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Ricardo Bellveser | Pedro García Cueto

RICARDO BELLVESER: CUANDO CANTA EL MEDITERRÁNEO

Por Pedro García Cueto[1]

Profesor y ensayista


 

    Ricardo Bellveser nació en Valencia en 1948. Es licenciado en Ciencias de la Información y en Filología Hispánica. Académico electo de la Academia Valenciana de la Lengua, del Consejo Valenciano de Cultura y de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos de Valencia, entre otros muchos méritos obtenidos hasta la actualidad.

     Bellveser ha sido y es un continuo viajero que ha impartido recitales poéticos de su obra en diversos países, así como ha asistido a Congresos Internacionales en Rusia, Serbia, Israel, Méjico, Líbano, etc.

     El poeta valenciano es dueño de una obra poética emotiva, profunda y de gran interés para el lector culto.

     Recogió su antología poética con el título La memoria simétrica. Antología 1977-1993. Este libro incluía las cuatro entregas del poeta valenciano más el añadido final de cinco poemas inéditos.

     La memoria simétrica comprende los siguientes libros: Cuerpo a cuerpo, donde aparece la mediterraneidad, la vivencia del mito. Aparece también La estrategia, libro que ve la luz en 1977 también. Componen esta antología otros dos libros suyos: Manuales y Cautivo y desarmado.

     Este último libro contrasta con los anteriores que componen la antología, ya que hay en él un mundo más pasional, hay más emoción en el poeta para desnudar la verdad del verso.

      También aparece en La memoria simétrica, cinco poemas finales titulados “Cinco poemas de Julia en Julio”, donde el vate sabe que la vida no se sustenta en nada concreto, el amor, el trabajo, los seres que nos rodean, sino en un compendio de todo ello. Sólo así la vida alcanza su verdadero sentido.

      Pero Ricardo Bellveser es también el creador de un libro de poemas titulado El aguadel abedul, presidido por el amor hacia la tierra levantina, desde el espacio frío de Moscú. Es este libro un canto hacia un lugar y un tipo de vida que la distancia (terrible en muchas ocasiones, gozosa otras) no deja.

     El agua del abedul es la crónica de un viaje donde el poeta, crítico e investigador valenciano, navega hacia las puertas de un mundo diferente, pero presidido por la fascinación y el entusiasmo de sus orillas.

    El agua del abedul obtuvo el XII Premio de Poesía Jaime Gil de Biedma de la Diputación Provincial de Segovia.

   Bellveser, cuya mirada levantina está poblada de haces de luz, cuya pasión mediterránea ciega cualquier extraño paraje, construye un libro que es un mosaico de voces, donde el viajero solitario compara el mundo ruso con su mundo levantino. Hay un deseo latente de recuperar el mar (gran tema de Ricardo Bellveser), ese océano que deslumbra en el atardecer y que ha sido y es el sedimento de su vida, su razón de ser.

     El primer poema es El viaje, se trata de una crónica de la soledad que puebla la vida del poeta, cuando dice: “En cada viaje hay una noche / de horas que se alargan desmedidas; / más  amarga  es  sin luz la soledad, / y más agudo el dolor y la tristeza” vv. 1-4).

     Tiene razón el poeta, la vida sin luz es mucho más dura, por ello, reivindica el espacio de la luz por antonomasia, el levante español. Bellveser sigue la senda de Brines o de aquellos pintores que reivindicaban la luz, como Sorolla, cuyo mayor destello era ese contraste entre el blanco de las mujeres en la playa y las sombras que aparecen en algunos de sus cuadros.

      Para Bellveser, como para Brines, el hombre camina en soledad, y vive en sus fantasmas. Los hombres del poema son esos fantoches que vagan por el mundo, heridos de vida, erosionados por el contacto con el dolor cotidiano: “Hacia las fronteras vagan los hombres / sonámbulos, perdidos en su exilio, / hipnóticos desterrados del sueño” (vv. 10-13). Esos hombres son muertos en vida, seres que han dejado su humana apariencia y que pueblan, como montículos de arena, la vida.

     No diría el poeta de “hipnóticos desterrados del sueño”, sino se refiriese a los seres idos, los que no han de gozar de una nueva oportunidad.

     Hay, como ocurría en la obra de Brines y de César Simón, una pena de fondo, un desgarrado y desolado panorama, un no cumplimiento de las cosas, expandidas en una luz que yace en el olvido y en las sombras: “El viajero cambia su patria / por el dilúculo en el que todo acaba. / El gozo del día y su sonrisa / se estrella en las mejillas desoladas” (vv. 14-17).

      Estoy seguro que Bellveser conoce el aroma agrio de la vida, así lo manifiesta, hay un fracaso latente, ya que hay oposición en los versos citados: lo positivo (el gozo del día y su sonrisa) y lo negativo (se estrella en las mejillas desoladas).

     No hay forma de continuar, sino rasgando lo vivido, para empezar un nuevo panorama, henchido de nueva luz, pero de sombras también: “Penetramos en lenguajes nuevos / en las palabras que nombran las cosas / y las envuelven de raros misterios, / en esa niebla espesa va cambiando / la vigilia que anidó en nuestros ojos” (vv. 18-22).

     El viaje también es el misterio de lo nuevo, el rito iniciático para conocer nuevas palabras (la importancia del idioma como semilla para la comunicación es clave en Bellveser). Pero ese nuevo lenguaje no es diáfano, sino que lleva lo opaco, también nuestras aristas que nos esconden del camino verdadero.

      El poema abre un libro pleno, hermoso, fundamental. Es un libro que me envuelve en la mejor poesía levantina. El contraste del Nuevo Mundo (que descubre en Moscú) y el del Levante (mundo clásico, herencia de los griegos), nos sobrecoge.

     Me gusta mucho el poema “Mediterráneo en Moscú”, está dedicado a Vladimir Tolstoi. Es un poema que cuenta el viaje de un hombre hacia el lugar del frío y de la niebla, un encuentro con un mundo desconocido, lejano del mar que tanto ha amado.

      El poeta sólo lleva lo que ha leído para enfrentarse a la ciudad inmensa que nos recuerda al frío y a la literatura de Tolstoi, hecha de grandeza y decepción. El vate es un hombre de palabras que, asombrado ante el espectáculo de un paisaje que supera el localismo de su tierra, le convierte en un hombre de nuevas emociones.

           Los contrastes surgen cuando dice: “Llegué con fuertes / vientos en las henchidas velas / y cambié brisa por nieve, arena por barro” (vv. 5-7).

       El mundo levantino: brisa y arena no tiene nada que ver con la dureza de Moscú: nieve y barro. Estos contrastes pretenden enfatizar los mundos opuestos que luchan por imponerse.

      Pero Bellveser sabe que la lluvia es el dolor, hondura que quema en la piel: “Llueve aquí en el tesón de la fe del justo, / con gotas que se clavan con púas de erizo / pues preámbulos son de las nieves del invierno” (vv. 8-10).

     La lluvia está en todo, no sólo en el paisaje, sino en el interior del hombre. Llueve sobre la superficie: “sobre mis ropas”, pero también en lo hondo del poeta: “en mi corazón”. Y la noche parece el espacio de la vigilia, de la conciencia, del ser que se aventura a la muerte, en la senda trazada por poetas como Arcadio López Casanova o Francisco Brines.

    Pero lo que duele de veras es la nostalgia del mar, su añoranza infinita: “Estoy aquí sin mi mar, sin mi rumor de mar” (v. 16).

    Lo interior (su nostalgia del mar) se enfrenta al exterior, el lugar maravilloso que se ofrece a sus ojos: “Moscú se ondula suave ante mis ojos, / esa ciudad que todo lo tuvo y lo recuerda”. Se refiere a la época de los zares, mundo imperial, magnífico espacio de grandeza ya perdido.

    Repite al final lo que es el leit-motiv del poema: “Hoy he comprendido que se puede morir de mar”. La belleza impresionante de Moscú no elimina su tierra, sino que intensifica su añoranza, su anhelo de recuperar ese mar levantino, nunca dejado atrás, porque pervive siempre en la memoria.

    De nuevo, el mar en “Bosques y mar”, dedicado al gran poeta alicantino y buen amigo de Bellveser, Antonio Porpetta. El poema regresa al espacio levantino, donde la memoria y la nostalgia poderosa que, haciéndose presente en la evocación del océano, nos deslumbra.

    Me gusta mucho cuando dice: “Añoro el mar como  los rusos lloran / si les quitan su algaba, en el vértigo / brutal de su desértica llanura” (vv. 6-8). La pasión por el mar es tan grande que está adherida a la propia vida. Es muy hermoso lo que dice en los versos que siguen: “También yo soy paz entre abedules, / hayas y robles, pinos y manzanos. / Ellos se confortan en el bosque, / allí se calman, se adormecen, callan” (vv. 9-12).

    Como podemos ver, resulta ser una magnífica gradación desde la serenidad hasta el silencio en esa imagen del abedul, personificada por la sabia pluma del poeta.

     Muy hermosa es la comparación del abedul y del poeta, el uno inmerso en un paisaje de hojas y de estepa y, el otro, adherido a las olas, que bailan profundas en la espuma: “Pueden vivir sin haber visto el mar / pero no podrían sin la cubierta / de lacinias, sin las hojas que caen / en su teatral descenso hacia el cielo” (vv. 13-16).

     Es, sin duda, esa pasión, ese arraigo del abedul a las hojas que caen al suelo lo que sirve para entender la pasión del poeta por las olas y su incesante vaivén, nada ajeno aese “teatral descenso hacia el suelo”, ya que las olas avanzan hacia la orilla para romper en blanca espuma.

     Y, para no extenderme demasiado, me quedo con otro verso del poema cuando dice: “Bosques como mares, cabañas como barcos” (v. 31).

    Ese mundo afín, donde hay poesía en los abedules y su descenso hacia la alfombra del suelo y el mar en su descanso de olas en la orilla, me parece magistral, porque conviven en él la emoción y la verdad del poeta.

     Hay poemas muy hermosos en el libro, como los que aparecen en “Encuentros en Moscú”, principalmente “En la calle Arbat”, compuesto de tres partes: “Amanece en Moscú”, “De saldo” y “Crepúsculo”.

      Si el amanecer es soberbio: “Desde las terrazas vemos cabalgar la aurora” (v. 9), el ocaso es magnífico: “Descortés, se va sin despedirse tan apenas, / apaga las luces y enciende los neones,” (vv. 11-12). Sin olvidar la inmejorable descripción de la calle Arbat: “Esta calle es una llaga abierta en la ciudad / una herida en la memoria que no cicatriza” (vv. 17-18).

      La calle Arbat es un mosaico de culturas: mongoles, escitas, esclavos, etc. Lo importante es la belleza que el poeta valenciano consigue que sintamos y veamos con toda intensidad.

      Termino este repaso al libro con uno de los poemas más hermosos, se titula “No hay silencio” y, como podemos imaginar, es un canto admirativo a los abedules.

     Para Bellveser, los abedules llevan implícito el lenguaje, una comunicación maravillosa que me recuerda a la que estableció en sus poemas Pedro J. de la Peña con los caballos. Se trata de un espacio único, presidido por la imaginación y por el amor, cuando el poeta dice: “Los árboles hablan entre ellos, / cantan incesantes nuevos gozos, / murmuran canciones antiguas, (la doncella va  a la fuente), / las entonan, las silban, se las recuerdan” (vv. 7-11).

    Las hojas de los abedules llevan lo ancestral, cuentan historias, en una tradición que nos recuerda a los antiguos trovadores medievales. Tanto es así, que dice el poeta: “El suelo es una alfombra / de imposibles embustes” (vv. 22-23).

    La comparación con la pintura es muy brillante, lo que nos recuerda que lo vivo y lo pintado, el arte y lo real, viven entrelazados. Esta herencia entre la cultura y la vida era también uno de los temas claves en la obra de Guillermo Carnero: “La vida empezó entre los abedules / y en los rayos de sol medio ambarinos, / como en una anunciación de Fray Angélico” (vv. 24-26).

     Y la unión entre lo humano y la Naturaleza hace posible esa secreta comunicación que nos permite escuchar la maravillosa charla de los abedules: “al vernos pasar ensimismados / se sacuden las gotas del rocío / y sobre tanta lluvia desacorde / construye el despertar de un arco iris” (vv. 34-37).

   El libro  es de una hermosura fuera de lo común, ya que está compuesto con amor y admiración hacia una tierra fascinante, sin olvidar la añoranza levantina que late en el poeta valenciano.


FRAGILIDAD DE LAS HERIDAS- UN LIBRO DE HONDURA EXISTENCIAL

       Se publicó en el año 2004 por la editorial Calambur. Ganó el premio Ciudad de Valencia de Poesía Vicente Gaos en el año 2003.

       En el mismo, Ricardo Bellveser toca el tema del paso del tiempo, de la extrañeza de vivir, de la llegada de la muerte a nuestras vidas.

      Si Miguel Catalán dijo en la revista Espéculo, concretamente en el nº 11, acerca de su libro Julia en Julio que la experiencia de la vida pesa en el libro: “Vuelven los viejos temas y atmósferas de Bellveser, pero, por decirlo así, sustancialmente enriquecidos por esa combinación de perspectiva ética y reflexión moral a que llamamos experiencia de la vida”. Lo que está claro es que Fragilidad de las heridas ahonda en los temas esenciales de su poesía: el proceso de la vida en su inexorable transcurrir, la sabiduría del hombre que no consigue vencer a la muerte, en la senda de otros poetas ya comentados: Talens, Simón o Carnero, entre otros.

      Lo que caracteriza a Fragilidad de las heridas es la brevedad de algunos poemas, como si el poeta valenciano hubiese querido ir a lo esencial, consciente de que el lenguaje (como diría Veyrat), tiene que ser edénico, origen de todo y, además, en la senda de Juan Ramón Jiménez, esencial.

      Bellveser hace un esfuerzo de contención y logra poemas existencialistas, acunados por la certidumbre que el tiempo nos va dejando.

       No en vano el título “Fragilidad de las heridas” está lleno de sentido, ya que las heridas de la vida dejan huella y, por tanto, no evitan nuestra vulnerabilidad esencial.

      El poema “Qué extraña ausencia” refleja muy bien es metafísica de la vida: “Qué extraña ausencia queda tras la muerte / Qué áspera rigidez seca y vacía. / Qué estéril sombra ya lugar inerte. / Qué abandono el harapo y la ruina” (vv. 1-4). Bellveser sabe que la muerte es acabamiento, herida final. No emplearía adjetivos como harapo y ruina sino lo entendiese como vacío. No hay trascendencia en su idea de la muerte.

      Lo dice en los versos siguientes: “Morir no es dormir, no hay muerte en el sueño / sólo inmovilidad, carne sin dueño / al irse lo que dio a la vida, vida: / el gesto y el calor que la anida” (vv. 5-8)-

      Para el poeta valenciano, la muerte es dejar de ser, si se acaba la presencia y la emoción del que nos habla o nos abraza, sólo queda el vacío.

     Para que quede claro que la muerte es nada y que no nos devuelve nunca al ser amado, sino que lo arrastra siempre a un vacío aterrador, dice: “La muerte es un imán, un pozo oscuro / que absorbe cuando late hacia la nada / y deja tras de sí testigo impuro, / un despojo mudo, una voz callada” (vv. 9-12).

      La belleza de la rima, el verso bien trazado, nos deja una sensación triste, ya que el contenido de los últimos versos está lleno de desesperanza, la muerte es decididamente todo lo negativo: pozo oscuro, testigo impuro, despojo mudo.

     No es casual que diga testigo impuro porque la pureza está asociada al cristianismo y a la fe y Bellveser niega esta visión de la vida, amparada en una esperanza que esconde el vacío.

     Recuerdo al leer este poema lo que Juan Gil-Albert decía acerca de la muerte, para él ésta daba sentido a la vida, porque nos impulsaba a realizar cosas, a vivir intensamente, ya que siempre estaba presente nuestra caducidad.

      En el libro también hay soledad: “Cuarenta países” nos habla del viajero que ha visto muchos lugares, pero también la soledad en los espejos (ventanillas de los trineos) y la mirada de la muerte en muchos rincones. No es casual la alusión al tren, ya que expresa el dinamismo del tiempo, nuestro hondo caminar hacia la vejez.

     Los poemas que he aludido pertenecen al primer apartado titulado Fragilidad de la muerte, el segundo apartado se titula Fragilidad de la vida y contiene poemas como “El trabajo del tiempo” donde el poeta ve a su amada como si fuese un paisaje horadado por el tiempo. El amor está presente, pero también la certidumbre de la vida, su hondo paso sobre nosotros. Los versos son de gran belleza, cuando dice: “Finjo un descuido y observo tu cuerpo, / miro, amada, ese atlas conocido, / geografía mil veces recorrida, / que más que mío es tuyo compartido / y aprecio destrucción en su paisaje, / el horror de una guerra silenciosa / que también elimina la memoria, / el recuerdo, el pensamiento y el sueño” (vv. 7-14).

    Esa visión de la amada no desmerece de la que los clásicos transmitieron en el Renacimiento y en el Barroco sobre el paso del tiempo.

    Esa demostración de la que habla Bellveser es demoledora: elimina memoria, recuerdo, pensamiento  y el sueño, es decir, todas las cualidades que nos aferran a la vida, que nos hacen distintos de los demás seres, porque poseemos inteligencia y afecto, capacidad para soñar y memoria. Si perdemos todo eso: ¿Qué nos queda?

    Bello, aunque triste poema, que termina diciendo: “Envejecer es de la vida el precio”, lema que explica bien que la vida cobra una tasa elevada, donde el ser humano pierde parte de su esencia en el camino.

    La postura del hombre que “finge un descuido” para mirar un cuerpo tan conocido es la del pudor que sigue existiendo pese a la convivencia y a la rutina de la unión matrimonial. Otro poema de este libro nos recuerda al mar, tema esencial en su obra, como  pudimos  ver  en  El agua del abedul. La  nostalgia  del  mar  Mediterráneo está presente, hay un deseo de fusión en un espacio apasionante que marca su vida.

    El poema se titula “Amanece por la frente” y refleja muy bien el lirismo y el buen decir poético del escritor valenciano. Dice: “Amanece por la frente del mar. / Entonces sus mejillas se alborotan / y las barbas de espumeantes canas / se rizan en las pecheras de la arena”.

    En esta primera parte (la considero así porque se trata de una descripción de las aguas), el poeta personifica el mar, lo transforma en un ser humano con su frente, sus mejillas, sus barbas, y lo hace (he ahí el clasicismo del poeta valenciano) de la misma manera que lo llevaron a cabo los escritores renacentistas, desde arriba hacia abajo, no hay que olvidar las descripciones de Garcilaso de la Vega sobre la mujer, acerca de su amada Isabel Freyre.

   Para Bellveser, la tradición es importante, está inserta en su mente y en su corazón, ha bebido de esas fuentes imprescindibles para cualquier poeta que se precie de serlo.

   En la segunda parte dice: “Aquí me encuentro, junto a él de nuevo, / presenciando la magia y el prodigio / de otro día: se repite la vida, / comienza el mundo. Estalla el génesis. / Y yo sigo, asombrado aquí”.

    La belleza de estos versos radica en la visión del hombre que mira (el cual nos recuerda al  Juan Ramón Jiménez de Diario de un poeta recién casado, en su viaje a Nueva York con su reciente esposa Zenobia) al mar. Hay un apasionado encuentro que no desmerece del magnífico prodigio que expuso Pedro J. de la Peña en su Poesía Hípica al cabalgar junto al caballo a lo largo del tiempo en el poema “Envejecemos juntos”.

    Bellveser sabe que la vida siempre se repite, hay una belleza presente en el amanecer, de forma que la vida no nace cada día, sino que “estalla”, tal es la explosión maravillosa que se produce y que deja al poeta como si fuese un niño ante la revelación de las cosas que ve por primera vez: “Y yo sigo, asombrado, aquí”.

   Bello poema que logra emocionarnos y nos deja un espacio de reflexión y una pregunta: ¿si es tan maravilloso el mundo por qué se nos ofrece por tan poco tiempo? Se trata de una pregunta sin respuesta, porque tiene que ver con nuestro misterio existencial, nuestra temporalidad, tema clave del libro que comento.

   Hay una tercera parte titulada “Fragilidad del amor”, donde aparecen poemas tan interesantes como “Sí, amar las cenizas”, que refleja la creencia del poeta valenciano en la perduración del recuerdo tras la muerte.

   Para Bellveser, la persona no muere del todo si es recordada, la mención de la vida es semejante a la de un libro que vuelve  a ser leído o a una película que evocamos entre nuestros amigos, con nostalgia y admiración.

   Cito los versos más representativos de esta idea: “Sí, claro, se puede ser fiel a las cenizas / pues lo que la muerte destruye solo es cuerpo / se incinera entonces, se pudre o putrefacta, / pero el ser querido sigue aquí entre nosotros / aunque ahora nadie podrá ya destruirlo. / El amor lo mantiene vivo, lo hace eterno, / por una eternidad igual a nuestras vidas” (vv.5-11).

     Lo que queda es la evocación de la persona amada, nos dice el poeta. La mención al cuerpo: “se incinera entonces, se pudre o putrefacta” está en contraposición con la alusión al amor del penúltimo verso, lo material contra lo abstracto, para que, en definitiva, triunfe el amor sobre la vil materia.

  La alusión, de nuevo, a la muerte aparece en el poema: “Todo lleva a la muerte”, cuando dice: “Todo lleva a la muerte en su interior, / de la más hermosa dama al insecto / que liba en una flor del cementerio” (vv. 1-3).

  La imagen del insecto metiéndose en la flor en un ámbito solitario y desesperanzado nos estremece, porque nos plantea que la vida está presente en cualquier parte, incluso en el lugar donde todo acaba. El insecto vive de la flor, se nutre de ella, y ésta es símbolo del tiempo y de su temprana caducidad.

   En definitiva, “la muerte es carcoma que roe la vida” (v. 4). Bellveser sabe que la llevamos dentro, camina con nosotros, nos acecha y se presenta, como imagen, en cualquier momento de nuestra vida.

   También la belleza lleva la muerte, su trastienda: “Lo bello de la apariencia camufla / la noche y  la tristeza del harapo”. La mención a harapo ya había aparecido, porque la muerte nos desviste, nos quita los ropajes que nos cubren, dejándonos casi desnudos.

   Luego, el poeta nos habla de esos lugares hermosos que esconden la miseria, ámbitos donde los turistas guardan pacientemente la fila para ver las habitaciones donde también hubo tragedia y muerte.

    Pero quiero terminar mis comentarios a este luminoso libro, lleno de reflexión y de belleza, con la alusión al poema “Por las fachadas”, donde existe un optimismo necesario entre tanta presencia de la muerte.

   Lo expresa en los versos que siguen: “Pasa el tiempo de la felicidad. La desgracia es estado pasajero / que late entre el recuerdo y la esperanza”.

    Bello final para este libro, ya que el poeta valenciano sabe, como también lo supo Gil-Albert, que la muerte es un cumplimiento que nos sirve para darle una razón a la vida, para alentar un camino de esperanza y de esfuerzo que, como en una buena película, debe tener su final.

    El libro, en definitiva, nos invita a pensar y nos muestra el carácter meditativo y emotivo del poeta valenciano. 

 

LAS CENIZAS DEL NIDO- EL ÚLTIMO LIBRO DE RICARDO BELLVESER

  

   Hay que celebrar que Ricardo Bellveser haya obtenido el premio de poesía Gil de Biedma concedido por su último libro Las cenizas del nido.

      El libro vuelve a temas que ya aparecieron: el tiempo, el ensimismamiento del yo, la muerte, etc.

     He seleccionado algunos poemas de este celebrado libro que me parecen significativos para este estudio.

    El tiempo queda reflejado en “La fresca brisa”, cuando dice el poeta valenciano: “La fresca brisa enciende el pasado, / crea remolinos en los recuerdos, / y caracolea hojas marchitas / testigos de aquel tiempo y sus nostalgias” (vv. 1-4).

    Sin duda, aparece en el poema el mar levantino, ése que cimentó su niñez, con paisajes marinos que aún viven en su mirada. Pero el tiempo, aunque vuelve, lo hace sin vigor, es el poeta el que se engaña al evocar el pasado: “e inflama los instantes del pasado, / hasta tercos, hacerlos regresar” (vv. 7-8)-

    Pero la vida niega toda segunda oportunidad, lo que se vivió se ha ido para siempre, no hay vuelta atrás: “Nada queda ya de aquel frágil nido. / Seno vacío, aturdido, débil, / trenzas de cañas secas, se deshizo. / Mis sueños y mis recelos partieron / y se desvanecen como suspiros. / Adiós a lo que fui y tal vez aún sea” (vv. 9-14).

     Recorre el poeta valenciano el tiempo: la infancia “frágil nido”, el recuerdo de la madre que fundamentó su ser: “Seno vacío, aturdido, débil”, la experiencia de la primera juventud: “trenza de cañas secas, se deshizo”.

     Bellveser sabe que esa evocación está llena de nostalgia y que el calor que propagaba el amor materno lo convierte el tiempo en adjetivos llenos de esterilidad: vacío, débil.

      Parece que el tiempo es una “caña seca”, desprovista ya del dulzor que llenó su juventud. Queda claro todo ello al final del poema: “Mis sueños y mis recelos partieron / y se desvanecen como suspiros”.

     Para Bellveser, ni lo que idealizó ni lo que un día temió tiene ya sentido, el tiempo ha demostrado su banalidad, la fantasía del niño topa con la mirada del adulto, donde todo aquello parecía grande, majestuoso, ahora cobra su verdadera dimensión.

     El final lo corrobora: “Adiós a lo que fui y tal vez aún sea”. El espíritu soñador que despertó, estoy seguro, la pasión poética, sigue vivo, pero la realidad ha puesto las cosas en su lugar.

     Si una vez el niño quiso cambiar el mundo, hoy el hombre (adulto y maduro) acepta su paso inexorable.

     Vuelve el tema del tiempo en “El regreso”. Hay una sensación de confusión en ese afán de volver al pasado: “Me extravío, me pierdo, me trastoco, / miro a mi alrededor y me despierta / el canto de las brújulas urbanas” (vv. 5-7).

       No se entendería esto, si no aludo al primer verso del poema cuando dice: “Regreso a casa entre las palmeras / de este sueño africano de la noche” (vv. 1-2).

      Hay un antagonismo entre el paisaje levantino, pleno de mar: palmeras y esas brújulas urbanas que le devuelven al ámbito de la ciudad. El pasado y el presente se entrelazan en el poema confundiendo su mirar.

     Tanto es así que pervive el pasado en esa evocación del presente: “Cierro los ojos y siento la brisa / en las mejillas, párpados cerrados, / labios entreabiertos a la frescura / del noctámbulo aire ciudadano” (vv. 8-11).

    Si el mar nos llega con la “brisa en las mejillas”, la ciudad nos inunda con ese aire noctámbulo.

       En definitiva, todo está dentro de él y el tiempo inexorable no deja tregua alguna: “El sol se pone, en fin, mientras la vida pasa. / Allá a lo lejos hallo la paz de tu mirada” (vv. 12-13).

        La Naturaleza, inexorable, sigue su curso, pese a lo que el ser humano (perecedero y frágil) pretenda. Ése es el fondo del poema y de nuestra propia vida.

        Alude en el libro al viaje, no hace falta decir que Ricardo Bellveser ha sido un viajero infatigable, un descubridor de paisajes que ha plasmado en su mundo poético.

         En el poema “El viajero que huye”, habla el poeta de la soledad del viajero, el viajero es aquel que perpetra en el viaje sus propios misterios y busca encontrar el por qué de su existencia.

       Dice: ¿Por qué viajo, de qué huyo? (v. 6). El viajero es un ser que se enfrenta a los abismos de la noche, un ser que puede perderse para siempre en el vacío: “Porque si existe la soledad / es la del viajero en su anonimato” (vv. 7-8). El insomnio aparece como fantasma que inunda al que viaja: “el pavor de una noche / sin dormir en un vagón de tren” (vv. 9-10).

       La simbiosis paisaje-ser humano también se da en la noche, espacio de creación, cenit de nuestros mejores y peores pensamientos: “sin dormir en un vagón de tren / que penetra en la oscuridad / del paisaje en el que sólo hay sombras / que se desvanecen,…” (vv. 10-13).

       El viajero está abocado al destino aciago, porque el viajar es también la exploración del alma que todos creemos llevar, ese ámbito misterioso que nos fundamenta, pero que, siendo aire, también nos oprime.

      El final así lo expresa: “Y la conciencia del olvido, / pues sé que si en este momento muriera / cuando se sequen las lágrimas nadie me recordaría” (vv. 17-19).

      Al final, no queda nada del hombre que ha vivido, su muerte física es su muerte verdadera, nos recuerda a Aschenbach mirando a la playa, desabrigado de todo ámbito familiar (son sólo retazos del recuerdo en la novela y en la película) y muriendo en la playa del Lido, frente a la mirada de Tadzio, que señala el horizonte.

      Bellveser sabe que la muerte cierra el capítulo vital. El viajero se marcha, al igual que, tras el viaje, inicia un recorrido hacia la nada, esencia de nuestro ser.

      Quiero terminar este repaso a la obra poética de Bellveser, con el poema “Donde se halle su mirada”, magnífico retrato del paso del tiempo plasmado en la fotografía de una amiga que ha muerto. Al igual que César Simón (no hay que olvidar su libro Extravío y los poemas donde se fijaba en el poder de la fotografía), el poeta valenciano recuerda a un amor perdido a través de esa bella evocación, hermosa como un planto medieval.

     La pasión está presente: “No te volví a ver desde aquellos cálidos días / en que revivimos el encuentro de los cuerpos / en la ceremonia del esfuerzo y la saliva” (vv. 3-5).

    Insiste en que no fue amor: “Para qué fingir: no fue amor sino hallazgo en llamas / que perduró lo que una pasión adolescente / que prima más el instinto que el tacto y el beso” (vv. 6-8).

     Evoca el poeta su belleza: “A veces imaginé tu talle de amazona” (v. 9). Después, llega el caos de la ausencia, lo inexplicable de la pérdida y la mención, de nuevo, al viaje, metáfora indudable de la fragilidad de la vida, de su desbocamiento hacia la nada: “Te fuiste como las tormentas en el verano / dejando a su paso caos, desorden y energía. / Qué asombro saberte viajera hacia la noche, / cuánta incertidumbre la de los días que vienen” (vv. 15-18).

      La mención al verano (tiempo de esplendor) contrasta con la noche (tiempo de fantasmas y de dolor) y, desde luego, del pesar que anida en su ser y el que le queda por sufrir.

      Para no extenderme demasiado sobre este extenso y bello poema, quiero citar unos versos que nos envuelven en la calidez del tiempo y que tienen que ver con dos mundos: el de la pasión hacia la amiga muerta y el de la infancia, donde el niño Bellveser se dejaba llevar por la ternura materna. Con esta simbiosis, el poeta nos deja una sensación extraña, como si navegásemos sobre el cálido aroma de la niñez y del origen de la vida cuando hacemos el amor, instante único e irrecuperable en esta bella y triste evocación de la amiga muerta: “En mí el recuerdo de tus gestos limpios y claros, / tus manos mudas caminando sobre el lecho, / en un desfile que sabía bien donde iba, / a desabrochar mi ropa, y a rozar mis labios, / como cuando me desnudaban de niño en casa” (vv. 22-26).

       La infancia se recupera en esta evocación y el hombre vuelve a ser niño, porque nada le amedrenta, envuelve su vida en el caparazón del amor y la afectividad que éste emana.

     En definitiva, el poeta sabe que la muerte cierra el círculo, nos conduce al vacío: “Irte no es regresar porque no existe el regreso, / nunca se vuelve a ese lugar que ya dejamos” (vv. 29-30).

     Para el poeta valenciano, la vida se apaga, sólo quedan las cosas, huellas de nuestro paso por la existencia que quedan presentes y tangibles para otros que nos sobreviven: “sólo las cosas, sólo las cosas nos esperan / bajo una tristeza tal de polvo desvivido” (vv. 32-33).

    Bellos versos, pero llenos de tristeza, pues expresan nuestro ir muriendo, en la senda que nuestros mejores poetas barrocos nos dejaron (sostengo que Bellveser tiene una gran influencia en su poesía de ese mundo de luces y sombras del Barroco).

    La consecuencia de la muerte es inexorable, pesa ya para siempre, nos hace morir un poco, nos convierte en seres apegados a lo imprevisible, al azar, exentos de infancia, de todo aroma de ingenuidad hacia el mundo: “Ya no soy el mismo, ni lo seré, / sino una sombra que se ha perdido en el recuerdo, / olvido, sombra que con la tuya se diluye” (vv. 36-38).

     Magnífico final para un poema que nos asombra por su belleza, desde la armonía con que descubre a su amiga muerta hasta el desgarro con que expresa lo que no comprende, la muerte, sin olvidar el afecto con el que compara el amor pasional con el cariño de la infancia, ámbito que no ha de volver y que la muerte borra para siempre.

     Termino de este modo el estudio de la poesía de un hombre cuyo mundo poético está lleno de referencias a temas universales como el tiempo, la muerte, la contemplación del mar, metáfora de la vida que fluye, etc.

    Su obra no está exenta de barroquismo que combina sabiamente con un espíritu levantino donde se expresa la nostalgia del mar ante el paisaje de los abedules en uno de sus mejores libros.

    Con Las cenizas del nido, Bellveser insiste en temas ya aparecidos en su obra, pero dotados de nuevo vigor y de notable belleza como la que alumbra en los poemas comentados y en otros que dan consistencia y calidad a su último libro de poemas.



[1] PEDRO GARCÍA CUETO: DOCTOR EN FILOLOGÍA HISPÁNICA POR LA UNED, LICENCIADO EN ANTROPOLOGÍA POR LA UNED, AUTOR DE DOS LIBROS SOBRE LA OBRA DE JUAN GIL-ALBERT Y UN ENSAYO SOBRE DOCE POETAS VALENCIANOS CONTEMPORÁNEOS TITULADO LA MIRADA DEL MEDITERRÁNEO, CRÍTICO DE CINE Y LITERARIO, HA COLABORADO EN REVISTAS LITERARIAS COMO REPÚBLICA DE LAS LETRAS, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS, CUADERNOS DEL MATEMÁTICO, CLARÍN, QUIMERA, EL CIERVO, ETC Y EN LA REVISTA DE CINE VERSIÓN ORIGINAL.

ES PROFESOR DE LENGUA Y LITERATURA EN ESO Y BACHILLERATO EN LA COMUNIDAD DE MADRID Y PROFESOR ASOCIADO EN LA UNED.