Juan Guinot


            Juan Guinot


(1969 - Mercedes), nace  tres meses y once días antes que el hombre pise la luna. Lic. en Administración, Psicólogo Social, Master en Dirección de Empresas. Trabajó cinco años en el Estado para recaudar dinero y, luego, en una empresa para que la gente lo gaste en golosinas. Asistió al taller del escritor Alberto Laiseca. Relatos suyos participan de las antologías de cuentos y revistas en Argentina, Bolivia, Francia, Brasil y España. Colabora en medios gráficos y radiales.

2022-La Guerra del Gallo (Talentura Libros, España) es su primera novela publicada y fue finalista del premio Celsius de la Semana Negra de Gijón 2012.  Adaptó la novela al teatro escribiendo el unipersonal “La Guerra del Gallo”, actualmente en cartel en Argentina.

“Misión Kenobi” es su segunda novela publicada, la primera en Argentina (Ed. Exposición de la Actual Literatura Rioplatense, Abril 2014). Escrbió una nueva versión de Misión Kenobi para teatro, que se estrenará en Buenos Aires en 2015.-

Estudia dramaturgia con Alejandro Tantanián.

Administra el blog: www.juanguinot.blogspot.com

Se lo puede seguir en Twitter @juanguinot



Mi Kenobi [1]

 

La gente no iba a nuestro negocio de audio-video para gastar, iban para oír tus cuentos de platos voladores. Vos, acodado al mostrador, manejabas las tertulias con maestría.

Un día te empezaron a decir el David Vincent del pueblo; fue justo cuando contaste tu propia experiencia: “El perro no paraba de ladrar. Yo apagué las luces de la casa, me puse contra la ventana, abrí el postigo muy lentamente, apunté con la linterna y la escopeta a la huerta, después a la ligustrina y nada. De golpe se me ocurre mirar entre las ramas de unos árboles y, al levantar la vista, me encontré con una ´estrella´ del tamaño de un pomelo que, sin emitir ruido, se hizo un puntito de luz hasta desaparecer en el espacio”.

Y tuviste tu segundo gran momento cuando diste a conocer El caso del Tercer Tipo del campo de San Jacinto: “A media noche, una luz tan fuerte como la del mismísimo sol bañó el interior de la casa. La mujer abrió la puerta de calle y se encontró, rodeado por esa aura lechosa, a un ser con escafandra naranja fosforescente”.

No te quedaste conforme con el éxito y sacudiste al pueblo cuando, al encontrar unos círculos de pasto quemado entre un tendido de alta tensión y un arroyo, dedujiste: “El verdadero interés de los extraterrestres es la recarga de energía”.

Nuestro comercio era una caja de resonancia, y tu idea de que el poblado había sido elegido para formar parte de la red cósmica de estaciones de servicio de las naves alienígenas fue tan creíble que te empezaron a preguntar si habías contactado con marcianos o si conocías sus platillos por dentro. Y vos, ante cada pregunta, mirabas hacia la calle, hacías un largo silencio, te pasabas la mano por la cabeza, resoplabas por la nariz y decías: “Todo se sabrá”.

Y, mientras los vecinos esperaban tu contacto del Cuarto Tipo, se te ocurrió  publicar en el diario del pueblo este anuncio para atraer clientes:

“Robots todavía no vendemos, pero en cuanto se fabriquen Ud. tendrá la primicia…”.

La gente se volvió loca, el negocio recibió más clientes que nunca para hacerte el encargo del robot. Vos, con cara de científico loco, ante cada pedido, aplicabas la misma respuesta: primero el silencio, luego una revuelta de pelos y decías “no es el momento, pero no estamos lejos”.

Esa respuesta sinuosa hizo que corriera una lista entre los vecinos para organizar las compras. La fiebre por los robots era tan marcada que hasta mis compañeros de básquet (incluidos el entrenador y el cantinero) querían saber cuándo ibas a venderlos. Me rodeaban, me ahogaban y para sacármelos de encima, me aprovechaba de eso que decían de vos, que eras David Vincent, te imitaba y con cara de loco les miraba las manos. Y bien que daba resultado: hacían puñito para esconder el meñique.

Y te fui con el cuento de mis compañeros de básquet, que no los soportaba más. ¿Qué hiciste? Doblaste la apuesta y metiste más días de publicidad en el diario.

No lo podía creer. Nuestro negocio estaba hasta el techo de curiosos, de ésos que van para ver y no gastan ni siquiera en fotocopias. Pero vos, para no defraudar las expectativas, ni bien caía el sol y cerrabas con llave la puerta de calle, apagabas todas las luces del local, pero dejabas las máquinas encendidas. Te escondías detrás de un biombo y por las rendijas entre las maderas seguías las caras, al otro lado de la vidriera, de los vecinos hipnotizados por el espectáculo de los foquitos multicolores de fotocopiadoras, amplificadores, caseteras y radios. Los dos ventanales ovoides de nuestra vidriera eran los ojos para ver el futuro.

Entre los hermanos empezamos a hablar del tema de los robots: nos preocupaba que los tuvieses escondidos y no nos participaras del secreto. Notaste un creciente clima de dudas en el seno familiar y un día me pescaste revisando los cajones del mostrador. No anduve con vueltas y te dije que buscaba al robot. Con las manos calzadas como revólveres entre el cinturón y tu panzota, me dijiste: “¿Te creíste lo de la propaganda?”. Me hiciste sentir tan estúpido que salí del negocio corriendo y no volví a hablar más del tema. Pero eso sí, te observé y me empeciné en dar vueltas tus cartas y descubrirte el juego.

Entonces me metí con las fotocopiadoras. Sospeché que podrían estar vinculadas al tema porque eran las únicas máquinas de la casa que tenían nombre: Frida y Touluosse. Descubrí que siempre estaban metidas en las conversaciones familiares y hablábamos de ellas como si fuesen dos hermanas más: “Que la Toulouse arruga las hojas, que a Frida la hace bolsa la humedad”. Y ahí nomás me acordé de ese chistecito clásico de la ciudad, ese que decía que tus cuatro hijos éramos una fotocopia y hasta uno de mis compañeros de grado me preguntó si Frida era mi mamá.

Pero ves como son las cosas, un día te encontré hablando con Frida, luego con Toulousse y hasta las conversabas cuando había gente en el negocio. Los clientes no eran estúpidos, venían para buscar el robot y, al verte susurrarles a las fotocopiadoras, empezaron a sospechar de ellas, hasta que un día encontraste la cerradura del negocio forzada. De camino a la escuela, metidos en el “cono del silencio” de nuestro Dodge Polara, nos largaste: “La cosa viene difícil, la semana pasada se metieron en una casa a la vuelta de la iglesia y se llevaron a uno de los hijos. No se preocupen, ya les voy decir cuál es el plan, pero estas cosas se hablan solo entre nosotros”. Continuamos el recorrido a la escuela en silencio. A través del vidrio de la ventanilla fui mirando los portones, los zaguanes y las ventanas de las casas, entre la resaca nubosa de la neblina, iba atento a la posible salida de algún Invasor, sabía que nos estabas hablando de ellos.

Y lo comprobé cuando metiste rejas en las dos ventanas ovoides del local para armar las defensas. Además, le pediste al herrero una estrella amarilla de hierro que amuraste en la pared, al otro lado de la puerta, y mandaste a hacer debajo un cantero. Era la señal para que los extraterrestres supieran bien clarito donde no se jodía.

Pasabas más tiempo afuera que adentro del negocio, sentado en el borde del cantero, con la estrella sobre tu cabeza y las hojas de las plantas aupadas en tus muslos. Mirabas el infinito, los ojos achinados y a mí no me engañaste, andabas en algo más, algo oculto, algo muy importante y casi se te escapa cuando nos pintaron la cruz roja en la puerta de casa.

Te estábamos esperando para cenar. Escuchamos la manera grave en que tronó el portón y en casa cundió el pánico. Ibas y venías por la cocina y a Mamá se le cayeron las fuentes (más que de costumbre) mientras preparaba la carne mechada con ajo para la cena. Los cuatro hijos, en respetuoso silencio, seguimos la evolución del drama en cada una de tus apariciones por la cocina: cara desencajada, aleteo de los brazos, dedos inquietos, pelos revueltos, puteadas entre dientes. Algo no funcionaba bien. Por fin, te paraste en la cabecera de la mesa, cuando la carne ya no sacaba humito y, antes de que Mamá nos sirviese la comida, te despachaste: “Nos marcaron con una cruz roja en la puerta. Es muy probable que esta noche se nos quieran meter. Escuchen bien: saqué el freno de mano del auto para trabar el portón; si alguien quiere entrar va a hacer mucho ruido, entonces salen para el patio del fondo y suben la escalerita que está contra la casilla del gas. Desde ahí trepan y corren por los techos vecinos hasta llegar a la casa de los Larroque. Les piden ayuda, ellos van a entender”.

Estaba todo claro, con solo mencionar Larroque entendí que seguías hablando de Los Invasores. Tenía presente una charla de sobremesa en la que nos contaste la historia de abducción de una prima de los Larroque. La señora iba sobre la Ruta 41, en su citroneta, de regreso a Giles cuando, entrada la noche y a la altura de la escuelita rural, un “sol” se le plantó en la luneta del auto y la bañó de luz. Un vecino la halló hecha una bolita en la parte del acompañante de la citroneta, en el centro de Giles. Solo el whisky le devolvió las ganas de hablar, pero la mujer nunca supo explicar cómo cubrió veinte kilómetros en dos segundos. Estaba claro, los Larroque sabían del tema.

La noche de la marca roja en la puerta, ni bien acabaste de impartir las instrucciones del plan de huida, miré a Mamá: ella te avaló con cara enojada. Si tus cuentos de ovnis me solían quitar el sueño, podrás imaginarte cómo estaba después de esto. La carne no pasó la tenaza de mi garganta y marcó en mi tráquea una barrera de por vida para el ajo. Luego fui a dormir, tan alterado como el soldado que se acuesta en la trinchera acunado por el ronroneo de los aviones enemigos. Desde tu pieza llegaba el aparato de radio puesto en Onda Corta: entre zumbidos, venían las voces de locutores de pronto graves y, luego, aflautadas, parecían mensajes marcianos. Se me pusieron los pelos de punta. Te escuchaba toser y rechinaba la madera cuando dabas vueltas tonel sobre el colchón. Aterrado, apreté los párpados y, con la sensación de haber transcurrido el tiempo de un simple pestañeo, al reabrirlos me encontré con la voz radial de Magdalena, señal clara del pase de la radio de Onda Corta a la AM, o sea, de la noche a la mañana.

Luego de un desayuno con los párpados a media asta, nos pusimos el guardapolvo y encaramos para el baño. En el arco de la pileta te esperamos para la engominada, tu especialidad. El perfume Paco Rabanne penetró en nuestras narinas y luego apareciste en el baño con una sonrisa poco creíble. Nos buscaste en el espejo para hablarnos con el sistema de los peluqueros y tiraste: “Eran los de las cloacas, están picando la vereda, la casa vecina también estaba marcada”. Tu boca fue la intersección de los conjuntos Risa y Llanto. Nos embadurnaste de Lord Cheselin y, al pasarnos el peine, el dibujo de la raya nos quedó torcido, pero no dijimos ni mu.

En esos días se instaló un destacamento militar en el pueblo. Compraste un cuaderno exclusivo para ellos y los tipos venían a cada rato para sacar fotocopias, no más de una o dos por vez. Poníamos palos en las hojas del cuaderno (como en el conteo de los puntos en el truco) y al final del mes sumábamos y ellos decían que pagarían el mes siguiente. Uno de los militares intentó tirarte la lengua y se hizo el confidente: “Cuando hice prácticas con la Brigada avisté un OVNI, ¿usted nunca vio uno? Porque yo escuché algo, vio cómo es la gente en los pueblos”. Vos hacías piquito con los labios, arqueabas las cejas, arrugabas la frente y negabas con la cabeza. Un día ese mismo militar, mientras te hacía descoser un expediente para fotocopiar la hoja del medio, te dijo: “Le voy a contar un secreto. Lo hago por usted y por el chiquilín: los platos voladores se esconden en las nubes, ahí se arman su propia nube para camuflarse. ¿Sabe cómo se los encuentra? Mire fijo al cielo y si mantiene la vista, podrá darse cuenta: la nube con plato volador es la que se mueve en contra de las demás.”

Y vos, meta que te meta con la descosida del expediente, mirando fijo a la máquina, con la boca pegada.

En esos días el negocio andaba vacío y, en el peor momento de nuestras vidas, se estrenó Star Wars. Nos llevaste al Cine Español y de regreso nos dijiste: “Vieron, era como yo les decía, lo de El Bien y El Mal”. Pero mi cabeza era para Star Wars y, a partir de ese día, mis noches llegaron con la respiración de Darth Vader y las mañanas con la cara de Leia.

Te sentiste desplazado. Aprovechaste mi cumpleaños número ocho para recuperar el centro de la atención. En la madrugada, casi me cuelgo de los tubos fluorescentes del dormitorio cuando me despertó un grito: “¡Obi Wan Kenobi!” y, al despegar las pestañas, ví una figura humana con las manos hacia el techo y aferradas a un destello recto. ¿Podía ser Kenobi? Accioné la perilla y la ilusión duró dos parpadeos del tubo fluorescente. Cuando todo fue bañado por el halo blanco te encontré envuelto en una frazada que cubría deficientemente tu camiseta maya, el calzoncillo con medio testículo asomado y las medias de tres cuartos de nailon. La segunda decepción fue ver que la espada láser, la original, de Star Wars no era más que una linterna con una carcasa plástica. Te diste cuenta de nuestra frustración y le pegaste un “espadazo” a los tubos fluorescentes. Hubo explosión y chisporroteos como en la película y las cobijas se nos llenaros de escamitas vidriosas y polvo. En total oscuridad volviste con tu serie de esgrima láser y te lo festejamos. Lo hicimos por vos, por Kenobi, Leia, Luke, C3PO, R2-D2, Han Solo y Chewbacca.

Pero, con esa actuación, nos estabas queriendo anticipar algo y una mañana Mamá, antes de la hora de la apertura del negocio, salió disparada como un cometa y me monté a su cola. Una vez en la calle te vi: estabas agarrado a las rejas del ventanal ovoide, te arqueabas, escupías babas, no parabas de convulsionar. Mamá quiso ayudarte y la sacaste de un manotazo. Salió disparada pidiendo ayuda. Cuando llegué a tu lado ya te habías desplomado hacia uno de los lados de la puerta del negocio, al pie del cantero y la estrella amarilla de hierro.

Hubo un trueno. Miré al cielo y me encontré con nubes regordetas, de bordes perlados y centro negro. Sin bajar la vista te dije que a mí no me engañabas, que no estabas muerto. El viento arremolinó una primera racha de lluvia y desafié los pinchazos de las gotas con los ojos bien abiertos. Entonces, pude ver una nube que empezó a desplazarse en sentido contrario a las demás y la seguí hasta que se perdió detrás de las copas de los árboles. Por el costado del ojo se coló un juego de luces y, al buscarlo, te encontré en el reflejo de uno de los vidrios ovalados, estabas de pie, sobre el espectro de tu cuerpo tendido, con los dedos entrelazados a la altura de la panza, el rostro claro y medio oculto en una capucha que envolvía tu cuerpo hasta rozar el piso. Las luces de Toulouse y Frida se fusionaron con tu figura. Dije que eras Kenobi, mi maestro. A un rayo lo siguió un nuevo trueno, vibraron los cristales de los ventanales ovoides del negocio y, mientras tu imagen se desintegraba, me dijiste: “Que la fuerza te acompañe”.


[1] Primer capítulo de la nouvelle Misión Kenobi editado por la Exposición de la Nueva Narrativa Rioplatense (Buenos Aires, mayo 2014)

"Mi Kenobi" fue también publicado por la Antología Panorama Interzona, coordinada por Elsa Drucaroff (Ed. Interzona, Buenos Aires, 2012)

El autor escribió una versión teatral de Misión Kenobi que se estrenará en Buenos Aires en abril de 2015.