Poetas mexicanos del siglo XX

 

Poetas Mexicanos del Siglo XX

  Por Begoña Pulido[1] y José Ángel Leyva[2]

 

 Toda antología es una elección forzosamente,

es un compromiso, mientras que el gusto

solamente nace en la libertad.

Jorge Cuesta

 

La cultura mexicana es tan paradójica como la realidad que representa. Nada es explicable de manera lineal y definitiva en su historia, cuajada de sucesos contradictorios y confusos, de triunfos y derrotas siempre cuestionables, de un nacionalismo fatuo envuelto en estridencias y tonos engolados, al tiempo que se imprime con una especie de resignación de ser el patio trasero del coloso del norte, de no poder ser lo que debería ser, ni reconocerse en lo que es. Una cultura barroca por naturaleza, de alto contraste y a la vez de sutilezas muy difíciles de advertir, pero de gran significado para entender su funcionamiento, su refinamiento estético y sus significados. Un país con un lastre enorme de miserias y de olvidos posee a la vez una de las mayores diversidades culturales, un acervo de gran calado en las artes, en la literatura, en las expresiones populares, en su patrimonio tangible e intangible.

Toda tradición, como diría el historiador, tiene una buena dosis de “invención”. Cada presente dota de sentido a un pasado que se nos ofrece informe, caótico, carente de direccionalidad. El afán historicista parecería ser una manifestación humana, la que se desprende de la necesidad de poner orden, de otorgar movimiento y proyección a acontecimientos que de otra forma parecen azarosos. Cuando intentamos abarcar el conjunto de manifestaciones literarias (y en general artísticas), existe la necesidad de buscar ejes que permitan bordar un “tejido”, elaborar un “mapa”, urdir una historia. El concepto que hace ya un siglo introdujo Ortega y Gasset, el de “generación”, pretendía ser un modo de sujetar, de controlar la diversidad que es posible encontrar entre los coetáneos. Los miembros de una generación compartían así inquietudes, experiencias, visiones del mundo. Se trata de categorías sin embargo que eliminan la pluralidad de intereses, las ideologías, las participaciones y los lugares que se ocupan en el seno de una cultura, eliminan los conflictos. Parecería que las cosas “se dan así”, están ahí, libres de problemáticas. También elimina la perspectiva que entraña toda elaboración discursiva sobre el pasado: el pasado y el presente se informan mutuamente, el pasado es alterado por el presente. Para T. S. Eliot, el sentido histórico que implica la tradición conlleva una percepción no sólo de lo pasado del pasado, sino de su presencia. El sentido histórico implica la reunión de lo atemporal y lo temporal. La conformación de un cuadro de figuras poéticas del siglo (eludimos la palabra panteón porque se trata de mostrar un cuadro vivo) difícilmente escapa de la posibilidad de estar proponiendo un canon; no es la intención sin embargo.

            Elegir veinte poetas del siglo XX, desde la breve distancia de los años transcurridos de la presente centuria, tiene el sentido de interrogarse acerca de los caminos elegidos y trazados por la poesía mexicana: los lazos que establece con la tradición y aquellos otros que abre para terminar, con el transcurso de los años, convertida ella misma en tradición (inevitable pensar que los miembros de Contemporáneos no formen ya parte de la institución literaria).

                Guillermo Sheridan distingue entre la antología “de coleccionista” y la antología “de criterio histórico y objetivo”.[3]

                 “Las dos antologías cumplen con su objeto primordial: proponer las condiciones higiénicas necesarias para que una literatura se debata a sí misma y se obligue a una depuración positiva, a asumir la responsabilidad de una síntesis que es también una afirmación. Una antología debe asumirse, tanto por sus autores como por sus lectores, como un acto irremediable. Una buena antología tiene, como una buena revista, una función ilativa, de llenado entre dos momentos; pero, al contrario de la revista, la antología tiende a la síntesis y va contra la proliferación. Como una buena revista, la antología señala una frontera que une y separa, operando sobre los lectores y sobre la historia de una literatura. Una antología es un corte, un muestrario representativo dictado por leyes no necesariamente literarias (que pueden ser informativas, sociales, etcétera) y para públicos no necesariamente literarios. Una antología ‘objetiva e histórica’ busca a ese público; una ‘de coleccionista’ busca a los poetas. En todo caso la representatividad de una antología no puede ser inocente porque ambiciona un imposible: significar al cuerpo que ha cortado y, a la vez, ser un cuerpo en sí mismo.”[4] La nuestra es una antología dirigida al público en general (nacional pero también latinoamericano) y pretende tomarle la temperatura a la creación poética del siglo xx. Los argumentos para la selección unen criterios históricos y estéticos. En relación con estos últimos, la pregunta que surge inmediatamente es si seleccionar los mejores poemas (independientemente de las épocas, los libros) o si llevar a cabo una muestra de las etapas de un autor; separar el poema del autor y de la obra, o, por el contrario, mostrar buenos poemas en el curso de una obra y una vida. La tendencia fue la segunda, pues no quisimos desprendernos de la mirada histórica.

                En esta colección 20 del xx el desafío es elegir a sólo dos decenas de poetas del siglo pasado. En un sentido estricto deberíamos seleccionar a los autores que vivieron y publicaron en el siglo xx, pero dejaríamos fuera a generaciones que están más cerca de los poetas que forjan la poesía del futuro inmediato o del presente. Nos hemos decantado por comenzar con los nacidos en la centuria de 1900, con excepción de Carlos Pellicer y Manuel Maples Arce -1897 y 1898, respectivamente— por representar puntos referenciales en el curso de la nueva poesía mexicana. Ello no significa desconocer la importancia y la presencia intelectual de poetas como Enrique González Martínez, José Juan Tablada, Ramón López Velarde o Alfonso Reyes, por destacar solamente algunos. Sin embargo, partimos de la crisis de la modernidad que se expresa desde los años veinte del siglo. A la modernidad le es connatural un espíritu crítico y una actitud vital en apertura constante; el hombre moderno está en crisis permanente, nunca arriba al espacio de los logros completos o las conclusiones tranquilizadoras. Jorge Cuesta expresa ese sentimiento refiriéndose a lo que en un momento dado la generación del que se ha llamado grupo sin grupo pudo tener en común: “Creer en un raquítico medio intelectual, ser autodidactos, conocer el arte y la literatura principalmente en publicaciones europeas, no tener cerca de ellos sino muy pocos ejemplos brillantes y, sobre todo, encontrarse inmediatamente cerca de una producción literaria y artística cuya cualidad esencial ha sido una absoluta falta de crítica… nosotros nos hemos negado a la fácil solución de un programa, de un ídolo, de una falsa tradición. Hemos nacido en crisis y hemos encontrado nuestro destino en esta crisis: una crisis crítica”.

                Harto difícil es la exclusión, más que la inclusión, por tratarse de una nómina que sin ánimos patrioteros podría llenar, con méritos sobrados, no una lista de 20 sino de 40 o más poetas mexicanos mayores del siglo xx. En ese crecimiento debemos de anotar como destacable la aparición de una mayor presencia de mujeres en el horizonte literario y de poetas notables en lenguas indígenas. Por semejantes razones a las de incluir a los autores nacidos en el siglo xx, decidimos cerrar con los poetas nacidos antes de los años cincuenta. No sin antes advertir que ese decenio, el de los cincuenta, e incluso el de los sesenta, contienen nombres firmes en la perspectiva de un canon nacional e internacional.


                La tradición poética mexicana tiene referencias antiguas muy notables, desde Francisco de Terrazas, el primer poeta criollo, nacido en México en 1525, pasando por la gran poeta e intelectual novohispana Sor Juana Inés de la Cruz, referente de la inteligencia femenina en una época en la que estaba proscrito ser mujer y pensar. Sor Juana es, particularmente en el Primero Sueño, un ejemplo de pensamiento lírico donde se entreveran las imágenes oníricas con la construcción de un edificio conceptual que ilumina la noche, conocimiento y sabiduría que resplandece en la oscuridad de un tiempo de Inquisición. Paradigmas de ese brillo intelectual lo encarnan Sor Juana y su interlocutor el sabio mexicano Carlos de Sigüenza y Góngora, autor de la que muchos consideran la primera novela en México y de estudios astronómicos muy interesantes. El siglo xix daría también representantes significativos de la poesía mexicana: fray Manuel Martínez de Navarrete, Guillermo Prieto, Ignacio Ramírez, Manuel Acuña, Manuel Gutiérrez Nájera, Salvador Díaz Mirón, Efrén Rebolledo, Manuel José Othón, Amado Nervo. Un canon y un bosquejo de historia que Luis G. Urbina despliega en las cinco lecciones de literatura mexicana que dictó en la Universidad de Buenos Aires en 1917 y que conocemos bajo el título de La vida literaria de México.[5]

                El Ateneo de la Juventud, con Alfonso Reyes a la cabeza, propicia vientos cosmopolitas y locales en las letras nacionales, aunque poco se note en la poesía, pues es quizás Alfonso Reyes el máximo exponente sin que se le otorgue un papel determinante en el género y sí más en el ensayo y la narrativa, como sucede con Martín Luis Guzmán, José Vasconcelos, Pedro Henríquez Ureña, Antonio Caso, que ven su nacimiento en el Porfiriato pero hallan su realización en el furor revolucionario y posrevolucionario. Todo está entreverado, nada es puramente decimonónico ni absolutamente del siglo xx. José Juan Tablada y Ramón López Velarde son parteaguas de esa trayectoria. López Velarde lleva hasta la cima el nacionalismo con la Suave Patria, pero deja también una obra moderna. Tablada, por su parte, introduce el haiku, la pincelada verbal de la poesía oriental. En ambos, sin embargo, hay ecos del modernismo literario.[6]

Otros poetas, como Enrique González Martínez, dan también un corte a ciertas modas y llaman a un nuevo discurso alejado de las princesas y los cisnes, de una irrealidad fantasiosa propia del modernismo rubendariano. El ánimo revolucionario, la convicción de cambio impulsa la aparición de la primera y más importante vanguardia mexicana a la que Octavio Paz califica de efímera y sin seguidores, el estridentismo de Manuel Maples Arce, y en el cual se identifican destacados artistas y escritores, en primer lugar Germán List Arzubide, Luis Quintanilla (Kyn Tanilla), Salvador Gallardo, Arqueles Vela, Concha Urquiza en algunos momentos, y pintores como Fermín Revueltas, Leopoldo Méndez, Manuel Alva de la Canal, Jean Charlot, y en la música Silvestre Revueltas. Bajo el grito de “Muera el Cura Hidalgo”, “Chopin a la silla eléctrica” o “¡Viva el mole de Guajolote!”, dan cauce a un discurso forjado en las nuevas palabras que designan la ciencia y la tecnología, el mundo moderno de la comunicación; generan espacios recreados con una jerga y un imaginario al servicio de un mito localizado en una ciudad ideal: Estridentópolis. No sólo es el empleo de un lenguaje cuya economía sugiere su consanguineidad con el futurismo, es un juego creativo que da lugar a obras muy sugerentes y nada desdeñables como La señorita Etcétera o El Café de Nadie, el ensayo El Estridentismo (de Germán Lizt Arzubide) y sin duda obras poéticas como Andamios interiores y Urbe, superpoema bolchevique en cinco cantos, que colocan a Manuel Maples Arce como el poeta más significativo del grupo. Quizás, a veces, podamos sentir a esa poesía que exhibe la presencia de los avances tecnológicos un tanto alejada de nuestros intereses, como si, más que un siglo, hubiera transcurrido más tiempo, pero en otros momentos, sobre todo cuando brotan la pasión, la valentía descarada de algunas imágenes, como decía Octavio Paz, cuando se hacen presentes la condición urbana, la alienación del hombre inmerso en las mil caras de la modernidad, entonces la crisis no es algo del pasado sino vivo, presente. La poesía de Maples Arce se ubica en el punto de quiebre de una época, de una nueva etapa de la modernidad que quizá ya ha llegado a su fin, pero que en todo caso hemos abandonado hace muy poco.

                Sobre el estridentismo apunta otro de nuestros críticos literarios, Evodio Escalante: “La crítica, […], en el caso de la vanguardia estridentista ha trabajado casi siempre con base en negaciones. La unanimidad de la crítica mexicana para denostar al objeto estridentista, esto es, para excluirlo de la escena literaria y para negarle incluso su pertenencia al movimiento de vanguardia, es sin duda el resultado discursivo, todavía perdurable, de una tradición filológica conservadora y hasta reaccionaria, y por lo mismo alérgica a la noción de cambio, y de un añejo conflicto que enfrentó a los miembros de una misma generación y que los enfrascó en una lucha por la hegemonía cultural de los tempranos años veinte.”


                    El otro grupo, liderado por Jaime Torres Bodet, sería productor de revistas como La falange, Ulises, Contemporáneos, Examen; menos estentóreos e izquierdistas,[7]menos ideológicos y sí más preocupados por la forma y la perfección escritural, por su basamento intelectual, asumirían posiciones de renovación estética. Conocidos como los Contemporáneos y aún influenciados por Enrique González Martínez, serán la piedra de toque de una nueva etapa en la poesía mexicana: Xavier Villaurrutia, Carlos Pellicer, José Gorostiza, Salvador Novo, Jorge Cuesta, Gilberto Owen, Bernardo Ortiz de Montellano, Enrique González Rojo.

                La selección continúa con tres ilustres representantes de este grupo, el de los Contemporáneos: Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia y José Gorostiza. De la modernolatría pasamos a un tono que, aun cuando pueda ser denominado como vanguardista, por sus logros, porque es reconocible la búsqueda de un camino poético distinto a lo trillado, no por ello se desmarca de la tradición (a diferencia de lo que sucede con Maples Arce, donde se busca el tajo, el corte brusco); al contrario, quizá lo notable es haber logrado ese delicado equilibrio entre los saberes asimilados y los nuevos lenguajes. Los poetas del grupo participan de lo que Octavio Paz llamó “la tradición de la ruptura”, sin embargo rompen sin quebrar los hilos que unen al pasado, al contrario, no pueden entenderse si no es en diálogo con ese pasado. En esa disyuntiva entre la tradición y la ruptura, algunos de los mejores sonetos de la lengua española les pertenece a los Contemporáneos, y Muerte sin fin, un poema central en la poesía mexicana, no está escrito en verso libre sino en verso blanco. De pronto puede suceder que sea en otros poetas del grupo distintos a los seleccionados donde podamos descubrir una ruptura formal más abrupta: el humor de Salvador Novo, su deslizamiento sobre la superficie urbana o cotidiana, sobre la piel del erotismo, o de lo abiertamente sexual, una iconoclasia más cercana a la poesía coloquial de las últimas décadas. Sin embargo no lo incluimos porque Novo abandona la poesía y es en la prosa donde finalmente labra su obra.

                Se dice también, a partir de la obra de los Contemporáneos, que la poesía mexicana es crepuscular. La luz, los colores tropicales de Pellicer pueden desmentir un aserto en tal sentido. El llamado “grupo sin grupo” es bastante diverso en sus búsquedas, aunque comparten lo que Raymond Williams llama una “estructura de sentimiento”. Carlos Monsiváis expresa de esta forma lo que uniría al grupo: “… los contemporáneos combaten los mitos y restricciones que impiden el desenvolvimiento de la cultura nacional. Introducen el sentido del humor para contrarrestar o atenuar la inmovilidad, ‘estigma de la raza’; practican el rigor y el profesionalismo literario para desmentir el ánimo bohemio de las letras latinoamericanas, descubren a los verdaderos valores de la literatura y la plástica, cumplen las perspectivas poéticas, adoptan las técnicas del surrealismo, enriquecen las posibilidades de la imagen, modifican y amplían el vocabulario poético, quebrantan el tono solemne de la literatura mexicana; en suma, los Contemporáneos deciden las altas perspectivas de existencia y continuidad de una literatura moderna en México, a la que además le proporcionan los beneficios de una precoz madurez”.[8] No habría que olvidar los proyectos editoriales en torno a los cuales confluyen buena parte de los miembros del grupo.


                    En relación con Carlos Pellicer, y refiriéndose en concreto a su libro Hora y 20 (1927), Xavier Villaurrutia decía que si bien asomaba el recuerdo del modernismo de Rubén Darío, de Santos Chocano o de Díaz Mirón, también se observaba la presencia franca, de cuerpo entero, de otra poesía: “En la fortuna de esta compañía, Pellicer precede a los nuevos poetas de México y, a menudo, los supera, no en la calidad total pero sí en la riqueza de metáforas y en la sugestión de movimiento, a quienes se proponen conseguirlo. A todos supera en el sentido del color…/ El paisaje es su elemento y su intimidad, su materia y su pecado. Dentro de él, recibiéndolo, expresándolo, corrigiéndolo, respira naturalmente y se mueve con el desembarazo del hombre rodeado de cosas suyas familiares; dentro de él se realiza en imágenes el juego de sus sentidos, que es lo mejor de este hombre. Dentro de él nace la pasión oscura, la pereza de los trópicos que huye de los contornos precisos, abandonándose a dispersar sus imágenes sin señalarles una trayectoria fija que deje al fin, rayada en el papel del poema, una composición de líneas coherentes”.[9]En los tempranos comentarios de Villaurrutia aparecen esbozados los que, andando el tiempo, se convertirían en tópicos para definir y describir la poesía de Pellicer: poeta paisajista, colorista, tropical (una conjunción que puede encontrarse en uno de sus poemas más antologados, “Deseos”: “Trópico, para qué me diste/las manos llenas de color). Sin embargo, estos atributos no deberían opacar que, las más de las veces, están al servicio de una poesía que busca en la elaboración metafórica no convencional y en el verso libre la renovación del lenguaje poético. Junto a ello, será siempre un elemento muy destacable el oído, el juego rítmico que, bien aprendido de los modernistas, es capaz de encontrar la “armonía universal”. “Palabra-papalote, palabra-hélice, palabra-piedra para apedrear el cielo. Nunca nos cansará esta realidad con alas. Cada vez que leo a Pellicer, veo de verdad. Leerlo limpia los ojos, afila los sentidos, da cuerpo a la realidad. Velocidad de la mirada en el aire diáfano: fijar ese momento en que la energía invisible fluye, madura y estalla en árbol, casa, perro, máquina, gente.”[10]

                José Gorostiza le envía una carta a Pellicer, el 14 de marzo de 1927, después de haber leído Hora y 20, y en ella dibuja el lugar que cada uno de los Contemporáneos ocupa en la casa de la poesía, al tiempo que considera al tabasqueño como “el poeta de los sentidos”; “¿Sabes, Carlos, que lo malo de ti es que eres no un poeta, sino dos? El que me gusta a mí es el poeta de los sentidos. Ojalá que fueras siempre ese poeta. En el edificio de nuestra poesía, la ventana; la ventana grande que mira al campo, hambrienta, cada noche, de desayunarse un nuevo panorama cada día. Xavier, el comedor. Los demás, las alcobas. Hasta la última, la del fondo, que es Jaime Torres Bodet –ésta amagada de penumbras, con una ventana alta a la huerta, y dentro, en un rincón, la lámpara en que se quema el aceite de todas las confidencias. ¿Salvador Novo? La azotea. Los trapos al sol. ¡Y ese inquieto de González Rojo, que no se acuesta nunca en su cama!”[11]

                    La Antología de la poesía mexicana moderna, publicada por Jorge Cuesta en 1928, pone en el medio mexicano uno de los primeros peldaños en esa tradición antologadora que lo caracteriza. La selección de Cuesta cayó como una bomba (nutritiva, a decir de Guillermo Sheridan) en el medio provinciano de la ciudad de México. No fue la primera del siglo, pero las anteriores habían sido elaboradas con un afán un tanto conciliatorio, mientras la de Cuesta (elaborada junto a Villaurrutia, Novo y Owen) deseaba precisamente escandalizar, “epatar”, mover las aguas del siempre aparente y tranquilo (conciliatorio, paternalista) medio literario.[12]  En una perspectiva crítica, podríamos considerar a la de Cuesta la primera antología moderna, por los criterios de selección implícitos, y por el afán de mover a la crítica y la opinión, por su búsqueda de la polémica, elementos de una modernidad más viva. A estos habría que sumar otro motivo, el más importante: esa pretensión polémica se desprende del sentido de su texto: depurar, orientar, dar sentido a la tradición poética mexicana y colocarse ellos mismos, los Contemporáneos, en esa trayectoria. Recoger lo más granado, hacer memoria de “los mejores”, los imprescindibles, los que han colocado un mojón en el camino de la poesía mexicana, implica asimismo dejar fuera a otros; toda selección se nutre de los márgenes, y por supuesto, implica un debate sobre lo que comienza a ser tradición. Toda antología en este sentido posee una intención historiográfica y hasta cierto punto canónica, pero sobre todo le es inherente la polémica, la incitación al debate.

 

De Vuelta al presente

Anthony Stanton opina que en la primera mitad del siglo xx la poesía mexicana estuvo regida por la fuerte presencia de Alfonso Reyes y en la segunda mitad por Octavio Paz. Quizás esta simplificación funcione para entender las relaciones entre el poder y la literatura, pero no para desentramar la compleja arquitectura estética que se erige en una cultura de contrastes y contradicciones profundas como sucede en México. La negación del indio como presencia determinante en nuestra realidad fue sostenida por Alfonso Reyes y por Vasconcelos, y continuó hasta fines del siglo xx, cuando la irrupción del movimiento indígena, en enero de 1994, nos hizo ver su resistencia y su exigencia de pertenecer a la misma nación sin renunciar a sus lenguas, sus costumbres, sus identidades. La poesía mexicana es cosmopolita, pero no logra desprenderse de sus profundas raíces, de su contexto cultural, de la fuerte presencia de una tradición que determina el habla y los sentidos, la imaginación y el pensamiento.

                    No podemos dejar de lado la presencia de poetas en su exilio mexicano, que no sólo han vivido y participado en la vida cultural para sobrevivir el destierro, sino que han dejado una impronta en el desarrollo de la misma. Escritores de toda índole han contribuido y alimentado esta complejidad intelectual. Pensemos en nombres como Luis Cernuda, León Felipe, Luis Cardoza y Aragón, Augusto Monterroso, Pedro Garfias, Álvaro Mutis, Gabriel García Márquez, Juan Gelman, Roberto Bolaño, Agustí Bartra, Carlos Illescas, Miguel Donoso Pareja, Hernán Lavín Cerda, Saúl Ibargoyen, Ramón Xirau, Fernando Vallejo, Tomás Segovia, a quien a veces se considera mexicano y otras español, entre muchos más en la literatura, en los campos del arte, la edición y la ciencia.


                    Obliga entonces el tema a iniciar el cuestionamiento literario y en gran medida extraliterario. La tradición de las antologías tiene en México otro ejemplo que marcó época, Poesía en movimiento, (México 1915-1966), elaborada por Octavio Paz, Alí Chumacero, Homero Aridjis y José Emilio Pacheco. Publicada en 1966 en la editorial Siglo XXI, la obra propone un recorrido inverso al que es usual: inicia con el más joven, Homero Aridjis, y termina con el de más edad, que en este caso resulta ser el maestro, Octavio Paz; en el volumen segundo comienza con Gilberto Owen y finaliza con José Juan Tablada. El prólogo de Octavio Paz pone el acento en varias cuestiones que convendría retomar. Por un lado, se pregunta acerca de la ambigüedad que supone la expresión poesía mexicana. Se trata de la poesía escrita por mexicanos o de aquella otra que revela “el espíritu, la realidad o el carácter” de este país. Aun cuando podamos hablar de una poesía mexicana, o francesa, o inglesa, para Paz es el “espíritu de una época”, que provoca el carácter universal (o internacional) de los estilos, lo que significa por encima de las tradiciones nacionales. Entre el “genio nacional” y el “espíritu de la época”, prefiere, hegelianamente, la inmersión en el, o los estilos de la época. Pero al igual que Cuesta, defiende la singularidad de la obra: “una obra es algo más que una tradición y un estilo; una creación única, una visión singular. A medida que la obra es más perfecta son menos visibles la tradición y el estilo. El arte aspira a la transparencia”.[13]

                    Por encima de las expresiones literarias nacionales, Octavio Paz defiende la tradición poética de una lengua, el castellano de Hispanoamérica, que habría ido conformándose en polémica (y diálogo) con la traición española a partir del modernismo de finales del siglo xix. “No hay una poesía argentina, mexicana o venezolana: hay una poesía hispanoamericana o, más exactamente, una tradición y un estilo hispanoamericanos”.[14]

                      La selección de Paz y el grupo que lo acompaña elige mostrar en su libro la trayectoria de la modernidad en México, entendida como la tradición de la ruptura, la aceptación de vivir un tiempo inédito, nuevo, inesperado: poesía por ello en movimiento. Tablada, López Velarde, Alfonso Reyes, Julio Torri, son los poetas de más edad, Homero Aridjis, José Emilio Pacheco, Jaime Labastida, Oscar Oliva, Francisco Cervantes, algunos de los jóvenes, nacidos en los años treinta y enel cuarenta en el caso de Aridjis. La mirada recoge el movimiento del presente hacia el pasado (de ahí el orden de la selección), mira hacia el pasado desde un presente en movimiento; el presente es el comienzo.

                    Poesía en movimiento dio a conocer a un conjunto de poetas que marchaban con paso firme y acento propio en el horizonte de la poesía escrita en México. La muerte de Paz y el canon establecido por Poesía en movimiento abre el desafío y la necesidad de un debate sobre la invisibilidad y la emergencia de obras esenciales en la nómina actual en donde han influido con frecuencia factores extraliterarios como la notabilidad social y el activismo cultural. Nombres como el de Eduardo Lizalde, quien quedó fuera de dicha antología porque la publicación de su libro Cada cosa es Babel, que lo coloca en la escena nacional, coincidió con la aparición de la mencionada antología. El propio Lizalde reconoce que no hubo intención de excluirlo y fue causa de las circunstancias. Lizalde, al igual que Rubén Bonifaz Nuño, no han sido suficientemente reconocidos en el ámbito nacional y son casi desconocidos fuera de las fronteras mexicanas. Este último posee una obra vasta y compleja en su estructura, apegada a las formas clásicas pero proponiéndose una musicalidad intrincada e impuesta en complicados encabalgamientos para luego abrirse a una llanura de versos cercanos a la canción popular y al desgarrón ranchero, expuesta sobre todo en Albur de amor. La cotiadianidad personal juega con la mitología y la historia universales y en ese trasiego de motivos domina la noción de la imposibilidad. Hermano de ese sentimiento es Marco Antonio Campos, uno de nuestros últimos elegidos, en cuya obra poética reside también lo local abierto hacia el mundo vivido e imaginado, tangible y literario, donde la insuficiencia es parte sustancial de lo imposible. Un halo wertheriano se advierte en esas poéticas con distinta musicalidad. Lizalde, por su parte, es propietario de una poesía vigorosa y desafiante, reflexiva y mundana, elegante y terrible a la vez, como el felino que recorre sus imágenes.

                    Predomina en la poesía mexicana un ánimo de fuga, de cosmopolitismo, quizás como una forma de evitar el exotismo propio. Una buena parte de los poetas nacionales cultivan obras polígrafas y salvo uno o dos géneros literarios aspiran a cubrirlos todos con su erudición. Quizás herencia del paradigma de Alfonso Reyes y Octavio Paz, viajeros incesantes y lectores dispuestos al debate. Al lado de esa exquisitez intelectual los hay también fieles a la poesía más comunicativa y local, como son los casos de Jaime Sabines, Efraín Huerta, Rosario Castellanos --en algunos momentos de su obra-- que alcanzan un reconocimiento popular sin disminuir sus vuelos líricos; Juan Bañuelos en su poesía de los últimos años, y los poetas también chiapanecos que han quedado fuera del canon; Raúl Garduño y Joaquín Vázquez Aguilar, también corresponden a dicha vertiente lírica. Uno más de los entronques de la poesía mexicana que coloca a la “salamandra” paceana con la “pinche piedra” sabineana.


                    Poesía en movimiento define pues un canon prácticamente inamovible para esa época. Resulta ocioso insistir en lo justo de esa selección que refleja los frutos profundos del devenir cultural e histórico de México en la primera mitad del siglo XX. La renuncia de Octavio Paz a la Embajada de la India a causa de la sanguinaria represión de 1968 por parte del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, la crítica implacable del autor de El Ogro filantrópico al realismo socialista y su posterior radicalización antiizquierdista, así como la recepción del premio Nobel de Literatura que lo entronizan y legitiman en el liderazgo absoluto de la cultura literaria en su país, representa un periodo digno de estudiarse para entender inclusiones y exclusiones del canon de la poesía mexicana.

            Una etapa en la que también es interesante revisar la relación de los intelectuales con el poder, con el priísmo específicamente. Vínculos sui géneris que difícilmente podrán repetirse en otras naciones latinoamericanas, pues conviven la crítica al régimen con la recepción de privilegios y prebendas, o bien la oposición individual con la marginación de grupos y colectivos.

 

Generaciones sin generación

Ya desde los Contemporáneos se hablaba de una generación sin generación. Maroto[15] observa, en su Galería de poetas nuevos de México, que Sudamérica ha sido más prolija a definir generaciones. En México se opta por agrupar a los poetas por decenios, sin ningún otro argumento literario. Hay ejemplos de generaciones que atienden a acontecimientos históricos, culturales, estéticos, de proclamas, pero los hay también por razones editoriales, como sucedió con los Contemporáneos o con el grupo Orígenes en Cuba. En este último no había correspondencia por edades ni tampoco por una estética precisa, por lo que Lezama Lima habló del “azar concurrente”.


                    En México, después de la Espiga Amotinada, invento del poeta catalán exiliado en México, Agustí Bartra, grupo constituido por Eraclio Zepeda, Oscar Oliva, Jaime Labastida, Jaime Augusto Shelley y Juan Bañuelos, llegó a su fin la idea de generaciones basadas en coincidencias editoriales, ideológicas, estéticas, y se comenzó a hablar de generaciones con base en las décadas de nacimiento: los nacidos en los años 30, los nacidos en los años cuarenta, cincuenta, sesenta, etcétera, con excepción quizás de algunos poetas que se aglutinaron en el Infrarrealismo y que tenían como cabezas visibles a Mario Santiago Papasquiaro y a Roberto Bolaño, quien con su éxito editorial hizo emerger de nuevo el fenómeno o la experiencia de algunos de sus personajes, que representaban por otro lado la confrontación con la exquisitez y el culteranismo, además del poder cultural, encarnados en la revista Vuelta y la figura de Paz.

                    Sobre el tema de las generaciones hay varios trabajos que abordan el problema. Uno de los más lúcidos sería el de Samuel Gordon, quien en “Breve atisbo metodológico a la poesía mexicana de los años setenta y ochenta”,[16] destaca la ausencia de aparatos teóricos para identificar, clasificar y definir grupos, colectivos de poetas afines por sus motivaciones o resultados estéticos. Advierte que esta labor clasificatoria la han venido a realizar las antologías o “antojologías”, porque cada coordinador lo hace a su libre albedrío o a su antojo.

                1968 es una marca profunda en la conciencia y en la sensibilidad de los poetas que en ese momento vivían sus años de juventud. La masacre del 2 de octubre y la acción sistemática de represión y persecución que se vivió en el país caló hondo en la mayoría de los escritores nacionales. No significa que sus obras acusen o reflejen de modo directo la situación política y social mexicana o mundial, pero sí son acontecimientos que generan sentimientos e ideas, posiciones políticas y estéticas que aglutinan o dividen a los intelectuales. José Joaquín Blanco, en su Crónica de la poesía mexicana (1977),[17] describía el horizonte lírico: “La poesía de los jóvenes en México se da actualmente en la dispersión y en la exasperación. Priva la resaca de la poesía bárbara que fue efectivamente importante hace años como despertar de la literatura a la realidad nacional, pero a ocho años del 68 ya es imposible seguir escribiendo y creyendo en los fárragos prepotentes de escupitajos, vísceras, sueños revolucionarios que defecan, fornican, le mientan la madre, degüellan, incendian la realidad opresiva... la inocencia ya se volvió fraude [...] En los jóvenes la poesía mexicana vuelve a tener futuro incierto, espacios de aventura, riesgos nuevos: vuelve a ser libre, esto es: acertará en sus propios aciertos y se equivocará en sus propios errores.” José Joaquín Blanco anota ya a varios de los poetas que forman nuevas “generaciones” de autores en los talleres de creación literaria. La edad y la vivencia de 1968 es el factor aglutinante de los 22 poetas que elige Jorge González de León para su antología.[18] En el prólogo, Vicente Quirarte, a la sazón un joven de 27 años, comenta sobre los elegidos: “Su trabajo poético comienza cuando no existe la proliferación de talleres, premios, becas, revistas y editoriales que caracterizará a la década de los setenta. En una palabra: comienzan a escribir cuando la poesía aún no está de moda. No hay que perder de vista esta marginalidad aceptada, pues de ella dependerá en gran medida su poética.”

                    Los nombres de esa década, que no generación, aparecen de forma recurrente en diversos listados con mayor o menor insistencia. Con excepción de Homero Aridjis, nacido en 1940, ninguno figura en Poesía en movimiento. Son autores con un lugar visible entre los lectores de poesía: Marco Antonio Campos, Elsa Cross, Antonio Deltoro, Miguel Ángel Flores, Mariano Flores Castro, Orlando Guillén, Francisco Hernández, David Huerta, Carlos Montemayor, Maricruz Patiño, Jaime Reyes, Max Rojas, Francisco Serrano, Luis Roberto Vera, Ricardo Yáñez, Mónica Mansour, Alejandro Aura, José Vicente Anaya, Esther Seligson, Gloria Gervitz, Raúl Garduño, Joaquín Vázquez Aguilar, Elva Macías.


                    No caben las justificaciones en este juego de proponer sólo 20 nombres representativos de una tradición lírica que cerramos en el primer hemisiglo pasado, pero esta nómina no excluye de ningún modo la imprescindible presencia de poetas como Alí Chumacero, Salvador Novo, Jaime Labastida, Enriqueta Ochoa, Francisco Cervantes, Homero Aridjis, Thelma Nava, Gerardo Deniz, Oscar Oliva, Gabriel Zaid, entre muchos más que conforman la urdimbre poética de esa época.

                Una mirada y un esfuerzo interesantes que pretenden decantar la poesía escrita por los autores nacidos en los años cincuenta en adelante la expone Viento del siglo. Poetas mexicanos, 1950-1982 (coordinada por Margarito Cuéllar, Mario Meléndez, Luis Jorge Boone y Mijail Lamas, y publicada recientemente por la unam). La perspectiva de la tradición y la búsqueda de nuevas generaciones sin generación, de individualidades o de grupos, está allí trazada, en una cartografía postpaceana, pero no alejada de la aguda visión del Nobel mexicano. A sus más de 80 años, Paz advertía la aparición del fenómeno literario entre los pliegues de la posmodernidad a la que él llamaba época contemporánea. La simultaneidad le parecía que era el rasgo distintivo que traería consigo La otra voz y aconsejaba fijarse en la vida urbana, en la calle, en la soledad de sus habitantes en medio de la muchedumbre o en la multitud de soledades.

 

Prólogo a 20 Poetas mexicanos, colección 20 del XX, La Otra, México, 2013.



[1] Begoña Pulido. Licenciada en Filología Románica por la Universidad del País Vasco, maestra y doctora en Letras por la UNAM. Investigadora en el Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe de la UNAM. Autora de los libros Carlos Fuentes: imaginación y memoria (UAS, 2000) y de Poéticas de la novela histórica contemporánea (UNAM, 2007), así como de diversos artículos en revistas y libros colectivos. Ha realizado la compilación de las siguientes antologías de poesía: De raíz entraña. Poemas de la patria; El reflejo del ser. Poemas de espejos; Versos para el recreo. Poemas para niños.

[2] José Ángel Leyva. Nació en Durango, México, 1958. Realizó estudios de maestría en Literatura Iberoamericana en la UNAM. Ha dirigido las revistas Información Científica y Tecnológica de CONACyT, Nuestro Ambiente, Mundo, culturas y gente yMemoria. Dirigió la Coordinación de Publicaciones de la Universidad Intercontinental. Obtuvo el premio nacional de poesía Olga Arias y el Nacional de Poesía convocado por la Universidad Veracruzana. En 1999 recibió el premio Nacional de Periodismo en el área de reportaje cultural.

Ha publicado los poemarios Botellas de sed (1988); Catulo en el Destierro (1993 y 2006); Entresueños (1996); El Espinazo del Diablo (2007). Autor dela novela La noche del jabalí. Fábulas de lo efímero (2002). Coordinó los libros Versoconverso. Poetas entrevistan a poetas mexicanos, 2000; Versos comunicantes. Poetas entrevistan a poetas iberoamericanos, 2001 y Versos Comunicantes II., 2005. Es director de la revista La Otra e incansable promotor de la poesía latinoamericana.

[3] Prólogo a la Antología de la poesía mexicana moderna de Jorge Cuesta (México, FCE, colección Letras Mexicanas, 1985), p. 27.

[4] Ibid., pp. 27-28.

[5] Luis G. Urbina, La vida literaria de México y La literatura mexicana durante la guerra de la independencia, edición y prólogo de Antonio Castro Leal, tercera edición, México, Editorial Porrúa, 1986.

[6] Alí Chumacero, en el prólogo a las Obras de Villaurrutia (México, FCE, 1953, segunda edición aumentada, 1966, primera reimpresión, 1974), abunda en el mismo sentido ya trazado: la estela modernista presente en los dos grandes poetas: “Ni siquiera los atisbos de López Velarde –que desbordó su curiosidad más allá de lo francés y supo beber en el verso de algunos hispanoamericanos mayores- ni los infatigables ensayos expresivos de José Juan Tablada, lograron rescatar de las márgenes modernistas el lenguaje de nuestra poesía, y si, a su hora, el poeta jerezano sólo engendró prosélitos de endeble consistencia, la lírica hallaba en él un último eslabón que concluía, si bien brillantemente, las tareas de una escuela que había cerrado su misión.”

[7] 5 Evodio Escalante, Elevación y caída del estridentismo, México, Conaculta/ Ediciones Sin nombre, 2002, pp. 9-10.

[8]  Carlos Monsiváis, La poesía mexicana del siglo xx,Antología (notas, selección y resumen cronológico de Carlos Monsiváis), México, Empresas Editoriales, 1966.

[9] Xavier Villaurrutia, “Cartas a Oliver”, Ulises. Revista de curiosidad y crítica, núm. 2, México, junio de 1927, pp. 13-17.

[10]  Octavio Paz, prólogo a Poesía en movimiento (México 1915-1966), México, sep/Siglo xxi Editores, 1985, p. 14.

[11]  “Dos cartas inéditas de Gorostiza y Villaurrutia a Carlos Pellicer por Hora y 20”, La Cultura en México, Suplemento de Siempre!, México, 14 de marzo de 1927, pp. 1-2. Tomado de Samuel Gordon, La fortuna crítica de Carlos Pellicer. Recepción internacional de su obra 1919-1977, México, Universidad Iberoamericana, 2004, pp. 37-38.

[12] Las otras antologías son Las cien mejores poesías líricas mexicanas (Antonio Castro Leal, Manuel Toussaint Alberto Vásquez del Mercado, 1914); Poetas nuevos de México (Genaro Estrada, 1916); Antología de poetas modernos de México (1920, Cvltvra); Parnaso de México, antología general de poetas mexicanos (González Martínez y Fernández Granados, 1921).

[13] Prólogo a Poesía en movimiento (México 1915-1966), I, selección y notas de Octavio Paz, Alí Chumacero, Homero Aridjis y José Emilio Pacheco, México, Siglo XXI Editores/SEP (Lecturas Mexicanas), 1985, p. 4.

[14] Ibid., p. 4.

[15] Maroto, Galería de los poetas nuevos de México, México, Breve Fondo Editorial, 1999 (primera edición en Madrid, Gaceta Literaria, 1928)

[16] En Saúl Ibargoyen (comp.), Poesía y computadora, México, Praxis, 2002.

[17] José Joaquín Blanco, Crónica de la poesía mexicana, México, Editorial Katún, 1983, pp. 263-264 (primera edición, 1977, Departamento de Bellas Artes de Jalisco).

[18] Jorge González de León, Poetas de una generación, 1940-1949, México, UNAM, 1981.