Roberto Méndez Martínez


            Roberto Méndez Martínez (Camagüey, Cuba, 1958) 

Poeta, ensayista y narrador. Doctor en Ciencias sobre Arte del Instituto Superior de Arte de La Habana. Miembro de Número de la Academia Cubana de la Lengua y Correspondiente de la Real Academia Española. Ha recibido, entre otros: Premio de Poesía “Nicolás Guillén”, 2001. Premio de Ensayo “Alejo Carpentier”, 2007. Premio de Novela “Alejo Carpentier”, 2011. Premio Internacional de Ensayo “Mariano Picón Salas” (Venezuela, 2011). Tiene publicada más de una treintena de volúmenes, entre sus poemarios más recientes se encuentran: Cánticos para la luz de otro siglo, Ediciones Universal, Colección Espejo de Paciencia, Miami, 2011; Epístola para una sombra, Editorial Letras Cubanas, 2013; Libro de la Ventura, Ediciones Extramuros, La Habana, 2013.


 

 

 

 

VENDEDORA DE CASTAÑAS EN OTOÑO

 

En Zaragoza,

cuando está a punto de terminar el otoño,

no lejos de la Universidad

y a la sombra

de la estatua terca de Miguel Servet,

hay una vendedora de castañas.

Pone el fuego suaves claroscuros,

luces de piedad

sobre su rostro encorvado

y el crepitar del sabor

pinta sus hombros

con el mismo generoso tinte

de las bocas que van, pasmadas,

abriéndose en la penumbra.

Ella es afortunada y no lo sabe.

En mi país

no existen el otoño

ni la sombra de las estatuas,

pero cuando un aire feroz

golpea las bardas de mi casa

o la noche se echa contra el aldabón,

queriendo hacer saltar las puertas,

entonces

cierro los ojos

y veo a la vieja vendedora de castañas

revolviendo con su bastón las brasas,

golpeando, aquí y allá,

los frutos oscuros

como cabellos de muchacha virgen

y sin atender a su expresión de asombro,

extiendo desde mi orilla las dos manos

y en medio del silencio que viene después,

soy dichoso por un momento

y puedo respirarlo y escribirlo

como si estuviera en el otoño de Zaragoza,

no lejos de la Universidad,

a los pies de la estatua proscrita de Miguel Servet

y nos encontráramos, mirada con mirada,

el rostro plateado de la vendedora

y el mío aterido,

entre ambos las manos

con el papel tibio y algo grasiento,

sin palabras, sin dinero

y afortunados en el sueño,

por única vez, por un instante,

            sabiéndolo ambos.

 

 

 

COLUMNA

 

Lo he visto esta tarde,

al niño idiota, rodeado de otros niños,

mientras golpeaba ferozmente una columna

con un burdo pedazo de hierro.

                -Armando Álvarez Bravo-

 

He visto la columna, desde el zócalo herida

Y ni siquiera sé quién la ha golpeado.

Una columna gris, sin estilo

y apenas posee algo así como un teléfono,

en el portal de una bodega de barrio.

Hace mucho su zócalo fue mordido

y cayeron la cal, la arena, los hierros

que le dieron ser hoy vuelven al salitre.

Dicen que sostiene el portal, que estamos

seguros con su precaria eternidad

pero si alguna vez cayera…

Contemplo la columna, espero,

detallo los puñados del recebo

que va rodeándola. Todavía la humedad

y el odio no han tocado el fuste,

todavía la gente pasa, comenta, busca lo suyo

y apenas mira que el tercio inferior

fue roído con inexplicable persistencia

—dicen que ya hay una grieta en el techo—.

La gente se guarece junto a ella,

a falta de sitio mejor, comenta, exige,

y la columna en su espera va no siendo,

dicen que si mañana cayera…

dicen…pero ella, contra toda ley,

exhibe el capitel airoso e inclusive

sostiene ese artilugio que algunos pudieran llamar teléfono.

Nada pasa, claro está, hoy,

solo esos hierros huérfanos están un poco

más torcidos, pero si mañana cedieran

a la fatiga, al aburrimiento, al torpe discurrir

de este barrio, quién sabe…

           en modo alguno dirán que yo la he visto.

 

 

 

SUPERSTITES

                      

  Non modo aliorum, sed etiam superstites sumus

                                                               -Tácito-

 

Si al levantarte, la mesa del comedor te pareció empolvada,

si el sabor del café, o el de los libros que te acompañaron

presentan al paladar el mismo enigma,

si ya esos diez pasos de la habitación a la sala

o, incluso, esas cinco más que te llevan

hasta las humildes plantas del patio,

han perdido toda elocuencia, tienes que decidirte.

Coloca sobre tus hombros una camisa del color del día,

pon ante tus ojos lentes que sean un puñado de humo

y, sin más ceremonia que la tolerada por tus bronquios,

abre la puerta.

                        Nadie puede caminar por ti

esa cinta de casas fatigadas y árboles sin fortuna,

levanta sin vergüenza el rostro, ¿a quién vas a sorprender?

Has sobrevivido, eso deja sus marcas,

que sientan temor los que te colocaron tales surcos,

si es que todavía existen. Respira, siente

el crujir del sol entre los dedos,

puedes llegar hasta la esquina y descubrir

que esas columnas todavía resisten y quizá

agitar la mano saludando la sorpresa

de alguien que hace mucho no te atrevías

a llamar por su nombre. Eres afortunado

porque estuviste en cien naufragios, pero no olvidaste ese nombre,

eso no hace más benévolos a los dioses,

quizá les ate las manos.