Jorge Teillier

        
        Jorge Teillier (Chile, 1935 - 1996)


Poeta, traductor, profesor de historia. Representante de la generación del 50 y principal exponente de lo que en Chile se dio por llamar poesía lárica o de los lares. Durante años dirigió la revista Orfeo y el Boletín de la universidad de Chile. Entre sus libros destacan: Para ángeles y gorriones, El cielo cae con las hojas, El árbol de la memoria, Los trenes de la noche, Poemas del país de nunca jamás, Muertes y maravillas, Cartas para reinas de otras primaveras, Los dominios perdidos, El molino y la higuera, Hotel nube y En el mudo corazón del bosque. Entre los reconocimientos que obtuvo se cuentan: Premio Alerce de la Sociedad de Escritores de Chile, Premio de Poesía Eduardo Anguita y Premio del Consejo Nacional del Libro.

 

 

 

EN LA SECRETA CASA DE LA NOCHE


Cuando
ella y yo nos ocultamos
en la secreta casa de la noche
a la hora en que los pescadores furtivos
reparan sus redes tras los matorrales,
aunque todas las estrellas cayeran
yo no tendría ningún deseo que pedirles.

Y no importa que el viento olvide mi nombre
y pase dando gritos burlones
como un campesino ebrio que vuelve de la feria,
porque ella y yo estamos ocultos
en la secreta casa de la noche.

Ella pasea por mi cuarto
como la sombra desnuda
de los manzanos en el muro,
y su cuerpo se enciende como un árbol de pascua
para una fiesta de ángeles perdidos.

El temporal del último tren
pasa remeciendo las casas de madera.
Las madres cierran todas las puertas
y los pescadores furtivos van a repletar sus redes
mientras ella y yo nos ocultamos
en la secreta casa de la noche.

 

 


PARA HABLAR CON LOS MUERTOS


Para hablar con los muertos
hay que elegir palabras
que ellos reconozcan tan fácilmente
como sus manos
reconocían el pelaje de sus perros en la oscuridad.
Palabras claras y tranquilas
como el agua del torrente domesticada en la copa
o las sillas ordenadas por la madre
después que se han ido los invitados.
Palabras que la noche acoja
como los pantanos a los fuegos fatuos.
Para hablar con los muertos
hay que saber esperar:
ellos son miedosos
como los primeros pasos de un niño.
Pero si tenemos paciencia
un día nos responderán
con una hoja de álamo atrapada por un espejo roto,
con una llama de súbito reanimada en la chimenea
con un regreso oscuro de pájaros
frente a la mirada de una muchacha
que aguarda inmóvil en un umbral.

 

 

 

FIN DE MUNDO

 

El día del fin del mundo
será limpio y ordenado
como el cuaderno del mejor alumno.
El borracho del pueblo dormirá en una zanja,
el tren expreso pasará
sin detenerse en la estación,
y la banda del Regimiento
ensayará infinitamente
la marcha que toca hace veinte años en la plaza.
Sólo que algunos niños
dejarán sus volantines enredados
en los alambres telefónicos,
para volver llorando a sus casas
sin saber qué decir a sus madres
y yo grabaré mis iniciales
en la corteza de un tilo,
pensando que eso no sirve para nada.

Los evangélicos saldrán a las esquinas
a cantar sus himnos de costumbre.
La anciana loca paseará con su quitasol.
Y yo diré: “El mundo no puede terminar
porque las palomas y los gorriones
siguen peleando por la avena en el patio”.

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