Domingo Alberto Martínez



Premio Fundación Caja Burgos 2021

El vampiro

Algol es un sistema binario, formado por dos estrellas gemelas que giran en órbitas elípticas muy próximas entre sí. Como ocurre con los parásitos de la naturaleza, una se alimenta de la otra; absorbe su energía y se perpetúa a costa de su compañera. Situado en la constelación de Perseo, para los griegos representaba el ojo de la Medusa, que los acechaba malévolamente desde la bóveda del firmamento, y su presencia era considerada un mal augurio. Los árabes lo bautizaron como Ra’s al-Ghul, la Cabeza del Diablo.

En el Kitab al-astarlab o Libro de los astrolabios, anónimo nazarí del siglo xii, en uno de los fragmentos que se conservan, puede leerse: «El sultán de los berberiscos, Sayyid as-Sádiq ibn Saffah ash-Shihab, llamado por sus partidarios Shihabuddin, Antorcha de la Fe, y Ra’s al-Ghul por sus enemigos, que Alá lo maldiga, fue el único hijo de una concubina esclava, una siqlabí de raza beduina que lo educó en los preceptos del islam con el rigor de un halconero del Atlas». En una época de venalidad generalizada en la que la traición está a la orden del día y el puñal es el arma política por antonomasia, la insurrección de los eunucos, auspiciada por su madre, lo coloca en el trono a una edad muy temprana. Lejos de amedrentarse, sus primeras decisiones dan muestra de su carácter. En la mezquita aljama, antes de la oración de los viernes, se proclama califa y emir de los creyentes. Manda sacar a su tío (el malik derrocado) de los calabozos y, cargado de cadenas, ser conducido ante el trono. Sin levantar la voz apenas, silabeando entre dientes, lo acusa de sodomita y pusilánime frente a toda la corte. Sordo a sus gimoteos, hace venir al verdugo. Lo condena por ser un mal guía, un mal musulmán; por haberse comportado como un perro faldero con los infieles en lugar de ser un león. «Los cronistas palatinos —sigue el anónimo nazarí— se hicieron lenguas de su misericordia, pues pudiendo haberlo condenado a que lo lapidaran, le concedió la gracia de ser decapitado».

La gracia de que su cabeza ruede por el suelo hasta los pies de sus hijos, que, más pronto que tarde, van a correr idéntica suerte.

Todos los familiares del califa, primos, sobrinos, hermanos de leche, todo aquel que pueda discutirle el mando, es detenido y arrojado desde lo alto de un alminar; sus restos descuartizados, clavados en las puertas de Qayrawán, alimentarán durante meses a las aves carroñeras. Destierra a bufones y trovadores so pena de cortarles la lengua. Se rodea de una camarilla de ulemas sudaneses (serios como cuervos, con caftanes sin adornos y grandes turbantes rojos) y decreta la interpretación ortodoxa de la sharía, la ley del Profeta. En poco tiempo se ha convertido en un líder carismático, un hombre de tez olivácea, seco como el esparto, considerado por sus seguidores casi como un santo, que cumple los mandatos del Corán a rajatabla, reza y medita, arrodillado en la macsura durante horas, y llama a la yihad contra sus vecinos, también musulmanes, pero a los que trata de heréticos y promiscuos (kuffar, falsos creyentes) por su larga convivencia con los infieles del norte. «Infundiré el terror en el corazón de los embusteros, dice el Santo de los Santos, alabado sea. ¡Arrancadles los pies y las manos opuestos!, ¡crucificadlos cabeza abajo en los troncos de las palmeras!».

Es en la guerra donde Sayyid as-Sádiq va a ganarse su lugar en la historia, concretamente entre Atila y Vlad el Empalador en la Cámara de los Horrores de Madame Tussaud. «Extendió sus dominios por el este hasta los límites del desierto, y por occidente, siguiendo la línea del litoral, alcanzó Tilmisane y N’kor, borró Tahla de la faz de la tierra y cayó después sobre Siyilmasa. Las ciudades que se negaban a pagarle tributo eran sojuzgadas por un aguacero de flechas, para luego ser despojadas entre los escombros y el fuego. Sus tropas llegaban al galope, igual que el simún, chillando como una manada de hienas; aparecían por el horizonte entre nubes de polvo que, a la luz del crepúsculo, parecían hechas de sangre. Los honderos magravíes, con una puntería endiablada, silenciaban a los defensores, los mercenarios somalíes y mandingas salvaban ágilmente las murallas; con la daga en una mano y un hachón en la otra, irrumpían en las casas. Los gritos de pánico de sus ocupantes podían escucharse durante horas. Así masacró a los hamaditas y los matghara; a los pacíficos masmuda, granjeros y cabrerizos, los diezmó como la viruela. No había piedad para nadie. Ra’s al-Ghul (¡que su alma se pudra entre los alacranes!) era un salvaje sin conciencia. En nombre de la fe verdadera asesinó tanto a jóvenes como a viejos, a suníes, a chiitas; con la espada en la mano no hacía diferencias. Quemó cosechas, taló oasis, soterró bajo una montaña de cadáveres manantiales de agua cristalina, derribó los sepulcros de los santos morabitos y descuartizó, atándolos a cuatro caballos, a los alfaquíes que los custodiaban, acusándolos de llevar a su comunidad por la senda de la idolatría. Los buitres, en su orbitar displicente y lento, seguían sus banderas allá donde fueran. Las mujeres y los niños que caían en sus manos eran conducidos hasta el mercado de esclavos más próximo, donde los cambiaban por alfanjes de Damasco y dromedarios, ladrillos de sal, conchas de cauri».

Los años pasan, las campañas se van sucediendo y As-Sádiq se ha hecho con un botín inmenso. Decide finalmente licenciar a sus tropas. Vuelve grupas y se dirige hacia Qayrawán al frente de una larga comitiva cargada con los tesoros de Saba: báculos de marfil e incensarios de bronce, ánforas repletas de perlas, turquesas, arcones rebosantes de dinares y besantes, dirhames de plata y un sinnúmero de otros objetos, a cuál más valioso, extrañas máscaras alargadas de las tribus fang y tótems de ébano mitad hombre, mitad pájaro. El califa, envuelto en una túnica color azafrán, mucho más gordo, se recuesta muellemente entre almohadones bajo un dosel que lo protege del sol, en un trono de oro macizo que le ha arrebatado a un reyezuelo del sur, portado en andas por ochenta y ocho esclavos negros, el mismo número de veces que se repite en el Corán la palabra bendición, baraka. Custodian el trono a derecha e izquierda media docena de pavos reales de pórfido rojo, con las colas desplegadas y zafiros en el lugar de los ojos. Faquires y contorsionistas abren la marcha, juglares que improvisan panegíricos al son de las darbukas, tragasables, hombres con zancos. Junto a ellos, en camello o a caballo, los arquitectos que van a construir la nueva ciudad palatina, seguidos a pie por sus pajes y sus secretarios.

La caravana va dejando a su paso una estela perfumada en la que se mezcla el frescor de la toronja con el aroma a vainilla del benjuí, la dulzura de la mirra con la flor de la canela, el jazmín y el sándalo. Lejos, en medio del desierto, casi oculto por las arenas como el coloso de un faraón olvidado, queda el censor de costumbres, el fanático religioso. El hombre que vuelve a casa después de tanto tiempo se parece muy poco a aquel que se fue. Ha conquistado un gran territorio. Controla las puertas del África subsahariana y las ciudades más prósperas del norte, de Túnez a Fez y de Tamdult hasta Gadamis, le pagan tributo. A la sombra de los granados en flor, mecido por el bullir de una acequia entre arbustos de alheña y arrayanes, ha probado manjares que no sabía que existieran o que estuvieran permitidos, ha bebido un vino hecho de rubíes escanciado por huríes salidas del paraíso. Ha conocido el triunfo y la embriaguez, y la molicie lo ha alejado de la guerra.

La que no ha cambiado ha sido su madre, As-Sayyida al-Kubra. La Gran Señora. Sigue llevando la austeridad con el rigor de un cilicio. Escucha la música profana y los cánticos, el castañeteo de los crótalos; se asoma a las celosías y ve pasar a las bailarinas de melenas cobrizas cimbreándose como juncos, lanzando pétalos al paso del trono, y no puede evitar crispar la mandíbula. Se clava las uñas en la muñeca hasta que brota la sangre. Exige ver a su hijo, pero le sale al paso el visir Tafilete, un eunuco converso, enrevesado y exacto como una telaraña. Es imposible, le responde. Su majestad el califa, que Alá lo guarde, está muy ocupado organizando una expedición de castigo contra los nómadas del Sahel, supervisando los planos de los nuevos alcázares y la construcción de la ceca y los minaretes. Ella no se da por vencida. Es una vieja leona a la que le han arrebatado su cachorro, y no va a quedarse quieta viendo cómo el mundo, su mundo, se desmorona. Vestida de negro y cada vez más demacrada (se niega a comer o a lavarse mientras no la reciba su hijo), elude a los guardias que le ha puesto el visir y vaga por los pasillos como un alma en pena. Aparece de repente entre las sombras, incorpórea como una visión de ultratumba. Señala al califa con un dedo huesudo y le conmina a abandonar el tálamo de la soberbia o a prepararse para el juicio de Dios, que se abatirá sobre su reino igual que cayó sobre Irem, la de los altos pilares, cuyos jardines olían a incienso y sus torres, bañados en oro, aventajaban en brillo al sol.

—No hay más dios que Alá —se interpone el visir con una sonrisa—. Él conoce el pasado y el futuro. Todo lo demás es perecedero.

Una mañana, la Gran Señora aparece colgada de una viga con una estola de seda, la misma que le había regalado su hijo al volver de la guerra.

El sol de la tarde irrumpe con fuerza en el patio de los Granados, prendiendo en los mármoles, reflejándose en los azulejos con la coquetería de un corrillo de ondinas. Una fuente canturrea en el centro. «Como las olas que besan los pies del peregrino, así vienes tú a derramar el bálsamo de tus palabras en mis oídos», puede leerse en el borde de la taza, grabado con letras de contornos vegetales. El agua se derrama en finas láminas; corre por las acequias, sorteando los arriates de amapolas hasta los pies del califa, plantado como la mujer de Lot a la sombra de un pórtico, que se mira las manos. Observa los surcos, los pliegues de las palmas; desenreda la maraña de cicatrices como si fuera a cartografiarlas. Un peregrino llegado de Samarcanda, un viejo ciego llevado a lomos de un asno por un lazarillo, le leyó con el roce de los dedos la buenaventura. Sintió el pálpito de la nube negra que lo acompañaba, una masa compacta de sombras con forma de pajarraco (buitres, diablos con alas de murciélago) que giraban arremolinándose, impulsados por vientos de venganza. Mientras aquella espada de Damocles pendiera sobre su cabeza, le dijo el hombre santo, no encontraría la paz.

Al califa le cuesta dormir por las noches. Cuando era pequeño le acunaba la voz de su madre. Recuerda sus historias, leyendas ancestrales con un poso de fantasía y un aroma característico (el de las hogueras en torno a las que se reunían las familias después de la cena) protagonizadas por los señores de las arenas, jóvenes de vida errante famosos por su orgullo pero también por su generosidad, indómitos de corazón y celosos de sus tradiciones, que consideraban el horno del desierto como su hogar y el hambre y las privaciones como una ordalía por la que era preciso pasar de buen grado. El califa ha oído esos cuentos cientos, miles de veces. Ha pasado mucho tiempo desde que salió de las faldas de las mujeres, y todas esas patrañas sobre autómatas voladores fundidos en bronce y genios de alas tornasoladas que protegen los pilares de la creación ya no ejercen efecto alguno sobre él.

Tampoco el vino mezclado con hachís, que cada vez toma en mayor cantidad. Despierta de madrugada, bañado en sudor. Las voces de los muertos resuenan en sus oídos, es incapaz de acallarlas. Da igual lo mucho que rece o lo alto que soplen los músicos sus añafiles. Da igual las mujeres con las que goce o a las que mande azotar.

El visir Tafilete aparece en su alcoba. Aparece y desaparece como tiene por costumbre, igual que una comadreja, como si el palacio estuviera lleno de pasadizos y puertas secretas, disimuladas entre los cortinajes, y él se hubiera hecho con todas las llaves. Le acompaña una esclava armenia, casi una niña, con los ojos muy negros (puede que sea efecto del kohl) y el pelo trenzado recogido en un moño. Es la primogénita del Iconódulo Mayor de Bizancio, capturada por los piratas narentinos cuando iba a casarse a Venecia y subastada después en Sicilia. Sus pechos son afilados, suaves y blancos; caben en la palma de la mano como el agua que bebe el beduino al alcanzar un oasis. Su voz se va afirmando conforme avanza la noche. El califa tiene la impresión de ver cómo florece. Le pregunta por la capital de los césares, Nea Roma, encrucijada de todas las vías, y ella le habla de un hervidero de cúpulas de plata, monasterios de bóvedas artesonadas y laberintos subterráneos. As-Sádiq ha colgado de los pulgares a muchos de sus arquitectos, les ha cortado las orejas a unos y a otros los ha dejado ahogarse atados a la rueda de una noria, y aun así los proyectos de reforma, la ampliación de las murallas y los salones de palacio, le siguen decepcionando. Ansioso por escuchar cosas nuevas, le pregunta por los foros y los acueductos, el hipódromo, las termas de los rum, y ella le describe un bosque de columnas de pórfido rojo, otras de piedra negra con bajorrelieves o de mármol azulado de la isla de los Corzos. Le descubre una ciudad abigarrada, jalonada de obeliscos y arcos de triunfo, donde las estatuas de oro de Mitra y Dionisos se funden para convertirse en pesados relicarios, y los pilares de la iglesia de Santa Susana descansan sobre cubos de granito con el rostro de la gorgona Medusa.

La esclava hace una pausa para beber un sorbo de vino. Tumbado en un diván frente a ella, el califa parece dormido. La despide con un gesto de la mano:

—Vuelve esta noche —le ordena, abriendo la boca como un cocodrilo; y luego, cuando está ya saliendo, bosteza de nuevo y añade—: Te llamaré Sherezade.




Carmín de alizarina


Se frota los ojos, confuso. Intenta recordar lo que estaba soñando; una especie de bestia que se lanza sobre él, una sombra sin rostro (negro de humo) que le coge por el cuello y aprieta, aprieta… Despierta tosiendo, sofocándose. Se frota los ojos, hinchados por el arrepentimiento. El lienzo sigue en el caballete. Galatea dormida, su última obra. Aplica la pintura con pinceladas pequeñas, precisas; amarillo de plata, verde esmeralda. Corrige con cuidado un detalle del párpado, un brillo de las mejillas, los labios violáceos; suaviza el contorno del vientre, un tanto abultado. No cabe duda, musita para sus adentros. Esa mano que parece un cangrejo de mármol, indefenso, tripa arriba, esa lluvia de rubíes que cae sobre la almohada, derramándose entre sábanas raso y terciopelos, es su obra maestra.

Nunca volverá a pintar nada parecido.

Firma el cuadro y se levanta, lentamente, como si de pronto tuviera cien años. Se acerca a la modelo, tumbada en medio de la buhardilla sobre una otomana. Junto al cabecero hay un velador; encima, dos botellas vacías (una con una vela apagada), una pistola de bolsillo con cachas de nácar, una guirnalda de orquídeas que ha empezado a secarse. Le acaricia la mejilla, tibia todavía. La quiso de rodillas, igual que un penitente. Fue para ella un nuevo Pigmalión, aquel rey de Chipre que se enamoró de la estatua que él mismo había tallado, y rogó a Afrodita que le concediera el don de la vida. No pudo soportar su traición, tanto egoísmo, por eso la abrazó y apretó, apretó… (¡tuvo que hacerlo!), para que aquel engendro que poco o nada tenía que ver con él… con ambos, para que aquel parásito llegado de Dios sabría qué rincón nauseabundo no siguiera creciendo dentro de sus entrañas.

El espejo le devuelve la imagen de un joven de aspecto sombrío, barba de días, gafas redondas, un bosquejo hecho a vuelapluma con un esqueleto a la espalda. El sueño de la razón produce monstruos, se dice.

–Vamos a ver si ahora me vuelvo a despertar…

Se lleva la pistola a la boca y dispara, mientras el esqueleto toca el violín y zapatea con descaro (tap-tap-tapatap) una mazurca.

Filólogo de formación y apasionado de la palabra escrita, Domingo Alberto Martínez (Zaragoza, 1977) es autor de dos novelas: Las ruinas blancas (premio «Santa Isabel de Aragón, reina de Portugal», convocado por la Diputación de Zaragoza) y Trovas de fierro (premio «Alfonso Sancho Sáez» del Ayuntamiento de Jaén). Colaborador habitual de revistas digitales y páginas web de literatura, es el responsable de la bitácora literaria «La hoguera de los libros». Sus cuentos han sido premiados en más de sesenta certámenes literarios; se encuentran recogidos en las antologías Un ciervo en la carretera (finalista del premio Setenil 2020 a mejor libro de relatos publicado en España) y El pan nuestro de cada día, de próxima aparición. Actualmente trabaja en una nueva antología de microrrelatos, Palos de ciego, y en la novelette Campo Franco.