Clara Anich

            Clara Anich

Buenos Aires, 1981. Escribe narrativa, dramaturgia y poesía.

En 2005 fundó el grupo de narradores conocido como Grupo Alejandría, y desde el 2010 co-dirige Kiako-Anich: comunicación hecha con textura.

Publicó Juego de Señora, ed.  El Suri Porfiado, 2008; Ellas, ed. Color Pastel, 2010; y Bendita Desgracia, Grupo Alejandría, 2013. Participó también de varias antologías y publicaciones en diarios y revistas.

En el 2013 se estrenó su obra de teatro Cuánto en mucho para mamá.

Privado es su primer libro de cuentos, 2014.

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TÍA  

En casa nunca hubo ningún recuerdo. Ni una foto, ni una carta, ni una marca oscura en la pared donde podría haber habido un portarretratos. Nada que hablara de mi padre.

Nos había abandonado a los pocos meses de que yo naciera. Así empezaba mi historia. Llegó a ponerme su nombre y darme su apellido. Y un día, me contaron, que sin decir porqué hizo una valija y no volvieron a verlo más.

Sólo mi nombre sostenía el lazo sanguíneo. Si no era por mí, mamá no lo nombraba. Ni ella, ni tía.

Mamá no le guardó rencor. Tampoco nunca la escuché con odio, ni siquiera enojada. Le quedaba todavía, aún pocos meses antes de morir, una resaca melancólica cada vez que hablaba de él.

Podría decir que sólo hubo durante la infancia, en los primeros años de colegio, noches en las que yo preguntaba por mi padre. Necesitaba historia, quién era, cómo se habían conocido. En el colegio nos hacían escribir anécdotas familiares y contar qué hacíamos los fines de semana con papá y mamá y yo, más de una vez, había tenido que mentir o quedarme en silencio.

También, necesitaba saber porqué se había ido, porqué nos había abandonado, ¿qué había hecho yo? Se fue por mí, decía mamá como si eso fuera a agotar mi curiosidad.

Y de alguna manera lo hacía, aunque en el relato que escuché durante años parecía no faltar nada, creo que siempre adiviné una elipsis. Una escena que mi madre prefirió callar y dar por supuesto. Hay cosas que no tienen palabras, era su frase.

Pero yo preguntaba. Y en esos momentos, esas noches, recuerdo que tía nos dejaba solos en el cuarto y si siempre al acostarme recibía el beso doble de parte de ellas, esa noche sólo mamá se quedaba conmigo hasta que me durmiera. Tía se iba a recostar temprano o se quedaba leyendo en el sillón del cuarto, tía que, al igual que yo con mi padre, no tenía con mamá -ni con él-, lazo sanguíneo visible. Era tía, simplemente.

Después, llegaron años donde no necesité otras respuestas. Mi padre se había ido, nos había dejado un día cualquiera y eso era todo lo que necesitaba saber. Dejó de importarme el porqué. Y creo que para ellas fue, quizá sin darse cuenta cuánto, un alivio. Aunque nunca hubo hacia mí, ni un reproche, ni un cállate, el tema de mi padre era una combinación sagrada y tabú.

Durante bastante tiempo creí que mamá se cuidaba de hablar delante de tía, porque había sido ella quien la cuidó cuando mi padre se fue. Como si delante de tía, mamá hubiera tenido que esconder el cariño que aun sentía por mí padre.

Cuando mi padre nos abandonó, tía se hizo cargo de mamá y de mí.  Y al irse él, ella se mudó a nuestra casa. Al principio, me contaron que tía durmió en mi cuarto. Pero yo las recuerdo, acostadas cada una en un lado de la cama grande. Yo había crecido y necesitaba intimidad, según mi madre.

Familiarmente, culparon a mamá del abandono. Más de una vez había visto cómo en una cena, mis abuelos terminaban diciéndole a mamá insultos de sobremesa. En esos instantes, mamá miraba a tía y ella me daba la mano y me llevaba al cuarto. Leíamos un libro y si a la mañana siguiente tenía que ir al colegio, preparábamos la mochila y el uniforme. Recuerdo cómo era ella siempre la que me acomodaba el pantalón, la camisa, el bléiser  y las medias, sobre la silla.

Cosas de grandes, me decía si yo le preguntaba sobre la discusión que seguía en la mesa.

En mi familia, mamá y tía tenían la costumbre de usar muletillas en forma de respuesta.

 

Hoy, mi madre lleva muerta algo más de una semana. Tía todavía no lo sabe. Hace unos años se fue a vivir a Santa Fé. Ellas ya eran grandes, yo ya tenía mi mujer y mi hijo, y una mañana de sábado, tía armó una valija y también la dejó. Aquel fin de semana, fue la primera vez que vi llorar a mamá. Ella la quería y tía se había ido.

Qué salió mal entre ellas no lo sé. Tampoco, en qué momento tía pasó a ser la mujer de mamá.

Ahora viajo a buscarla. Tía me espera. Todo este tiempo nos seguimos hablando por teléfono y, dos veces al año, viajo a visitarla. Ella sabe que voy, pero esta vez desconoce el motivo. No pude contárselo por teléfono. Necesito verla. Completar escenas perdidas. Creo que voy a decirle que mamá murió esperando escuchar que cuando mi padre se fue, ellas ya estaban juntas.                                                                                                                 


El cuento "Tía" forma parte del libro Privado de Clara Anich, colección Laura Palmer no ha Muerto, Editorial Gárgola, 2014.