lo vuelven descorazonadamente imbécil, 
lo hieren una y otra vez, y un día se amanece 
como piedra en el lago o en hierba pisoteada 
Más tarde, por décadas, los dos moran 
la misma ciudad y no se encuentran o 
pasan de largo y no se reconocen

No sé por qué escribo esto, frente al parque,
en un café de Miraflores, mientras cierran la puerta 
de la iglesia, y veintidós, veintitrés-mente me llamas,
y el que cortó la vía a media vía
se vuelve música de árboles, y canta a dúo, 
solidario, el canto quebrado del gorrión 

                                                                                                    Lima, 2012