Roque Dalton

         Roque Dalton (El Salvador, 1935 - 1975)


Poeta, novelista y ensayista. Entre sus obras figuran: La ventana en el rostro (1962), El turno del ofendido (1964), Taberna y otros lugares (Premio Casa de las Américas, 1969), Miguel Mármol (1972), Pobrecito poeta que era yo... (1975), Poemas clandestinos (1975), Historias prohibidas del Pulgarcito (1975), Un libro rojo para Lenin (póstumo). En 1956 fundó el Círculo Literario Universitario. En 1960 es encarcelado y luego liberado en octubre de ese mismo año, al ser derrocado el presidente José María Lemus. A partir de entonces viajaría por diversos países. Fue asesinado en mayo de 1975 por sus compañeros del Ejército Revolucionario del Pueblo.

 

 

POR QUÉ ESCRIBIMOS

Uno hace versos y ama
la extraña risa de los niños,
el subsuelo del hombre
que en las ciudades ácidas disfraza su leyenda,
la instauración de la alegría
que profetiza el humo de las fábricas.
Uno tiene en las manos un pequeño país,
horribles fechas,
muertos como cuchillos exigentes,
obispos venenosos,
inmensos jóvenes de pie
sin más edad que la esperanza,
rebeldes panaderas con más poder que un lirio,
sastres como la vida,
páginas, novias,
esporádico pan, hijos enfermos,
abogados traidores,
nietos de la sentencia y lo que fueron,
bodas desperdiciadas de impotente varón,
madre, pupilas, puentes,
rotas fotografías y programas.
Uno se va a morir,
mañana,
un año,
un mes sin pétalos dormidos;
disperso va a quedar bajo la tierra
y vendrán nuevos hombres
pidiendo panoramas.
Preguntarán qué fuimos,
quiénes con llamas puras les antecedieron,
a quiénes maldecir con el recuerdo.
Bien.
Eso hacemos:
custodiamos para ellos el tiempo que nos toca.

 

 

EL DESCANSO DEL GUERRERO

Los muertos están cada día más indóciles.

Antes era fácil con ellos:
les dábamos un cuello duro, una flor
loábamos sus nombres en una larga lista:
que los recintos de la patria
que las sombras notables
que el mármol monstruoso.

El cadáver firmaba en pos de la memoria
iba de nuevo a filas
y marchaba al compás de nuestra vieja música.

Pero qué va
los muertos son otros desde entonces.

Hoy se ponen irónicos
preguntan.

Me parece que caen en la cuenta
de ser cada vez más la mayoría!

 

 

SUEÑO NUM. 11.880

Caen señoritas en paracaídas y todas, gracias al cielo del que vienen, se parecen a ti. No traen armas, pero la forma de los pelitos de su vientre nos aterroriza de delicia desde la altura que empequeñece veloz. Todas hacen mohines simultáneos, anticipando que su belleza es, como siempre, cruel. Todas se llaman como tú. De sus hombros sin alas penden como cabezas de cadáveres las másca­ras antimariposas y de las vainas de sus espadas olvidadas surgen góticos lirios que echan chorritos de niebla estrictamente lila. No tienen la cabellera que te baña los pies, tu negro nido de oropéndola donde quise vivir por los siglos de los siglos, despertándome a diario frente a un preciosamente inserto desayuno de pergaminos cocidos y toron­jas, pero se defienden con la loca brillantez de sus cascos decorados con brochazos de aceite in­dustrial y minio en polvo. Sin el menor esfuerzo, mueven convulsivamente las caderas para hacer de su caída un real desaire y, así, parecerían la más majestuosa plomada de plumas entrando en los arroyos del Paraíso Terrenal, si no fuera por­que cada diez metros muestran esos horribles car­teles en que anuncian pastelillos rellenos de leche de mujer. Tampoco tienen nada que ver con las medusas marinas ni con su posible esqueleto de suspiros helados. Tienen de ti ese porte que delata el olor bestial del amor después de un año de abandono o de burla, ese halo infernal de las ena­moradas desahuciadas por Dios, esa súplica que nos ordena desnudarnos y sumirnos en pensamien­tos y reminiscencias que tienen que ver con las misas mayores de la Semana Santa, los imprope­rios de la multitud ante los errores crasos de los más inmensos héroes deportivos, los nudos de ser­pientes gordas que llenan las cuevas de la selva de Honduras, o el combate de dos tanques pesados, librado en el interior del Museo del Hombre. ¡Oh pasión por ellas: deberá llover tanto y tan frío aún sobre ti para que pueda al menos soportarte, manipularte, usarte! Todas caen, al mismo tiem­po, sobre el prado. Las flores que pisan y machu­can vuelven a erguirse de inmediato.