Edgardo Lois

 © Fotografía de Eduardo Noriega

        Edgardo Lois


Buenos Aires, 22 de abril de 1962.

Colaborador del Periódico Desde Boedo y del suplemento de cultura del diario Tiempo Argentino.

Libros editados: Guía de Buenos Aires (una ficción), Noriega (fotos)/ Lois (textos), (2011), La Virutera (una noche de tango), novela, (2010). Morir por Perón, novela, (2007). Miradas escritas al acrílico, notas periodísticas, (2006). La Caramba en 24 hojas. Anotaciones en la Villa de Merlo, relatos, (2005). Un intento de desalojo en los años 40, relato, (2004). Vampiros en la mitología de la tristeza o del exilio dentro de la misma casa (Tango novelado), novela, (2002). México, un refugio en Buenos Aires, textos cortos, (2001). Vuelo interno (sobre un espejo y la muerte), novela, (2001). Anecdótica historia de la muerte, novela, (2001). Bitácora de lluvia, novela, (1998). En formato ebook: Miedo de almanaque, novela, (2012). Subordinación y valor (para defender a la patria), (2012). Morir por Perón, novela, (2012). La virutera (una noche de tango), (2012).

Sus blogs: De la escritura y Anécdotas de churrasquero


 

De Fantasmas en el cemento (2010, novela inédita)

 

 

1
 

La cabeza.

No, la cabeza y dos centímetros de cuello.

La cabeza y dos centímetros de cuello pegados sobre la botamanga izquierda del pantalón verde.

Sobre los adoquines se hace presente un revuelto informe de sangre, carne, plumas y huesitos.

El taxi se aleja unos centímetros de la paloma. En la acción de rodar se lleva parte del fantasma sorprendido del plumífero.

El taxista no repara en el aplastamiento, sigue en su historia.

Un hombre, de unos cuarenta años, está parado o trabado sobre el cordón de la vereda: una respiración entrecortada habita la esquina. En su interior se genera un grito de desesperación que nunca llegará a la superficie.

La situación no sorprende al hombre porque está enterado de que esta situación estaba en camino, paisaje que iba a dibujarse en cualquier momento: lo sospechaba, lo intuía, lo adivinaba. Una cuestión de tiempo. Todo llega, le habían dicho una vez.

La cabeza y los dos centímetros de cuello, el conjunto, después de sostenerse una migaja de segundo sobre el pantalón, derivó como fruta desde el árbol y cayó sobre la vereda manchando en el camino el zapato de Julio Martín, el hombre que está parado en la esquina.

La imagen es recurrente, una y otra vez la secuencia aparece en la mirada interna de Julio Martín. Aparece cada vez que queda atrapado por un semáforo y en los alrededores se mueven algunas palomas sobre los adoquines o el asfalto. En ese momento es cuando él ve, presencia, y sufre una vez más, el desarrollo de un destino sanguinolento que besa su pantalón verde.

No lo puedo evitar, se dice cada vez que la imagen le araña el alma; sabe que en algún momento de los días por venir, un taxi, una rueda de taxi, va a aplastar la paloma indicada y él va a estar, para cumplir con la profecía de morondanga, parado en la esquina y en el lugar exacto.

Buenos Aires está lleno de premoniciones y palomas.

Julio Martín piensa que las palomas son buitres civilizados.

Las desprecia. Unos animalitos de Dios por los que siente asco.

 

2

 

Hacía casi dos años que la muerte había hecho nido, por tercera vez, en la vida de Julio Martín.

Llevaba cuarenta y cinco años en carrera, y la doña parca lo había visitado pocas veces. Salvo los abuelos, Julio Martín aún tenía a toda su familia sobre esta tierra.

El primer nido que le hizo la muerte data de los catorce años; antes de eso, sólo tenía el registro de la muerte en una sola imagen que se guardó eterna en su memoria. Nunca se olvidó de la cara de Roberto, un compañerito de primaria; apenas segundo grado cuando un auto se llevó por delante a Roberto. Julio recuerda haber visto por un segundo la carita de Roberto en el ataúd: tenía un raspón chiquito entre las cejas. Hubo un movimiento de cuerpos en la habitación donde lo velaban y entonces él pudo ver la cara; así supo que Roberto no iría más a la escuela: la muerte podía significar no ir más a la clase de la señorita Susana.

Tenía catorce años cuando un día de paseo terminó en desgracia. Un día de campo que nació a partir de la invitación del padre de un amigo del barrio. El hombre tenía un colectivo, la aventura prometía ser completa. El convite fue el ingrediente base para que Julio Martín mirara, por primera vez, hacia afuera –el borde del nido de la muerte era el horizonte cercano- y descubriera que la vida te da, te puede dar sorpresas.

Hugo, Néstor y Julio Martín partieron hacia un día de pileta y fútbol en un balneario cercano a Campana. Fueron tres, pero volvieron solo dos pibes al barrio. Néstor, el compañero de Julio Martín durante casi toda la escuela primaria, el sanjuanino, se fue para un barrio otro.

Julio Martín vio que lo sacaban del agua, y por más que él mismo observó que Néstor no se había ahogado (supo después que le había fallado el corazón), en los años posteriores nunca se interesó en el agua amontonada, sea el agua muerta de las piletas o la viva que sabe de ríos y mares. Se sigue viendo encerrado en el baño de la casa paterna. Lloraba agarrado a un toallón. La muerte era cortar con el pasado inmediato, algo así pensó durante años en los tantos regresos a aquellos días. Y lo sigue pensando, esa vez sintió en carne propia el tajo, la nueva divisoria de la historia que indicaba que el caño que le había hecho a Néstor en la mañana con la pelota de cuero, tan nuevita ella, ya no podría repetirse. Un puñado de horas había aparecido, un tiempo amontonado que avisaba que ya no se podía: No, ya no, pibe, ahora es tiempo de nunca más.

Cuando Julio Martín ya era un hombre, se podría afirmar además que hasta tenía ideas propias (una identidad de hombre mayor), la muerte le pintó un nido en su frente amplia de guardar ideas. La muerte le dijo, con ánimo de grafiti, que se llevaba a su amigo Gabriel, una especie de guía espiritual que Julio Martín acomodaba en el sillón de maestro: de arte y de vida. Por aquellos años había coqueteado con la escritura, pero después guardó silencio y se dedicó a la lectura y las mujeres. Gabriel era escritor, un sabio consejero en muchos temas, y quería a Julio Martín como si fuera un hijo. Lamentó que Julio abandonara su intento de escritura, pero respetó su decisión. Se disfrutaron hasta que la Parca manejó su abracadabra silencioso. Julio Martín se quedó sin aire, como esa vez en que siendo pibe recibió un pelotazo en la boca del estómago y no podía respirar, quizá aquella mañana sospechó que es así como empiezan todas las muertes, pero esto es pura presunción de quien cuenta.

La muerte de Gabriel lo llevó al centro de un odio consciente a la injusticia de los plumazos del destino: Te borro de un plumazo de ala de paloma que son como buitres de apariencia civilizada.

Cuando la muerte viene recortando gente de los paisajes, comienza la inquieta vida de las ausencias. Así como se aprende a vivir con una persona, sea amante, amigo, sea madre, padre, hermano, de la misma manera se debe aprender a tratar con la ausencia. Porque ella tiene gustos, preferencias, puede ser cariñosa o propinar una buena cachetada. Hay ausencias que exigen palabras al ser amado, algún distraído puede pensar que la mujer o el hombre que habla solo después de una muerte tiene un problema, pero no es así, es  comunicación, compañía: esta soledad es el más puro de los artificios: la ausencia respira realidad, construye su cuerpo nuevo desde todos los pliegues de la memoria agitada. Una ausencia es perfectamente reconocible en la mirada de aquel que sabe, que vive el juego extraño que resulta de saber que alguien, el otro, el muerto, está presente, que es palpable en la ausencia.

En la mirada de Julio Martín viven las ausencias de Néstor, de Gabriel y de Ángela, su mujer durante siete años, el tercero, hasta ahora, de los nidos alumbrados.

 

3

 

A Eduardo le llevó algunos meses entrar en confianza con Julio Martín. Y Julio Martín le prestó mayor atención a Eduardo cuando en una conversación banal, nacida como al descuido y, en apariencia, sin mayor interés para ambos, Eduardo declaró su adhesión a lo que él llamaba el pensamiento mágico.

Julio Martín le compraba el diario los domingos. Lo compraba por inercia, nunca supo muy bien por qué o para qué lo hacía, ya que nunca en su vida le había importado la ceremonia de este tipo de lectura. Demasiado efímera, quizá fuera ese el elemento que lo frenaba y que sólo le dejaba sobrevolar los titulares. Diario efímero, periodismo efímero, y efímeros también los periodistas; nunca le interesó practicar esa escritura o formar parte de ese gremio.

El diariero tenía el puesto, la parada, casi en la esquina de Estados Unidos y Jujuy, sobre Estados Unidos, dentro de la vereda de la verdulería, frente al mercadito y en diagonal al servicio técnico para autos; la cuarta esquina era un paredón enchastrado de cal blanca y carteles de publicidad.

Julio Martín vivía sobre la vereda del mercadito, sobre Estados Unidos, a unos veinte metros de la esquina, en un segundo piso de departamento B que no daba a la calle sino al centro de la manzana.

El pensamiento mágico se manifestaba en Eduardo a través de pequeños impulsos. Por ejemplo, llegaba a la parada a las cinco treinta de la mañana y algún elemento le avisaba que primero debía barrer la vereda y luego encarar el reparto de los diarios pedidos por los vecinos cercanos. Otras veces era primero el reparto y luego barría; respetar ese orden cambiante en sus primeras actividades del día le provocaba una cierta sensación de tranquilidad, de buena vibración para con el resto del trabajo. Seguir el impulso lo hacía sentirse cuidado, protegido.

Llegaba a la parada en bicicleta; durante el viaje, Eduardo, seguía otro impulso: rezar, y también rezaba mientras abría el puesto. Una costumbre, decía siempre como quitándole importancia a la acción, pero no era cualquier costumbre: para él tenía el sabor de lo mágico. Eduardo se cuidaba de andar, así como así, declarando su costado mágico; por eso le llevó meses hablar un poco más con Julio Martín.

Del techo del puesto cuelga un llamador de ángeles. Un círculo de cañas de largos diversos es golpeado por un objeto que cuelga en el centro del mismo; el viento aporta lo suyo y nace un sonido agradable, como si maderitas o un puñado de huesitos cayeran escaleras abajo. Eduardo afirma que a él le gusta, que por eso lo tiene, pero que además el artilugio, así se asegura, atrae o produce buenas vibraciones: positivas.

Debido a la búsqueda de lo positivo es que Eduardo barre cada mañana el lugar, pronuncia algunos rezos y enciende sahumerios.

El día que le dio noticias a Julio Martín del pensamiento mágico, Eduardo también dijo que el puesto de diarios tenía una historia extraña.



© Imágenes de Eduardo Noriega del libro Guía de Buenos Aires, una ficción, Buenos Aires: Literaria ediciones, 2011, con textos de Edgardo Lois