Errores de la muerte


Por Blas Matamoro *



Se lavó las manos varias veces y con energía. Miró detenidamente cómo la espuma del jabón se escurría, dejando aparecer sus dedos y el lacio vello y las pálidas uñas, como si todo acabara de ser creado. Acariciaba la pastilla con lentitud y aplicación, mientras su mirada recorría las fotos que rodeaban el espejo del baño.

En los azulejos blancos, la luz de la lamparilla se multiplicaba como en un firmamento de teatro y formaba una modesta guirnalda en torno a sus remotas imágenes de boxeador. Examinaba la torpeza de sus poses, las piernas mal afirmadas, los puños sin dirección, el torso inclinado y como encogido de miedo. Recordó el abrupto final de su carrera, un tortazo más efectivo que los anteriores en un ring de extramuros, tras olvidables peleas en clubes de barrio.

Se inclinó otra vez para enjuagarse las manos. Oyó la habitual serie de sonidos que se producían en su cabeza: una nota de trompeta, el motor de un camión Dodge 500, un tren atravesando la llanura.

Su madre había dispuesto sus fotos en ese cuarto, no en la sala ni en el comedor, ese cuarto donde se depositan inmundicias y suciedades. Como cada dos semanas, él estaba visitando a su madre, que acababa de despedirse de la sirvienta hasta el día siguiente. El hijo la atendería en su lugar. La señora sostenía con descarnadas manos una taza de té migado y perseguía sin tregua las imágenes del televisor.

Él se sentó a su lado, fingiendo interesarse por una historia de detectives negros. La madre le informó que había muerto un vecino y él, como hijo suyo, debía representarla en el velatorio, llevando una carta de condolencia. La invalidez le impedía desplazarse pero no quería dejar de manifestar su solidaridad con el dolor ajeno.

Él respiró con alivio. Sofocado por la bochornosa jornada, el encierro en aquella sala húmeda y la violencia del telefilme, salir al aire libre le sentaría bien. Tomó el sobre y salió a la calle.

Muerte

El velatorio era en las afueras, junto a la vía del tren. No reconoció el barrio, que no frecuentaba desde hacía veinte años. Escasos sitios le resultaron familiares. La noche y los crecidos árboles aumentaban su confusión.

Llegó a la dirección buscada. Entró por un zaguán a un largo corredor con hileras de macilentas sillas de paja ocupadas por una multitud de desconocidos. Reconoció vagamente algunos perfiles, personas que había visto en la niñez y que ahora tenían su edad.

Preguntó por la viuda, se la presentaron y le entregó la carta. Era una muchacha bien formada, de piel blanca, vestida con unas ropas de luto que, evidentemente, le habían prestado. Le iban ceñidas, eran de corte anticuado y olían a pulcro encierro de armario. El hombre reparó en sus nutridos pechos, su piel levemente transpirada y los cabellos adheridos al rostro humedecido por el llanto de los malos momentos.

Con fastidiosa paciencia, se sentó en el corredor. Algunos pocos se veían doloridos. Los demás compartieron su aburrimiento. Ni siquiera pudo ver al muerto, pues el cajón estaba ya cerrado. Oyó comentar que lo habían hallado en la vía pública y el juez, ordenado la autopsia. Por eso se había sellado el ataúd: el cadáver estaba impresentable.

Al rato trajeron a los hijos del difunto. Dos eran niños y el tercero, un bebe que, ignorando lo que ocurría, se entretuvo en gatear sobre la tapa del sarcófago, que le atraía por lo lustrosa y resbaladiza. Él pensó que el bebe seguía alimentado por su madre y pudo imaginar el rotundo pecho y el enhiesto pezón, húmedo de saliva pueril, entrando y saliendo de la suave boca desdentada del lactante.

A lo largo del corredor había una medianera, evidentemente de construcción posterior a la original. También la fachada parecía un inserto. En cambio las baldosas, las columnillas de fundición y las habitaciones alineadas reconocían mayor antigüedad. El hombre recordó haber estado antes allí. Con su disposición primitiva, había funcionado en la casa el prostíbulo de su adolescencia.

Pasó revista a su primera visita y a sus comienzos de boxeador, en el ring improvisado en el patio, con un entorno de mesitas y sillas para jugar a los naipes o a los dados y beber una copa. La clientela se entretenía esperando turno y el premio al vencedor era un servicio gratuito a cargo de una pupila que podía elegirse.

Volvió a inclinarse, esta vez para enlazar los cordones de un zapato, y escuchó de nuevo los sonidos de su golpeada cabeza, ahora asociados a otras memorias: el viento en su piel de boxeador, el ardor de una herida, la fresca sábana bajo su cuerpo demolido. Tal vez había hecho el amor en la misma pieza donde velaban al vecino, con una mujer parecida a su viuda.

Bebió un café aguado y frío, tragó un licor amenazante, averiguó algo sobre la muerte del muerto. Lo habían hallado la noche anterior en la parada del autobús. Entonces supo que se trataba de su más reciente víctima. Un asunto fácil porque normalmente le hacían frente o intentaban huir, pero éste, seguramente, pensó que se le acercaba un insospechable pasajero, alguien que esperaba el autobús.

Le dio con una barra de metal en la nuca y creyó ver que, al desplomarse, el otro le pedía una explicación, ensayaba una vana pregunta. Lo arrastró hasta unos matorrales y le descerrajó el habitual tiro de gracia. Luego, con manos enguantadas y nerviosas, abrió la pequeña maleta que llevaba el otro. Contenía catálogos y muestras de pinturas. Los datos no coincidían con los previstos. Repasó el apunte en clave que llevaba en un bolsillo. Se había equivocado. Estaba en Tres Cruces y lo convenido era en Cuatro Cruces.

Huyó como pudo. El jefe le pediría cuentas y él no sabría qué decir, mientras el hombre de Cuatro Cruces estaría ya en lugar seguro. Limpió todo rastro pero, por las dudas, se consideró un fugitivo. Pasó la noche en el hotel de comercio de cualquier parte, llamó a su casa dando olvidables excusas, a la mañana siguiente se metió en una iglesia, en un supermercado, en un cine pornográfico. Ancianas devotas, señoras con niños y tenaces masturbadores le ayudaron a olvidar, no a pensar una escapatoria. Por la tarde, según lo habitual, fue a la casa de su madre.

Abandonó el velorio y retomó su coche. En la oscuridad encontró la autopista y pasó por Tres Cruces. Sorteó controles de la policía y vio cómo se batían los alrededores. No evitó pensar que esos hombres lo buscaban sin saberlo. Por un rato condujo en desorden: caminos comarcales, polvaredas, callejones sin salida que terminaban en clausurados portones. Volvió al pueblo de su madre. Era la medianoche pero su reloj se había detenido a las cinco de la tarde. Creyó que eran las cinco de la mañana y que su madre estaría dormida.

Bajó del coche en la estación de trenes y siguió a pie. Se repetían las casas silenciosas, los jardines sombríos, los ladridos. Se quitó los zapatos y avanzó los últimos metros de puntillas. Las puertas, de bisagras aceitadas, eran silenciosas.

En la casa apagada todavía parpadeaba la pantalla del televisor. Frente a él, yacía muerta su madre. Con la tardanza, él había olvidado preparar su medicina. Quizá la inválida se había distraído siguiendo una teleserie y tampoco había mirado el reloj. Ahora un locutor anunciaba para el día siguiente buen tiempo y cielos despejados.

Extrajo los guantes que usaba en sus tareas. Vació el frasco de la medicina en el wáter, humedeció un vaso y lo puso entre las manos de su madre. Al apagar la luz del baño, echó una última mirada a sus fotos y escuchó la nota de la trompeta, el motor del Dodge y el silbato de la locomotora.


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* BLAS MATAMORO. Argentina. Director de la revista Cuadernos Hispanoamericanos, escritor y crítico literario.



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15 de septiembre de 2005

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