Vicente Gerbasi

        

        Vicente Gerbasi (Venezuela, 1913 – 1992)



Publicista, diplomático y poeta. Uno de los autores más representativos de su país. Hijo de un inmigrante, vivió y estudió sus primeros años en Italia. A su regreso formó parte, junto a otros destacados poetas, del grupo Viernes, de tendencia vanguardista. Entre sus libros figuran: Vigilia del náufrago (1937), Liras (1943), Mi padre, el inmigrante (1945), Círculos de trueno (1953), Por arte del sol (1958), Olivos de eternidad (1961), Retumba como un sótano del cielo (1977), Los colores ocultos (1985), El solitario viento de las hojas (1990). Su obra ha sido traducida a varios idiomas y aparece incluida en diversas antologías.


 


MI PADRE, EL INMIGRANTE

 

Mi padre, Juan Bautista Gerbasi, cuya vida es el motivo de este poema, nació en una aldea viñatera de Italia, a orillas del Mar Tirreno, y murió en Canoabo, pequeño pueblo venezolano escondido en una agreste comarca del Estado Carabobo.

 

 

I

 

Venimos de la noche y hacia la noche vamos.

Atrás queda la tierra envuelta en sus vapores.

donde vive el almendro, el niño y el leopardo.

Atrás quedan los días, con lagos, nieves, renos,

con volcanes adustos, con selvas hechizadas

donde moran las sombras azules del espanto.

Atrás quedan las tumbas al pie de los cipreses,

solos en la tristeza de lejanas estrellas.

Atrás quedan las glorias como antorchas que apagan

ráfagas seculares.

Atrás quedan las puertas quejándose en el viento.

Atrás queda la angustia con espejos celestes.

Atrás el tiempo queda como drama en el hombre:

engendrador de vida, engendrador de muerte.

El tiempo que levanta y desgasta columnas,

y murmura en las olas milenarias del mar.

Atrás queda la luz bañando las montañas,

los parques de los niños y los blancos altares.

Pero también la noche con ciudades dolientes,

la noche cotidiana, la que no es noche aún,

sino descanso breve que tiembla en las luciérnagas

o pasa por las almas con golpes de agonía.

La noche que desciende de nuevo hacia la luz,

despertando las flores en valles taciturnos,

refrescando el regazo del agua en las montañas,

lanzando los caballos hacia azules riberas,

mientras la eternidad, entre luces de oro,

avanza silenciosa por prados siderales.

 

 

II

 

Venimos de la noche y hacia la noche vamos.

Los pasos en el polvo, el fuego de la sangre,

el sudor de la frente, la mano sobre el hombro,

el llanto en la memoria,

todo queda cerrado por anillos de sombra.

Con címbalos antiguos el tiempo nos levanta.

Con címbalos, con vino, con ramos de laureles.

Mas en el alma caen acordes penumbrosos.

La pesadumbre cava con pezuñas de lobo.

Escuchad hacia adentro los ecos infinitos,

los cornos del enigma en vuestras lejanías.

En el hierro oxidado hay brillos en que el alma

desesperada cae,

y piedras que han pasado por la mano del hombre,

y arenas solitarias,

y lamentos del agua en cauces penumbrosos.

¡Reclamad, gritando hacia el abismo,

el mirar interior que hacia la muerte avanza!

En nuestras horas yacen reflejos de heliotropos,

manos apasionadas, relámpagos del sueño.

¡Venid a los desiertos y escuchad vuestra voz!

¡Venid a los desiertos y gritad a los cielos!

El corazón es una secreta soledad.

Sólo el amor descansa entre dos manos,

y baja en la simiente con un rumor oscuro,

como torrente negro, como aerolito azul,

con temblor de luciérnagas volando en un espejo,

o con gritos de bestias que se rompen las venas

en las calientes noches de insomnes soledades.

Mas la simiente trae a la visible e invisible muerte.

¡Llamad, llamad, llamad vuestro rostro perdido

a orillas de la gran sombra!

 

 

XIII

 

¿Quién me llama, quién me enciende ojos de leopardos

en la noche de los tamarindos?

Callan las guitarras al soplo misterioso de la muerte,

y las voces callan, y sólo los niños aún no pueden descansar.

Ellos son los habitantes de la noche,

cuando el silencio se difunde en las estrellas,

y el animal doméstico se mueve por los corredores,

y los pájaros nocturnos visitan la iglesia de la aldea,

por donde pasan todos los muertos,

donde moran santos ensangrentados.

Por las sombras corren caballos sin cabeza,

y las arenas de la calle van hasta el confín,

donde el espanto reúne sus animales de fuego.

Y es la noche que ampara la existencia a solas,

en el niño insomne, en el buey cansado,

en el insecto que se defiende en la hojarasca,

en la curva de las colinas, en los resplandores

de las rocas y los helechos frente a los astros,

en el misterio en que te escucho

como una vasta soledad de mi corazón.

Padre mío, padre de mis sombras.

Y de mi poesía.