María Angélica Scotti


            María Angélica Scotti


Buenos Aires (Argentina), 1945. 

Estudió Letras en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, donde ejerció también como docente. Desde 1976 reside en el interior del país (en distintas ciudades del Litoral –y, actualmente, en Rosario- , donde se dedicó a tareas periodísticas y a la creación de talleres literarios). Ha publicado estudios críticos sobre literatura argentina e hispanoamericana (en editorial Kapelusz) y las novelas  Buenos augurios (Premio Fundación Konex-Fondo Nacional de las Artes 1985), Señales del cielo (ed. Atlántida, 1994; premio Alcides Greca, de Santa Fe), Diario de ilusiones y naufragios (Premio Emecé 1995/96, Primer Premio Municipal de Buenos Aires “Eduardo Mallea” 1999 y Segundo Premio Regional de la Secretaría de Cultura de la Nación) y Las orillas del fuego (Ed. Catálogos, 2006). Tiene inéditos la novela El pasajero del sueño y el libro de cuentos Juglar.  Su obra ha recibido elogios (por escrito) de Tomás Eloy Martínez, Marcos Aguinis, María Esther de Miguel, Héctor Tizón, Juan José Hernández, Antonio Requeni, Mempo Giardinelli, Eduardo Gudiño Kieffer, Ana María Shua, María Rosa Lojo, Juan Villoro, Ray- Güde Mertin y otros.



        VISITAS

A las madres y abuelas de pañuelo blanco, que todavía esperan  

                                

      A las nueve la atormentaba el chirrido inclemente del despertador. Ella se incorporaba con desgano para cumplir la rutina a la que nadie ni nada la obligaba. En realidad, hubiera sido más fácil arrebujarse indefinidamente en la cama, pero Celia sabía (era la consigna que ella misma se había impuesto) que no debía dejarse apresar por la tristeza. Que aún, al cabo de tantos años, había que seguir esperando.

      Nada de Bonjour tristesse, se decía para darse ánimos, acordándose de aquel libro que nunca había leído pero que andaba de moda 50 años atrás, cuando ella era jovencita. En lugar de eso, no bien se ponía de pie, miraba el retrato de su hija colgado en la cabecera de la cama y, como si ella estuviera presente allí o como si pudiera escucharla, la saludaba: Bonjour Violeta. Violeta y no tristesse. Porque tristeza sobraba en esa casa: había entrado dos veces, como un viento arrasador, ya hacía más de 30 años, y la había dejado a ella doblemente desolada.

      Sí, tan sólo por su hija, por Violeta, que había sido una chica muy alegre, entusiasta, vital, se forzaba a mantenerse en pie, a ocuparse de la casa (demasiado amplia para ella sola) y  también a esperar, esperar algo, no sabía qué.

                                                              ------------------------    

      De vez en cuando, aunque no quisiera, se le venía a la memoria lo sucedido.

      Violeta tenía apenas 16 años y estudiaba todavía en la escuela secundaria. Aunque la pasión de ella, más que el estudio, era ir, con un grupo de chicos de la iglesia, a trabajar en la villa. La villa del Padre Carlos, como todos la llamaban, y con él se reunían desde tiempo atrás para secundar sus planes y aliviar las necesidades y penurias de los villeros. Pero de pronto ocurrió lo inimaginable, lo catastrófico: mataron al Padre Mugica, y esa calamidad los paralizó, los desorientó largo tiempo, hasta que el grupo se rehízo y siguió adelante con su misión, con su opción por los pobres,  como  sostenían. Adiestraban  a  los chicos de la escuelita en  la  confección  de  un  teatrillo  de  títeres   -Violeta contaba en su casa, con regocijo,  cómo se aplicaban a amasar la pasta de papel y engrudo, con qué embeleso modelaban las caras de ángeles y villanos,  cómo se impacientaban por tenerlos listos y al fin manipularlos- y también iniciaban a los adultos en el leer y escribir y les llevaban libros para ir formando en la capilla una modesta biblioteca. Y no les faltaba tiempo para hablar con ellos, grandes y chicos, escuchar sus problemas y prometer que con esfuerzo y constancia lograrían crear un mundo mejor, sin miserias ni injusticias, un mundo de hombres y mujeres nuevos.

      Cuando volvía de la villa, Violeta llenaba la casa con su euforia y le encomendaba a Celia –como maestra de Labores que ella era- que confeccionara ropita de bebé para los pobres gurises, y a su padre, a Francisco –que con todos rezongaba menos con Violeta, esa hija por la que tenía adoración- , lo ponía, como buen carpintero, a serruchar y fabricar juguetes para los chiquilines de la villa. Hacía participar a casi toda la familia en su empresa, menos al hermano menor, a Diego, que nunca se interesaba por las actividades y fervores de “la villera”. Y Violeta, para completar su arrebato de júbilo, buscaba la guitarra y se ponía a cantar. “Gracias a la vida” era su canción favorita y agradecía que la hubieran llamado igual que a Violeta Parra. Aunque el violeta –una ligera objeción o algo que con rareza presentía- era un color de medio luto, y tal vez por eso Violeta Parra se había despedido de la vida exactamente 10 años atrás.

                                                        -------------------------                           

     Entraron como un torbellino, empuñando sus armas, pateando con saña lo que encontraban en su avance, entre gritos, amenazas y empellones, y tiraban al piso los cuadros, los adornos, los libros y apuntes de Violeta y hurgaban en los rincones y bajo las camas rastreando quién sabe qué objetos ocultos, misteriosos.

                                                          --------------------------

      Violeta –rememoraba Celia con ternura- siempre fue una chica especial, distinta. Amaba no sólo a sus pobres sino también a los animalitos desvalidos. A menudo recogía de la calle perros, crías abandonadas, cualquier bicho herido o hambriento y los atendía  y les quitaba las pulgas y luego les buscaba ubicación en casa de vecinos o amigos. Francisco decía bromeando, pero con una pizca de orgullo, que ella era digna heredera del nombre paterno, una genuina franciscana. Una vez él le trajo un pajarito semimoribundo, un jilguero amarillo, y ella se obstinó en devolverle la vida, y lo abrigaba y le daba de comer en el pico y al fin logró que el pájaro reviviera y se largara a revolotear por la sala y la cocina, hasta que una mañana remontó vuelo y partió. “Desapareció el muy ingrato”, opinó Celia, pero Violeta aseguró que pronto volvería. Y, efectivamente, cada tanto sobrevolaba el patio y se lo oía cantar con alborozo. “Estos animalitos hechos de plumas y aire –Violeta acostumbraba a decir cosas curiosas o extrañas- son seres admirables, casi mágicos. Saben sin titubeos cómo hallar su camino. Y con sus frágiles pero prodigiosas alas son capaces de recorrer el universo entero y actúan como mensajeros, o ‘ánguelos’ como nos enseñaba el Padre Carlos, entre el cielo y la tierra. Cuando yo muera –agregaba con apacible certeza- voy a convertirme en pájaro.” Y Celia la regañaba por hablar de la muerte, a su edad, a los 16, pero ella lo refería como algo natural, sin temor, como si la muerte fuera sólo un pasaje, un tránsito. Como si de algún modo supiera lo que iba a ocurrir, aquello innombrable que le estaba destinado.

                                                      -------------------------

      Fue un 27 de agosto de ese funesto 1976. (Celia procuraba no pensar en eso, no acordarse, porque se le hacía un nudo en la garganta y en el pecho y no podía atajar el llanto.) Una madrugada sintieron golpes frenéticos en la puerta, voces airadas, gritos acuciantes. Celia fue la primera en oírlos y en ponerse de pie, pero se le adelantó su marido y, sin abrir todavía, preguntó quién era, qué pasaba, qué querían. ¡Abran, la policía! Francisco se asomó y entraron en tropel apuntando con sus armas, lo acorralaron contra la pared soltando improperios y amenazas, lo palparon de arriba abajo y le sujetaron las manos a la espalda, y enseguida revisaron la casa y arrasaron con lo que estaba a la vista y dentro de los muebles. Eran varios hombres de civil, que más parecían malhechores que policías. Entre los vanos ruegos y protestas de Celia, se metieron en el cuarto de los chicos y la obligaron a Violeta a prepararse, a vestirse de prisa, mientras echaban al piso sus libros y papeles y arrancaban afiches, carteles, retratos y hurgaban en los rincones y bajo las camas buscando quién sabe qué elementos secretos. Francisco se apostó junto a la puerta de calle y, como vio que se llevaban a Violeta, las manos amarradas y encañonándola, gritó “Yo voy con ella”. Celia y Diego se quedaron abrazados y temblando, sin entender qué había hecho de grave su Violeta, de qué la acusaban, qué delito, qué pecado, qué infamia.

                                                               -----------------------        

      A Francisco lo soltaron tres días después y, a pesar de que con Celia concurrieron a oficinas del gobierno, cuarteles, Tribunales, juzgados y apelaron al cura del barrio y al comisario, para reclamar una y otra vez por su hija, no hubo respuesta. A lo sumo les decían que de los hijos tendrían que haberse ocupado antes, vigilarlos, controlar qué hacían, en qué andaban. Entonces supieron, recién entonces, que lo mismo había ocurrido  con los demás amigos de Violeta, y con otros jóvenes, y que a muchos les decían que se trataba de averiguar los antecedentes, pero que si comprobaban que eran subversivos no había esperanzas. Pasaron los días y lo único seguro fue que Violeta no estaba  detenida en la Jefatura, que se la habían llevado. Nadie sabía adónde ni por qué –se martirizaba Celia- , con qué patrañas  habían arreado como a animales ariscos a ese puñado de chicos tan frescos e indefensos.

      En medio de idas y venidas, de preguntas inútiles, de reclamos desoídos, fueron pasando los meses. Francisco, apenas amanecía, se asomaba a la verja de la casa y esperaba. Él repetía que había que estar de pie, desde temprano, para recibirla, para cuando Violeta volviera. Y esperando y tragándose los llantos y la angustia, él se enfermó. Se le debilitó el corazón, y un amanecer en que quiso arrimarse a la verja, se derrumbó entre los malvones de la entrada y, no bien Celia acudió, él alcanzó a decirle Esperala vos, que ya va a venir, y dejó de hablar y respirar.

      Esa fue la segunda desgracia y, cuando sepultaron a Francisco, fue como si enterraran con él el corazón de Violeta. 

                                                               --------------------------

      Celia quedó casi sola en la casa. Diego era más lo que estaba afuera, en el colegio o con los compañeros o en el club. Y cuando más adelante partió para estudiar Ingeniería en el centro, se fue a vivir a una pensión y visitaba a su madre muy de tanto en tanto. No soportaba verla encerrada, llorando o deambulando por las piezas como una sonámbula. Al principio la frecuentaban las amigas y se esforzaban por consolarla y distraerla, pero ella hablaba todo el tiempo de la hija y repentinamente se quebraba y se ponía a llorar. Había oído contar tantas calamidades sobre los jóvenes desaparecidos (los campos del horror, los vejámenes, los fusilamientos, los cadáveres diseminados) que no podía creer que una cosa así le hubiera ocurrido a su entrañable Violeta. Poco a poco las amigas de Celia se fueron apartando y un vacío abismal se adueñó de la casa.

      A veces soñaba que alguien, una voz o un eco lejano, la culpaba por el secuestro de su hija: “¿Por qué permitiste que se la llevaran tan resignadamente? ¿Por qué no la ocultaste, por qué no te abrazaste a ella como una fiera que defiende a su cría? ¿Por qué no te hiciste matar, que te desgarraran a pedazos antes que dejarla ir, como si nada, a ese campo de terror y pesadilla?”

      Diego, cada vez que venía a verla, la retaba porque ella no salía, porque permanecía enclaustrada, llorando, sin hablar con nadie, como si se obstinara en su desdicha. No se puede vivir atada a los fantasmas –le decía- . Si a Violeta se la llevaron habrá sido por algo, seguramente por andar tanto entre los pobres, sin ningún tipo de prudencia. Pero ya todo eso había pasado y no había que atormentarse más con lo sucedido. ¿Por qué no traía, para compartir la casa, a su hermana, que también era sola, o a alguna persona amiga? Así, sin nadie, podía ocurrirle cualquier cosa, podía  meterse  gente,  podían  asaltarla.  ¿Me oís  lo que te digo, mamá? –Pero Celia no parecía escucharlo o no le importaba.-  Lo único que te advierto es que, si seguís de este modo, vas a ir a parar a un loquero, a un psiquiátrico…

                                                                -----------------------

      Irrumpieron como una avalancha, a los gritos, a los empellones, encañonándolos, tirando todo a medida que avanzaban, requisando debajo de los muebles, en los escondrijos, los cajones, buscando seguramente armas o explosivos, como si la casa fuera una suerte de aguantadero.

                                                                  ---------------------

      Ya habían transcurrido casi 30 años. Sí, 30 años exactos, se dijo Celia mientras se vestía despaciosamente, atisbando el almanaque. Un 27 de agosto igual que hoy. Y ella todavía aquí sola, esperando. Y alejando la tristeza.

      Fue a la cocina y desplegó los postigos que daban al patio para que entrara un poco de luz. Y junto con la luz sintió que se metía como una ráfaga o un bulto, tal vez un gran mariposón. Sin embargo no vio nada nuevo en la mesada ni en las paredes.

      De repente hubo como un alboroto en lo alto, entre las vigas. Se imaginó que sería un murciélago, pero, cuando  terminó de asegurar los postigos, notó que por allí arriba andaba un pajarito, un jilguero amarillo. Revoloteaba de un lado a otro, tal vez buscando una salida. Abrió la puerta que llevaba al patio y esparció en el suelo un puñado de alpiste. Sin embargo, el bicho, en vez de salir, se aquietó sobre una viga y soltó un largo canto. “Silencio, cantorcito, le dijo ella; aquí no hay nadie que cante ni hay motivo para eso”. Pero el pájaro insistía con su serenata. Entonces, mientras ella aprestaba el desayuno, se acordó de la guitarra de Violeta, que llevaba encima a todas partes, siempre cantando. Se preguntó dónde estaría ahora esa guitarra. Hacía mucho que no la veía, y eso que ella mantenía el cuarto de Violeta listo y arreglado, como si secretamente aguardara que volviera en cualquier momento a ocuparla. Apuró el desayuno y fue hacia allá para averiguar dónde se hallaba la guitarra y, no bien entró, percibió nuevamente el revoloteo bullicioso, esta vez encima del ropero. Como acatando el llamado, se trepó a una banqueta y se asomó con premura: ahí arriba, bien atrás, semioculta, estaba la guitarra con su funda maltrecha, y ella no lo sabía o lo había olvidado. La bajó con delicadeza y se abrazó a  la caja de madera sintiendo que era como tener un pedazo de Violeta sobre su pecho. Sí, en ese recoveco se albergaban su voz, sus manos, su entusiasmo. Casi sin darse cuenta, la llevó con ella a la cocina. El pájaro se aposentó en silencio sobre la mesita redonda que en los días cálidos solían sacar al patio. Celia, aferrada a su guitarra, se sentó a un costado,  pulsó apenas las cuerdas y logró hacer brotar un leve son. Violeta insistía a menudo en enseñarle a tocar, pero ella se negaba porque siempre andaba muy atareada con su escuela y con la casa, y además prefería oírla guitarrear y cantar a su hija. Ahora se arrepentía de no haberle hecho caso: la música de una guitarra era una compañía grata, consoladora. Se incorporó y trajo de la sala dos retratos que tenía en el aparador y los puso encima de la mesita como para compartir con ellos ese momento de tibia alegría. El pajarito había salido al patio para picotear el alpiste del suelo.

      De pronto se desató una ventolera recia, como un amago de tormenta, y Celia se levantó para cerrar la ventana de su dormitorio.

      Cuando volvió a la cocina, le llamó la atención ver dos siluetas sentadas junto a la mesita. Enseguida se tranquilizó: eran ellos. Sí, allí estaba su Francisco, sonriente: por fin había vuelto. Y ella…ella era la misma de siempre, una muchacha tan atractiva y jovial como antes. Era ella, sí, su querida Violeta. No se animó a abrazarlos porque fue todo tan súbito, tan imprevisto, que sólo atinó a poner los vasos sobre la mesa y un paquete de  budín  que  es  lo  único que tenía. “Mami, te traje algo –dijo Violeta- . Es un arco iris.” Y le entregó una flor prodigiosa, de tallo dorado y con muchos pétalos, cada uno de color diferente, y que al girar lanzaban destellos. Celia sonrió con una felicidad que hacía mucho no sentía. Violeta tomó la guitarra y empezó a cantar. Francisco, dichoso de estar juntos de nuevo, susurró: ¿Viste, Celia, que simplemente había que esperar?

                                                           ------------------------    

      Al día siguiente, cuando oscurecía, llegó Diego, extrañado de que su madre no respondiera al llamador de la entrada. Fue hacia la cocina que anómalamente tenía la puerta y la ventana desplegadas de par en par. Apenas entró, vio a su madre con la cabeza recostada sobre la mesa chica, como si se hubiera quedado dormida. Vio los tres vasos allí, el budín a medio comer, los dos retratos, la guitarra. Se sorprendió: ella hacía tiempo que no recibía visitas. “Ay mamá, cómo tenés todo tan abierto, puede meterse cualquiera.” La sacudió levemente para despertarla, pero no estaba dormida sino muerta, exánime. Y sin embargo se la veía plácida, muy serena, como él no la recordaba. “Pobre vieja –murmuró, y pensó que estaba viejita en serio, y un poco chocha también- . Tal vez sea mejor así.” Y antes de salir a dar aviso, la acomodó en la reposera, los brazos rígidos sobre la falda. Entonces advirtió que una de las manos apretaba algo que parecía un adorno, una chuchería. Trató de desprenderlo pero no pudo. Era una flor, una flor de verdad. Una flor exótica, dorada y con muchos pétalos, todos de colores distintos. Y que titilaba, esparciendo fulgores deslumbrantes. Como si fuera un diminuto sol.