Cristian Jara Alvarado 2
(Perú)

La Rivera de los sueños. 1

Zapatos

A diferencia de otros días Aldina se puso contenta. Treinta corbatas para ser la primera vez no está mal. Saboreando la nada sacaba el total. Los números se contorneaban en su mente como cuando hacía con cierta habilidad envidiable para el resto, sus ejercicios matemáticos en la escuela. Murmuró. Vio carne, leche, panes, eso para los pasajes, esto otro para pagar la renta ¿Sobra para el domingo? No me alcanza. Si me alcanza. Recogió todo y junto con el resto de ambulantes autorizados por la Municipalidad de Lima para vender en la avenida Azángaro, caminaron con cuidado nos vaya a atropellar una combi, ahí viene un micro espérense caracho, empujando sus carritos de madera con destino al callejón. Así avanzaban los días. La única diferencia era que Aldina había dejado de vender los maletines de cuerina, por las corbatas. Desde que ¡las corbatas son negocio seguro amiga! ¿Los zapatos? No, las corbatas.

Susana despertó pensando que todavía estaba en sueños. La penumbra y el silencio le hicieron suponer que algo diferente iba a suscitarse. Cada movimiento de su cuerpo le hacía entrar en razón. Luego de abrir por completo los ojos y ponerse de pie se dio cuenta. ¿La habrían dejado a propósito? ¿Estarían enojadas con ella? Por un momento se figuró en una gigantesca caja de zapatos y es que así era el lugar donde se había quedado dormida. Una especie de hueco al fondo de la zapatería Rivera. Tenía la costumbre de hacer la siesta allí, medio escondida, acurrucada por las paredes lóbregas que parecían muertas, sentada en una silla. Ya se acordó.

Un poco retrasada eso sí, pero cansadísima, llegó ese día a trabajar a la zapatería ¡au! le dolía todo su cuerpo, espérate ahí no, mejor acá. La noche anterior a petición de su madre invirtió algunas cosas en la casa. El comedor acá, la mesa por allá, la cama de este lado, sí, así. Susana, a pesar de tener años de vendedora en la zapatería en ninguna ocasión realizó labores forzadas. Le había tocado a las otras. A ver cárguense este mueble ¿Habrían sido ellas? Ese día por primera vez llegó tardísimo, perdón pero me retrasé, ya saben el tráfico y los ambulantes que no dejan pasar. Ese día también se le ensanchó el sueño. Sintiendo la mirada brutal de los zapatos en la vitrina, avanzó. Ahí estaban todos de testigos. Los chatos esos que son para ir al mercado, los de taco dos, los de taco cinco. Encendió la luz y acercándose a la puerta metálica enterró un ojo por un huequito y vio la calle opaca.

Contempló el reloj que colgaba en una de las cuatro paredes y apenas son las tres de la mañana. ¡Acuéstate hija para qué te levantas! En aquellas palabras sentía la voz de su madre que se habían quedado arrimadas en su memoria. Al darse cuenta del teléfono pensó llamar: mamá fíjate que me dejaron encerrada en la zapatería y no puedo salir. ¡Susana ven en este mismo momento a la casa! No le creería. El olor de los zapatos siempre la sedujo, le dieron ganas de apresarlos todos en su cuarto, señalándolos se puso a contar, aburriéndose en el veinticinco. Luego se acordó de la chica que siempre preguntaba por los negros. Cuestan cincuenta soles. Entonces la joven inclinaba la cabeza como avergonzada y con las manos abrigadas en los bolsillos se iba con los zapatos en su cabeza dándole vueltas y el ruido de los tacones por supuesto.

Susana tomó uno de los zapatos. Primero los transparentes, esos que usan las chicas que viven a la moda. Anduvo por la zapatería sintiéndose en casa a punto de ir a un trabajo en oficina con uniforme y todo, marcando la tarjeta bien bañadita, perfumada, temprano, feliz hacía sonar los tacones.


¿Cuánto vale esta corbata?
A cinco la corbata. Tres por doce
Nada menos
No
¿Son las únicas que tiene?
Sí, todo lo que ves
Bueno ahorita regreso

El sol le sacaba el ancho y Aldina sin vender nada ¡cómo era posible! Que día tan diferente. Así es. No siempre compran. Hay veces que a las justas logras vender una cosita y sacas nomás para el pasaje. Wilmer la reanimaba con las manos en los bolsillos. Cuando tengas tu primera venta del día aprieta la plata en la mano y rézale al de arriba. Agradece y verás que te va bien. Ya me ha pasado, llevo años vendiendo colchas y siempre funciona. Dependiendo del cliente le bajas un poquito el precio o le subes. Eso también funciona.

Las palabras de Wilmer tenían cariño y ganas de darle un beso así con el calor toda sudadita su cara no importa.

Al probarse los zapatos rojos se imaginó en el vestido naranja andando rápido un sábado por la noche por las calles del centro rumbo a una cita. Caminaba regalando ojitos a todo el que ¡mírala! ¡mírala! Qué feliz sería.

Después que se quitó los azules, estos no me gustan, se le ocurrió sacar de la vitrina todos los demás, uno por uno al suelo, se rodeo de zapatos y se los puso. Caminaba por el lado del espejo, entonces le dieron ganas de tener un par. Hace tiempo que no entraba a una tienda a comprar algo. Ella prefería a la gente que sin dudarlo mucho llegaba a la zapatería para rápido agarrar zapatos, porque otras como la chica que se mostraba contenta de tan solo mirar los negros, la colmaba de desesperación. En los tres últimos meses que tenía laborando en la zapatería Rivera, como si se tratara de un fantasma la chica aparecía para hacer siempre la pregunta ¿Cuánto me dijo? Cincuenta soles. Pero nunca le alcanzaba.

Llévesela se la dejo en cuatro soles. Entonces Aldina al recibir el dinero acordándose de rezarle al de arriba ahogó las monedas en sus manos pero ella no creía ni en el de arriba ni en el de abajo, de todos modos aplastó su primera venta del día, y al poco rato. ¿Cuánto me la deja? ¿Nada menos? Bueno me la llevo ¿Y esta a cómo? Igual, cinco soles ¿Cuánto vale esta? Todas al mismo precio. Oiga deme esa por favor ¿Esta? No ¿Esta? No, la de allá.

No le importaba quedarse a dormir en medio de tanto zapato. Antes que amanezca Susana ya se había probado casi todos. Le faltaban los negros, se veían elegantes, combinaban con todo. De tener dinero se los compraría. Después de ponérselos caminó imaginándose con todos los vestidos, el rojo, el de color perla que lo había dejado de usar su mamá y que a ella le quedaba pintado. Si tuviera que elegir entre todos los zapatos escogería los negros. Entonces se acordó que una vez tuvo unos así. Un poquito más chico el taco pero eran igualitos ¿Dónde habrían quedado esos zapatos? Ya se acordó. En la azotea. Les dio duro, a todos lados iba con esos zapatos negros. Le traía suerte ese color. Entonces sin quitárselos colocó los demás en la vitrina porque se acercaba la mañana y todo volvería a ser normal para ella. Nunca se imaginó embelesada por el sueño en la zapatería ¿Habrían sido ellas? ¿Acaso nadie se dio cuenta? La vitrina fulguraba como siempre pero un lugar estaba vacío.

Pensó poner sus zapatos viejos que siempre traía, en el lugar de los negros que por nada del mundo se los quería quitar. Se amoldaban bien a sus dos pies y al mirarlos parecían resplandecer de contentos.


¿Cuánto valen?
Cincuenta soles

Casi al amanecer se volvió a introducir en el pequeño cuarto umbroso de al fondo para que nadie la viera, al sentarse esas paredes sombrías la hicieron dormir por segunda vez. El ruido de la puerta de metal la sobresaltó. Era el dueño que tenía costumbre de llegar más temprano que todos. Escuchó a lo lejos un par de estornudos y el ruido que hacía al exprimirse con un pañuelo la nariz. Al oír que se abría y cerraba la puerta del baño se puso de pie y caminó de puntas sin hacer ruido como cuando llegaba tarde en la noche a su casa para no despertar a nadie. Luego se quitó los zapatos negros y con el dolor de su alma los acomodó donde siempre habían estado pensando en la chica que venía a cada rato a mirarlos y a preguntar por ellos. El dueño permanecía en el baño. Susana corrió al cuartito del fondo y se puso sus zapatos viejos que tenía tantas arrugas al igual que su madre. Salió a la calle y enseguida entró tosiendo. El dueño abrió la puerta del baño y le mostró una sonrisa que, en vista de no poder esconder el bochorno del verano, se dibujaba agitada pero a la vez amable. Ella sólo atinó corresponderle con la mitad de sus labios.

Lo sucedido la noche anterior nadie tenía porqué enterarse, ya le inventará algo a su madre que debe estar desesperada ¿La llamaría por teléfono? Me invitaron a una fiesta y no había manera de comunicarme. ¡Susana ven en este mismo momento a la casa! No le creería.

Aldina en poco tiempo se convirtió en una experta vendedora de corbatas dándose el lujo de ofrecerlas ahora a seis soles, igual se las compraban, deme esa por favor, a mí estas dos, ¿oiga y la verde esa que tenía? Ya se vendió. Entonces deme esa.


¿Cuánto vale?
Seis soles
¿Nada menos?
No, nada menos
Bueno démela.

Ese día sacó la cuenta temprano, leche, azúcar, la casa ¿Me alcanzará? Sí ahora sí puedo gastar. Entonces cerró su puesto y como si fuera de noche con cuidado no le vaya a atropellar una combi, se fue rumbo al callejón a dejar el carrito. Era una mañana de sol, no obstante, una mañana extraña también porque hacía mucho tiempo que no caminaba sin prisa por las calles de Azángaro. Regresó al lugar donde tenía su puesto y le derritió una sonrisa a Wilmer, haciéndolo volver de su distracción mañanera, fue entonces cuando Aldina al girar la cabeza se dio con la vitrina de la zapatería Rivera y con pasos decididos entró. Susana al verla, se agarró con una mano la cara como diciendo ¡esta estúpida otra vez! Pero Aldina no inquirió nada, se fue directo a los zapatos negros y tomándolos con una sola mano se los probó. Eran su talla ¿No quiere una caja? No ¿No quiere una bolsa? No. Me los llevo puestos. Susana la quedó mirando. Los zapatos en los pies de Aldina parecían decirle no dejes que nos lleve. Les imaginó lágrimas que a ella incluso, estuvieron a punto de manarle. Aldina después de guardar los zapatos viejos en la cartera fue a una ventanilla y contenta pagó y se fue. Wilmer desde su puesto la miraba con ojos escondidos, se le veía más alta, camina diferente con esos zapatos.

Susana se asomó, como quien no quiere la cosa a la puerta y en cada taconeo de Aldina sentía que se le iba algo de vida y un pedazo de la noche anterior. Por un momento le pareció haber soñado que se ponía todos los zapatos. No estaba segura. De lo que sí no tenía duda era que a los negros ya nunca más los vería. Aldina se alejaba y Susana desde la puerta de la zapatería la seguía con la mirada. A lo lejos alcanzó a distinguirla un poco borrosa y en su mente sonaba con rapidez el taconeo de los zapatos negros. La vio más chiquita aún. Tal vez iría por la cuadra uno de la avenida Azángaro. Tal vez a casa de su novio o simplemente a caminarse la vida. En un cambio de luz las combis que invadieron la avenida le obstruyeron los ojos. Terminaron de pasar y sólo le quedó el recuerdo de Aldina que a los lejos se mezclaba a cada segundo entre la gente ¿Se habría quedado dormida? No le importaba ¿Habrían sido ellas? Mejor no pensar en eso. Llamaría a su madre eso sí.

En la ciudad de México

pandilleros

A la salida del aeropuerto abordó un taxi acordándose que en circunstancias así, el mapa de carreteras era, sin exagerar, un salvavidas. ¡A la derecha! -, indicó nervioso apenas iniciada la marcha y su grito sonó como una orden. El taxista, que al anochecer provocaría una conmoción en un barrio proletario del DF, la recibió sin alterarse y giró hacia el carril central del Circuito Interior quebrando la punta de una cerilla atravesada entre los dientes. "Por ahí no, por ahí", corrigió el pasajero y señaló una bocacalle de la colonia La Raza. En la puerta del domicilio el taxista detuvo el vehículo y el pasajero que no volvería a saber de su padre, le pidió por favor que aguardase y corrió a casa para que le ayudaran con el equipaje. Un hombre mayor soportando una descomunal joroba, le abrió la puerta pero no era su padre. El taxista que más tarde negaría los hechos; mal aparcado pisó el acelerador como si el ruido, y el olor a gasolina, tuvieran que ver con la palabra prisa. "Una llamada. Necesito hacer una llamada" Avisó el pasajero señalando una cabina telefónica que a las 8:42, sería destruida salvajemente por dos pandilleros que asaltaron con bates de béisbol una farmacia en la colonia Doctores y huyeron ensangrentados. Mucho antes que ocurriera eso, el pasajero, marcó un teléfono y del otro lado de la línea escucho una voz que se disculpó: "lo siento hijo" - era el padre - "olvidé decírtelo. Ahora vivimos en el pedregal".

-¡Papá! - exigió el pasajero - dame la dirección -. Y tomó nota en un papel roto que recogió del suelo. Maldiciendo no saber por donde, abordó por segunda vez el taxi "No se preocupe" lo tranquilizó el taxista oteándolo por el retrovisor "déjemelo a mi, yo sé como llegar ahí". Para entonces el taxímetro triplicaba el tiempo estimado de un trayecto digamos que normal. Empapado en sudor, a medio recorrido, el pasajero deshizo el callejero y arrojó las hojas por la ventana creando un festín de palomas de papel. Se limpió las manos sudosas en el asiento brilloso y arrugado y le brotó de pronto una baba blanca reseca en la comisura de los labios. Sintiendo frío cruzó los brazos. El taxista encendió la radio. Eran las seis de la tarde. Lo anunciaron en la emisora y enseguida el periodista, repasó los titulares, un kamikaze en Palestina, el huracán Elisa se acerca furioso a la costa de Cuba y entre otras novedades, la búsqueda por mar y tierra de un asesino en serie. El reportero, enumeró los asesinatos describiendo las circunstancias en que fueron cometidos. Antes de superar una curva, el taxista reparó dos veces en la mirada del pasajero y ambos, sin parpadear, se escrutaron fríamente. Caía el crepúsculo y los coches, peinados por ambulantes ocupaban avenidas y calles. Aparecían como fantasmas en las esquinas creando confusión y caos. Se oyeron insultos. Un concierto inquietante de bocinas desafinadas dio paso a la demora despertando ansias y rabia, incluso en la gente que cruzaba el paso de cebra corriendo.

-¡En la esquina!¡Deténgase ahí! - Exigió de pronto el pasajero, pero el taxista no hizo caso. -¡Detente ahí pinche hijo de la chingada!, le obligó apretándole el cuello. "Oiga tranquilo, nos vamos a chocar, ¿que no ve?" suplicó el taxista aferrándose encogido al volante. De pronto frenó y el pasajero forcejeó la puerta. El taxista retiró la llave y de la guantera, extrajo una pistola. Fueron tres disparos a quemarropa lo que provocó a las 8:42, en el preciso instante en que dos pandilleros reventaban a patadas la cabina telefónica, una conmoción en ese vecindario desconocido.

Ajuste de cuentas

caballos

Los veinte caballos relinchaban obstaculizando la carretera y en vez de esquivarlos, Matías optó por permanecer dentro del Focus y aguardar. Vaya, lo que faltaba, pensó. A su izquierda un Mustang obligado como el resto de coches, frenó. ¡Por favor! El conductor le exigió ayuda. ¡Me van a matar! ¡Por favor! La Rover no tardó en aparecer del lado derecho. Por la ventana, un hombre, al que se le identificaría después como el hijo del ranchero, asomó apretando fuerte con ambas manos una pistola. Matías se echó en reversa y escondió la cabeza bajo el asiento. Oyó el chirrido de las ruedas del Mustang y los dos impactos de bala como puertas cerrándose penetrando en la nuca del conductor que soltó el volante sangrando por la boca. El coche quedó hecho un acordeón. En la primera plana de un diario vespertino de un pueblito perdido en la carretera de Toluca aparece la foto del dueño de un rancho acribillado en su domicilio con la cabeza enterrada en un plato de sopa. En la misma página, a un lado de la crónica de los hechos se publicó la foto de veinte caballos recuperados por un campesino y su familia y en otra imagen, los restos del Mustang; al lado del conductor envuelto con una bolsa negra. No quedó claro si este, abandonó el rancho para ir en busca de los caballos. Ni por qué lo perseguían los ocupantes de la Rover. La tesis de la policía va más allá aunque también parece despistarse. Se trató, a su juicio, de un ajuste de cuentas e involucraron al dueño del rancho y a los empleados. Matías Treviño ahora vive en Aguascalientes, escondido, pues forma parte de los sospechosos. Conduce tranquilo y se ha dejado el bigote y a la carretera le ha ido perdiendo miedo y como que le ha tomado cariño al vehículo. Pero echa de menos el suyo. Ayer recibió una llamada de Miami y el hijo del ranchero le preguntó si la Rover ahora a su cargo es más confortable, Treviño aseguró que sí. De la llave de la barraca prefirió no hablar. No se atreve a deshacerse de ella. Una noche, se lo confiesa a la imagen de La Lupita, recuperará lo suyo. Por lo menos cinco caballos, sería lo justo. Venderlos como era la idea y hacerse de un ranchito pequeño lejos del narco.

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1 México DF julio de 2000. Este cuento obtuvo el primer lugar en el 32 concurso de cuentos organizado por la revista Punto de Partida del departamento de literatura de la UNAM

2 Perú. Estudió Comunicación Audiovisual. Ha realizado guiones para radio y en México estudió Comunicación Social en la Universidad Autónoma Metropolitana. En el año 2001 ganó el 32 concurso de cuentos "Punto de partida", organizado por el departamento de literatura de la UNAM. Ha trabajado en el periódico El Universal y colaborado con las revistas Complot, Universo del búho y en las revistas electrónicas Ciberoamérica.com y Latin.dot.



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15 de marzo de 2006

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