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Delmira Agustini | Mirta Fernández

 

Detrás estoy yo: la ocultación del sujeto poético en la obra de Delmira Agustini

I am behind: the author´s hiding in Delmira Agustini´s poetic discourse

 

Por Mirta Fernández  [1]



RESUMEN

En la obra poética de Delmira Agustini se aprecia la desgarradora tensión entre el discurso patriarcal y la posición marginal de la mujer que escribe. Musa y a la vez autora del Modernismo literario hispanoamericano, Agustini experimentó en sí misma la dualidad entre las convenciones y los modelos literarios planteados desde una perspectiva tradicionalmente masculina y su propia subjetividad lírica, ya que las imágenes femeninas habían constituido siempre la materia estética (lo otro) y no el sujeto (yo) del texto poético. Para minimizar los estragos de la «ansiedad de la influencia», intensificados por la «ansiedad de autoridad», Agustini se esconde tras una serie de máscaras femeninas que van cambiando a lo largo de su trayectoria artística y vital.

 Palabras clave: Modernismo, mujer, máscaras, Uruguay, poesía, erotismo, feminismo

 

ABSTRACT

In the poetic work of Delmira Agustini, it can be seen the heart-breaking stress between the patriarchal and the marginal position to the women that writes. Muse and author of Spanish American literary modernism, Agustini felt the dualism among the conventions and the literary models suggested from a perspective traditionally masculine and her lyric subjectivity, considering that the feminine images had always constitute the aesthetic subject (the other) and no the subject (I) of the poetic text. Agustini hides herself behind a series of feminine masks that they change throughout the artistic and vital trajectory, in order to minimize the ravaged of «the anxiety of the influence» that they are intensified by «the anxiety of the authority».

 Key Word: modernism, women, masks, Uruguay, poetry, eroticism, feminine

 

  

El crepúsculo del siglo XIX en Latinoamérica coincide culturalmente con el nacimiento del Modernismo, una «revolución de alcance esteticista» (Alvar, 1954: 9), abanderada por Rubén Darío, a la que todos los integrantes de la Generación del 900, antes o después, en mayor o en menor medida rinden su tributo.

Tina Escaja (2001: 1) define así el Modernismo hispanoamericano: 

(…) el primer gran movimiento de emancipación y renovación estética que emerge en Latinoamérica, movimiento que se desarrolla hacia finales del siglo XIX y continúa vigente hasta las primeras décadas del nuevo siglo” y que “sintonizó con la crisis de valores que inaugura la modernidad en Occidente. 

            El nuevo movimiento literario revolucionó las letras hispanas e inició un brillante periodo para la literatura hispanoamericana. Esta nueva forma de entender la creación artística se caracteriza por un afán de renovación formal y por el realce del lenguaje como reacción frente al realismo y al naturalismo precedentes.

Alberto Zum Felde (1921) defiende que «el modernismo no es propiamente una escuela, sino un conjunto de escuelas, vinculadas por un fondo común, representando tendencias afines, por oposición a todos los conceptos y las formas que hasta entonces habían encauzado la poesía universal».

Parnasianos, decadentes y simbolistas, diferentes en su manera de entender el arte, constituyen el embrión del nuevo movimiento, pues comparten el mismo “estado de conciencia”.

Son varios los aspectos que definen esta nueva corriente artística, pero entre ellos destacan «el arraigo de un sentimiento espiritualista, idealista y también político de reacción contra el realismo y la mediocridad burguesa; el gusto por la otredad en sus variantes de erotismo, exotismo, extranjerismo; cierta meditación existencial vinculada a la pérdida de la fe tanto religiosa como científica». (Escaja, 2001: 1-2) 

En este contexto literario, a pesar de ser muchas las voces femeninas que surgieron, la aportación de la mujer al programa libertario y modernista se difuminó hasta casi llegar a desaparecer tanto de los anales históricos como literarios.

Para algunos críticos, como Fernando Alegría, este silenciamiento se debió a razones de puro machismo, mientras que otros insisten en la carencia de verdaderas escritoras en el periodo o incluso llegan a insinuar su falta de creatividad. Así, Sidonia Carmen Rosembaum (1946) comenta a propósito de esta cuestión: «during Modernismo… there was not a single woman among the many great poets who then appeared».

        A este proceso de negación consensuada sobre el papel de las mujeres escritoras en el Modernismo contribuyó sin duda la actitud misógina de Rubén Darío (1912: 34), líder indiscutible del movimiento, quien, en un ensayo titulado « ¡Estas mujeres! » ironiza sobre las reivindicaciones de las sufragistas inglesas y sostiene: «Las pintoras de la legión y las novelistas y las poetisas ya no pueden contarse. Se dedican a estos sports como a cualquier otro y hay musas muy recomendables».

Y entre estas «musas», Darío destaca especialmente a Delmira Agustini, a la que escribió una semblanza durante su visita a Montevideo en julio de 1912, texto que posteriormente la poetisa recogió como «Pórtico» de su tercera obra, Los Cálices Vacíos, publicada en 1913. En este texto Darío no duda en reconocer: «De todas cuantas mujeres hoy escriben en verso ninguna ha impresionado mi ánimo como Delmira Agustini, por su alma sin velos y su corazón de flor. (…) Si esta niña bella continúa en la lírica revelación de su espíritu como hasta ahora, va a asombrar a nuestro mundo de lengua española. (…) Cambiando la frase de Shakespeare, podría decirse that is awoman, pues por ser muy mujer, dice cosas exquisitas que nunca se han dicho».  (Agustini, 1913: 1)

A pesar de contar con el beneplácito del «padre del Modernismo», la producción literaria de Delmira Agustini ha estado silenciada durante muchos años y se la ha relegado a un segundo plano. Lamentablemente, la leyenda que se creó en torno a su corta vida y a su mediática y polémica muerte ha hecho correr más ríos de tinta que un análisis minucioso de su obra.

Tanto ella como las demás voces de mujer «admitidas» por la crítica modernista (Mª Eugenia Vaz Ferreira, Juana de Ibarborou, Gabriela Mistral) fueron estratégicamente clasificadas como grupo aparte, como un apéndice del movimiento modernista, generalmente ubicadas en la sección posmodernista y a menudo en un subgrupo denominado «escritura femenina».

Por lo tanto, este grupo de mujeres escritoras no sólo tuvo que enfrentarse a la edípica «ansiedad de la influencia», descrita por Harold Bloom (1973) como el «enorme peso de la tradición anterior» que sufre el nuevo poeta, tradición desde la cual escribe, ya sea para imitarla, transformarla o destruirla, sino también a la «ansiedad de autoridad», entendida como las dificultades de encontrar una voz poética propia dentro de un mundo, el de la literatura, reservado tradicionalmente al sexo masculino.

En palabras de Sandra Gilbert y Susan Gubar (1979), «la escritora experimenta su sexo como un obstáculo doloroso o una debilidad (…) pues no se siente adecuada ni preparada para cumplir a cabalidad el oficio de escribir, ejercicio intelectual y por lo tanto, según la mentalidad patriarcal, masculino».

Esta ansiedad las lleva a buscar una autodefinición que legitime su quehacer literario. Muchas veces no logran liberarse de las amarras de su propio género, condición que provoca en ellas un sentimiento de frustración y desesperanza, que, en opinión de muchos críticos, las condujo al abismo de la autodestrucción. Así se explicaría el destino trágico de muchas de ellas: Delmira Agustini fue asesinada por su ex marido, Mª Eugenia Vaz Ferreira murió demente sin haber publicado un único libro y Alfonsina Storni se suicidó ahogándose en Mar de la Plata en 1938.

La explicación, según Sylvia Molloy (1984), es simple: «Women cannot be, at the same time, inert textual objects and active authors. Within the ideological boundaries of turn-of-the century literature, woman cannot write woman».

Todas estas consideraciones previas son fundamentales para entender la creación literaria de Delmira Agustini, ya que en su discurso poético se deja entrever, a menudo, la tensión latente entre el discurso patriarcal dominante y su condición de mujer escritora.

Para lograr escapar a la mencionada «ansiedad de autoridad», Agustini descentraliza los postulados literarios de su tiempo reelaborando imágenes para expresar su peculiar subjetividad. A medida que pasa el tiempo, el choque con la realidad circundante provoca que su discurso se vaya volviendo más hermético, más confuso. La misma sociedad montevideana que la encumbró al principio de su andadura literaria, la rehuyó en su última etapa creadora por ser «demasiado avanzada, demasiado sacrílega y demasiado transgresora».  (Cáceres, 2007: 14)

        Delmira Agustini nació en 1886 en Uruguay en el seno de una familia de clase media alta que desde muy pronto descubrió y mimó su vocación literaria. Su nacimiento fue considerado por sus padres, don Santiago Agustini y doña María Murtfeld, un «milagro que se renovaba cada día» y, a través de esta afirmación, proferida por su progenitora, ya podemos inferir que siempre estuvo sobreprotegida por sus padres, especialmente por su madre que la educó en casa hasta los 12 años.

Muchas personas que la conocieron comentan que Delmira en esta época no tenía amigos y que vivía en una especie de redoma de vidrio aislada de la realidad y sometida a su madre. La única excepción que podemos apuntar es su amistad con el aristócrata francés André Giot de Badet, al que conoció en el estudio de pintura del profesor Laporte. Gracias a él descubre y lee la poesía simbolista francesa y entra en contacto con la estética modernista.

Publica su primera composición titulada «Poesía» en 1902, a los 16 años, en la revista Rojo y Blanco, dirigida por Samuel Blixen, si bien su primera poesía, «Ojos-Nido», dedicada a su madre, la escribió cuando tenía solo 10 años.

A lo largo de su vida publicó tres libros: El libro blanco (1907), Los cantos de la mañana (1910) y Los cálices vacíos (1913). Todos ellos fueron editados por O. M. Bertani en Montevideo.

En El libro blanco está formado por 52 poemas en los cuales es evidente su tributo a la estética modernista. Dominan los temas, los símbolos y los motivos característicos del movimiento: cisnes, princesas, castillos encantados, piedras preciosas, referencias a Oriente o a la Edad media desfilan por sus versos. El libro se cierra con el epígrafe Orla Rosa, integrado por siete poesías donde empieza a despuntar el tema erótico.

En los 22 poemas originales de Los cantos de la mañana el lenguaje de la poetisa empieza a cambiar, a medida que se va alejando del ideario modernista. Su lenguaje se hace algo menos comprensible y más erótico. Utiliza nuevas imágenes desde una perspectiva muy personal: vampiros, serpientes, cabezas muertas y estatuas configuran ahora su imaginario.

            Los cálices vacíos son, para muchos críticos, su mejor obra. En esta colección la poetisa reunió 21 poemas originales, la totalidad de los poemas de Los cantos de la mañana de 1910 y 30 poemas de El libro Blanco. El libro se abre con el «Pórtico» de Rubén Darío al que ya hemos hecho alusión y se cierra con una nota al lector en la cual Delmira anuncia que está preparando una nueva obra titulada Los astros del abismo, poemario que, según sus propias palabras, debería ser «la cúpula de su obra». (Agustini, 1913)

En Los cálices vacíos el lenguaje ya es descaradamente carnal, oscuro y sacrílego. Delmira se siente cada vez más próxima de los poetas malditos o raros que unían lo sagrado con lo profano, el placer con el dolor, el cielo con el infierno. En esta época ella estaba doblemente aislada: no estaba socialmente bien vista y por su condición de mujer no podía reunirse con otros poetas hombres en lugares públicos. A este respecto Manuel Ugarte, amigo personal de la poetisa,[2] comenta: «La espontaneidad salvaje y el fuego sensual de sus producciones estableció enseguida en torno a ella una especie de cordón sanitario. Las almas apocadas y prudentes se alejaron como de un foco de perdición». (Rosenbaum, 1946: 72)

El día 14 de agosto de 1913 Delmira se casa con Enrique Job Reyes, su novio desde hacía algunos años. Manuel Ugarte fue uno de los testigos de este enlace matrimonial. Job Reyes no era un intelectual sino un rematador de ganado que amaba a la Delmira mujer pero no comprendía a la Delmira lírica.

El choque con la realidad del matrimonio fue demasiado duro y poco después de un mes y medio ella abandona a su marido y regresa al hogar paterno, huyendo «de tanta vulgaridad». Inmediatamente después inicia los trámites de divorcio aunque sigue encontrándose con su ex marido a escondidas en la habitación de una pensión que él tenía alquilada. Mientras, seguía su encendida correspondencia con Manuel Ugarte y con otros pretendientes.

El día 6 de julio de 1914 en la habitación del hotel que servía de escenario a sus encuentros secretos, Enrique mata a Delmira descerrajándole dos tiros en la cabeza y a continuación se suicida.

Se llegó a hablar de la posibilidad de un pacto de suicidio, ya que no se explica el comportamiento de Delmira al acudir a estas citas, teniendo en cuenta que su ex marido ya la había amenazado de muerte en una carta escrita tras el divorcio: 

Hasta mis oídos ha llegado la noticia de que tú quieres manchar mi nombre, que hoy es el tuyo, pues también lo llevas, con una calumnia. Si tal cosa hicieras, que no lo creeré jamás, yo sabría lavar la mancha arrojada sobre mi honor, con la sangre inocente de nuestras vidas. (Larre, 2006: 44) 

La atracción que la poetisa sentía por el riesgo la abocó a un destino trágico que vinculó la muerte de la mujer al nacimiento del mito.

Pretendemos, por medio de este artículo, dar a conocer el enorme lastre que la tradición literaria y la sociedad patriarcal hispanoamericana ejercieron sobre el discurso poético de Delmira Agustini y también analizar sucintamente los principales mecanismos de defensa de los que se sirvió la autora para contrarrestar los efectos de la tradición que la subyugaba: los velos o máscaras tras los cuales camuflaba su femineidad.

Así, en sus primeros poemas de adolescencia, Agustini se encuentra con un limitado espectro de imágenes patriarcales establecidas para el ser femenino: el ángel del hogar y la mujer diabólica. Jane Montefiore (1987:14) comenta al respecto: 

…it is conventional…for women to be defined through their sexuality according to the stereotyped opposition of the virtuous virgin to sexy whore. This convention distorts the reality of female desire, but because is so widespread, it is virtually impossible for women to define their own sexuality without reference to it. 

Ante este panorama, es evidente que en esta primera época de producción artística Agustini se inclina más hacia las representaciones femeninas como ángel del hogar. En sus poemas de adolescencia aparecen las imágenes femeninas favoritas de los poetas y escritores modernistas: hadas, musas, diosas, princesas y reinas. Estas imágenes son la prueba de que al principio de su trayectoria literaria la poetisa repite el canon establecido por sus predecesores, puesto que su voz poética carece aún de originalidad lírica. De esta forma, Delmira se apropia de estas imágenes femeninas tan vinculadas al Modernismo y las utiliza como temas, motivos o símbolos para expresar conceptos, ideas, emociones o actitudes.

Hay que señalar, además, que en esta primera etapa y en las siguientes la influencia de Rubén Darío es tremendamente significativa en el imaginario de la poetisa. Sobre las imágenes femeninas presentes en las producciones tempranas de Agustini, Jacqueline Girón Alvarado (1995: 7) afirma: 

En esta primera etapa de su desarrollo artístico literario, Agustini asume una voz neutra separada de las imágenes femeninas y del Yo (creador). No compromete su identidad sexual femenina pues ésta no se ajusta al patrón aprendido a través de sus lecturas. Tampoco asume una voz masculina porque todavía se siente muy insegura de su talento y capacidad  para compararse con “el poeta”. 

Sin embargo, esta timidez o sumisión pronto la abandona, y hacia 1907, año de la publicación de su primer poemario, El libro blanco, se nota que la poetisa empieza a corregir y a transformar su discurso hacia uno más particular, como fruto de la maestría y experiencia que ha ido adquiriendo.

          Para empezar, observamos que en los poemas que integran El libro blanco Delmira se adjudica, sin ningún tipo de prejuicio ya, el apelativo de «poeta», que antes no se atrevía a exhibir. Así, en esta nueva etapa la voz poética asume posiciones y actitudes características del poeta-hombre tradicional, llegando incluso a referirse a sí misma con adjetivos masculinos, y a utilizar las imágenes femeninas propias del discurso patriarcal. Podemos entonces afirmar que el primer antifaz oficial tras el que Delmira Agustini  esconde su voz poética no es femenino, sino masculino. No obstante, el suyo sigue siendo un discurso lírico por imitación, dado que parece considerar que su poesía sólo podrá ser tenida en cuenta si escribe como un hombre. Se ubica, por lo tanto, en la posición tradicional del sujeto-poeta-dios-hombre rodeado de objetos bellos y placenteros. Entre estos objetos aparecen de nuevo las figuras femeninas fantásticas (hadas, diosas, magas) o cortesanas (princesas, reinas, damas), imágenes que simbólicamente hacen referencia a otras realidades (ilusión, imaginación, inspiración, etc.).

Así que la voz poética aún no se identifica con la figura femenina porque el esquema literario tradicional no lo permite: Delmira pretende alcanzar el reconocimiento del que gozan los escritores varones de su generación, como  Julio Herrera y Reissig o Roberto de las Carreras.

Veamos cómo se refleja esta auto-percepción de «poeta-hombre» y el tratamiento que Agustini da a la imagen femenina en uno de los poemas de El libro blanco, cuyo título es «El poeta y la ilusión»[3]:

La princesita hipsipilo, la vibrátil filigrana,

- Princesita ojos turquesas esculpida en porcelana -

Llamó una noche á mi puerta con sus manitas de lis.

Vibró el cristal de su voz como una flauta galana.

.

. . . . . . . .-Yo sé que tu vida es gris.

Yo tengo el alma de rosa, frescuras de flor temprana,

. . . . . . . .Vengo de un bello país

. . . . . . . .A ser tu musa y tu hermana !-

.

. . . .Un abrazo de alabastro... luego en el clavel sonoro

De su boca miel suavísima; nube de perfume y oro

La pomposa cabellera me inundó como un diluvio.

O miel, frescuras, perfumes !... Súbito el sueño, la sombra

Que embriaga... y, cuando despierto, el sol que alumbra en mi alfombra

Un falso rubí muy rojo y un falso rizo muy rubio ![4]

 

No obstante, podemos hacer referencia a una figura femenina, perteneciente a esta etapa creadora, que nunca llega a fusionarse con la voz poética, pero que destaca por su originalidad y por la especial relación que entabla con el sujeto poético. Se trata de la figura de la musa, que Jacqueline Girón Alvarado (1995: 8) define así: 

La musa es el primer intento de Agustini para destacar  su rareza y originalidad como mujer poeta. En la elaboración de la musa se destacan cualidades específicas en las cuales se quiere hacer hincapié: femineidad, falta de voz, precocidad, inteligencia, aristocracia, genialidad, agresividad y rareza. Se presenta como una criatura especial no genérica. Es una figura femenina diferente. 

En el último epígrafe de El libro blanco, titulado «Orla Rosa», se da una importante transformación en el discurso poético de Agustini: la voz poética adquiere identidad femenina; por consiguiente empieza a utilizar adjetivos e imágenes identificables con lo femenino no solo en términos temáticos, sino también en lo que atañe al tono y a la actitud misma de su poesía. En este epígrafe, que recoge siete poemas cuyo tema central es el amor, en su componente de entrega física, el tono es optimista y la actitud vital es de gozo, esperanza y satisfacción. En estas composiciones las imágenes femeninas dejan de constituir la alteridad (lo otro) y pasan a convertirse en la subjetividad (yo).

La voz poética, que ya escribe en primera persona, se pone la máscara de sacerdotisa u oficiante del amor y vincula su discurso al de la poesía mística, describiéndose a sí misma como devota amante (Psiqué) de un dios maravilloso (Eros) que la arranca de la oscuridad hacia el placer:

Amor, la noche estaba trágica y sollozante

Cuando tu llave de oro cantó en mi cerradura;

Luego, la puerta abierta sobre la sombra helante,

Tu forma fue una mancha de luz y de blancura.

.

. . . .Todo aquí lo alumbraron tus ojos de diamante;

Bebieron en mi copa tus labios de frescura,

Y descansó en mi almohada tu cabeza fragante;

Me encantó tu descaro y adoré tu locura.

.

. . . .Y hoy río si tú ríes, y canto si tú cantas;

Y si tú duermes duermo como un perro á tus plantas!

Hoy llevo hasta en mi sombra tu olor de primavera;

Y tiemblo si tu mano toca la cerradura,

Y bendigo la noche sollozante y oscura

Que floreció en mi vida tu boca tempranera! [5]

 

En definitiva, para superar la ansiedad de la influencia, Delmira Agustini recurre a una voz femenina que desborda erotismo por doquier; así, acaba por personificar una de las convenciones misóginas más extendidas de la época: la vinculación de la genialidad femenina al incremento de sus deseos sexuales o, dicho de otro modo, el establecimiento de una relación directa entre el intelecto femenino y la concepción de la mujer como ser diabólico, percepción diametralmente opuesta a la de ángel del hogar.

A este respecto, Fernando Alegría (1982: 30) comenta lo siguiente: «A la luz del contexto de esos años puede comprobarse que, a través de la poesía, esas mujeres se liberaron socialmente y que tal liberación se produjo por medio de un lenguaje particular».

Sin embargo, en su segundo libro, Cantos de la mañana, se produce un cambio inesperado en la voz poética: el tono alegre y gozoso patente en los poemas de «Orla Rosa» desaparece y la concepción del amor como fuente de alegría y vida va contaminándose con la idea de destrucción, caída y muerte. La voz poética va adquiriendo matices de dolor, amargura, reproche y rencor.

Jacqueline Girón Alvarado (1995: 13) considera que hacia 1910 «las tensiones y las contradicciones de la ideología patriarcal deforman y confunden este nuevo discurso femenino en el que al principio la voz poética de Agustini parecía sentirse tan cómoda y feliz».

De hecho, prácticamente todos los críticos coinciden en señalar que el tono alegre y optimista de los poemas de «Orla Rosa» no vuelve a manifestarse ni antes ni después en la producción poética de Delmira Agustini.

Así, en Cantos de la mañana sigue liderando una voz poética femenina que se expresa en primera persona, pero la mística sacerdotisa se va transformando poco a poco en una bruja que busca víctimas para el sacrificio. Discurren por los poemas de Cantos de la mañana clásicas imágenes femeninas vinculadas a la violencia, al sadismo y a la destrucción, como por ejemplo, Elena, Judith, Salomé, la vampiresa o la Esfinge. Estos personajes representan una importante dualidad: si bien proyectan, por un lado, el sentir misógino del patriarcado hacia los movimientos feministas, también son los únicos modelos femeninos que simbolizan la independencia y la libertad, lo que las torna atractivas para las escritoras de la época.

El mito de Salomé le es especialmente grato a Agustini en este periodo de producción artística: 

Engastada en mis manos fulguraba

como oscura presea, tu cabeza;

yo la ideaba estuches, y preciaba

luz á luz, sombra á sombra su belleza.

.

En tus ojos tal vez se concentraba

la vida, como un filtro de tristeza

en dos vasos profundos... Yo soñaba

que era una flor del mármol tu cabeza;

.

cuando en tu frente nacarada á luna,

como un monstruo en la paz de una laguna

surgió un enorme ensueño taciturno...

.

Ah ! tu cabeza me asustó... Fluía

de ella una ignota vida... Parecía

no sé que mundo anónimo y nocturno... [6]

 

        Sandra Gilbert y Susan Gubar (1979: 107) señalan que este cambio de actitud, es decir, la metamorfosis del ángel del hogar y su posterior conversión en la mujer diabólica, es frecuente asimismo en las autoras de habla inglesa durante el siglo XIX: 

Detached from herself, silenced, subdued, this woman artist tried in the beginning…to write like an angel in the house of fiction…but as time passed and her cave-prision became more constricted, more claustrophobic, she `fell´ into the gothic/satanic mode and…she planned mad or monstrous escapes. 

Asimismo, tanto en las composiciones de Los cálices vacíos, obra publicada en 1913, como en los poemas publicados póstumamente en 1924 por el editor Maximimo García con el beneplácito de la familia de la poetisa, textos que integran dos volúmenes, El rosario de Eros y Los astros del abismo, observamos que las imágenes femeninas vinculadas a la fatalidad persisten en el discurso poético de Delmira Agustini, si bien es perceptible también que la voz femenina se siente cada vez más acosada por la duda de su propia identidad: asume casi en simultáneo los papeles de sacerdotisa, amada y mujer perversa: 

Porque haces tu can de la leona

Más fuerte de la Vida, y la aprisiona

La cadena de rosas de tu brazo.

.

. . . .Porque tu cuerpo es la raiz, el lazo

Esencial de los troncos discordantes

Del placer y el dolor, plantas gigantes.

.

. . . .Porque emerge en tu mano bella y fuerte,

Como en broche de místicos diamantes

El más embriagador lis de la Muerte.

 

.

. . . .Porque sobre el Espacio te diviso,

Puente de luz, perfume y melodía,

Comunicando infierno y paraíso.

.

. . . .-Como alma fúlgida y carne sombría... [7]

 

Según Alvarado (1995: 17), «los patrones femeninos polarizados (mujer buena o mala) provocan sentimientos de angustia, desasosiego y frustración en el discurso poético de Agustini».

La tensión existente entre estos dos modelos opuestos de mujer, que se repelen y se cancelan entre sí, hace que en la última etapa de su producción artística las composiciones de Delmira Agustini se vuelvan más oscuras, más crípticas, hasta el punto de que muchos estudiosos de su obra han querido ver en esta etapa un preludio del indescifrable movimiento surrealista.

Sin embargo, como apuntábamos en una publicación previa (Dos Santos, 2011: 239), «Delmira, en su obra, no expone abiertamente el conflicto entre el discurso androcéntrico y la voz poética femenina, sino que es ella misma la que sufre dicho conflicto en su interior […], lo que, inevitablemente, se refleja de forma progresiva en sus versos»:

Yo, la estatua de mármol con cabeza de fuego,

Apagando mis sienes en frío y blanco ruego...

.

Engarzad en un gesto de palmera o de astro

Vuestro cuerpo, esa hipnótica alhaja de alabastro

Tallada a besos puros y bruñida en la edad;

Sereno, tal habiendo la luna por coraza;

Blanco, más que si fuerais la espuma de la Raza,

Y desde el tabernáculo de vuestra castidad,

Elevad a mí los lises hondos de vuestra alma;

Mi sombra besará vuestro manto de calma,

Que creciendo, creciendo me envolverá con Vos;

Luego será mi carne en la vuestra perdida...

Luego será mi alma en la vuestra diluída...

Luego será la gloria... y seremos un dios !

.

- Amor de blanco y frío,

Amor de estatuas, lirios, astros, dioses...

¡ Tú me lo des, Dios mío ! [8]








Si bien, por un lado, el discurso poético de Delmira Agustini incorpora las nuevas ideas feministas que estaban en boga en Europa y en Estados Unidos en aquella época, por otro lado, al estar recluida en el ambiente provinciano de Montevideo, ciudad en la que el liberalismo político chocaba de frente con el lento progreso de las mentalidades, la voz poética se sentía atrapada en un remolino, el de la indefinición genérica, motivo por el que oscilaba constantemente entre lo masculino y lo femenino y luchaba incesantemente por ocupar un espacio, un universo poético de fama y reconocimiento al que no pudo acceder en vida. Este desasosiego poético vino acompañado en su caso por un desasosiego vital que terminó prematuramente con su existencia y silenció su obra durante muchos años.


BIBLIOGRAFÍA CITADA 

Agustini, Delmira (1907), El libro blanco. Montevideo: Ediciones O .M. Bertani. 

Agustini, Delmira (1910), Cantos de la mañana. Montevideo: Ediciones O. M. Bertani. 

Agustini, Delmira (1913), Los cálices vacíos. Montevideo: Ediciones O. M. Bertani. 

Agustini, Delmira (1924), Los astros del abismo. Montevideo: Maximino García. 

Alegría, Fernando (1982), «Aporte de la mujer al nuevo lenguaje poético de Latinoamérica», Revista-Review Interamericana, 12, pp. 27-35. 

Alvar, Manuel (1954), La poesía de Delmira Agustini. Sevilla: Escuela de Estudios Hispano-Americanos. 

Bloom, Harold (1973), The anxiety of influence: a theory of Poetry. New York: Oxford Univ. Press. 

Cáceres, Alejandro (2007), Poesías completas de Delmira Agustini. Montevideo: Ediciones de la Plaza. 

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Darío, Rubén (1917) Cantos de vida y esperanza. Barcelona: Editorial Maucci. 

Dos Santos Fernández, Mirta (2011), «La lectura feminista en la literatura: el caso de Delmira Agustini, Revista Castilla- Estudios de Literatura, 2, pp. 233-251. Valladolid: Universidad de Valladolid. 

Escaja, Tina (2001), Salomé decapitada: Delmira Agustini y la estética finisecular de la fragmentación. Amsterdam-New York: Ediciones Rodopi. 

Gilbert, Sandra y Gubar, Susan (1979), The madwoman in the attic. New Haven: Yale Univ .Press. 

Girón Alvarado, Jacqueline (1995), Voz poética y máscaras femeninas en la obra de Delmira Agustini. Nueva York: Peter Lang Publishing. 

Larre Borges, Ana Inés (2006), Cartas de amor y otra correspondencia íntima de Delmira Agustini. Montevideo: Editorial Cal y Canto. 

Montefiore, Jane (1987),  Feminism and Poetry. Nueva York: Pandora. 

Molloy, Sylvia (1984), «Dos lecturas del cisne: Rubén Darío y Delmira Agustini», en La sartén por el mango: encuentro de escritoras latinoamericanas, pp. 57-69. República Dominicana: Huracán. 

Rodríguez Monegal, Emir (1969), Sexo y poesía en el 900. Montevideo: Editorial Alfa. 

Rojas, Margarita et ál (1991), Las poetas del buen amor. Caracas: Monte Ávila Editores. 

Rosenbaum, Sidonia Carmen (1946), Modern women poets of Spanish America. Nueva York: Hispanic Institute. 

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Zum Felde, Alberto (1930), Proceso intelectual del Uruguay, tomo II. Montevideo: Imprenta Nacional Colorada. 



[1] Mirta Fernández es licenciada en Periodismo por la Universidad del País Vasco. En 2007 obtuvo el DEA en Filología Hispánica por la UNED, con una edición crítica sobre El libro Blanco de Delmira Agustini. También en la UNED ha cursado dos Másteres y tiene inscrita su tesis doctoral, que pretende ser una edición crítica completa y actualizada de la obra de Delmira Agustini junto con un estudio de concordancias léxicas. En 2012 obtuvo el Título de Especialista Universitaria en la Enseñanza del Español como Lengua Extranjera. Ha publicado un libro y algunos artículos sobre el universo poético de Delmira Agustini.

Actualmente trabaja como lectora de español en la Universidad de Oporto. 

[2] Se ha especulado mucho sobre el papel de Manuel Ugarte en la vida de Delmira Agustini. Muchos defienden que ella se enamoró de él en 1912 cuando lo conoció en Montevideo gracias a la visita de Rubén Darío. Si nos atenemos a la correspondencia íntima de la poetisa, esta suposición se confirma, pues en una carta que ella le escribió podemos leer: “(…) yo debí decirle que Vd. hizo el tormento de mi noche de bodas y de mi absurda luna de miel. (…) Vd. sin saberlo sacudió mi vida. (…) yo no podía esperar nada que no fuera amargo de ese sentimiento, y la voluptuosidad más fuerte de mi vida ha sido hundirme en él.”  (Larre Borges, Ana Inés, Cartas de amor y otra correspondencia íntima de Delmira Agustini, Montevideo, Editorial Cal y Canto, 2006, p.56-57)  

[3] Agustini, Delmira (1907), El libro blanco, Montevideo, O.M. Bertani, pág. 55

[4] Nota: todos los poemas se han transcrito exactamente como figuran en la edición príncipe de las obras, es decir, no hemos realizado ninguna corrección o actualización ortográfica en los mismos.

[5] Agustini, Delmira (1907), «El intruso» en El libro blanco, Montevideo, O. M. Bertani, pág. 67

[6] Agustini, Delmira (1910), «Tú dormías» en Cantos de la mañana, Montevideo, O. M. Bertani, pág. 33

[7] Agustini, Delmira (1913), «Ofrendando el libro a Eros», en Los cálices vacíos, Montevideo, O. M. Bertani, pág. 7

[8] Agustini, Delmira (1924), «Cuentas de mármol» en El rosario de Eros, Montevideo, Maximino García, pág. 21