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Héctor Perea | Mónica Lavín

CASA DE CIELO de Héctor Perea


Por Mónica Lavin 

Escritora y periodista mexicana


 http://www.miradamalva.com/biblioteca/cielo/cielo.html

¿De dónde surgen las imágenes y las ideas de los cuentos que reúne en Casa de cielo Héctor Perea? Uno no puede dejar de pensar en su espíritu viajero, en su apetito por el arte, en su hedonismo visual, en la gula de sus sentidos y en la certeza de su mirada que dispara cuentos. Conocedor de los atributos de la narrativa breve, Perea no hace concesiones con el lector, lo coloca en carretera y lo zarandea por paisajes diversos sea la orografía volcánica del altiplano mexicano, la ruta a un parque de diversiones en Italia, las calles del Trastevere en Roma, el centro de la Ciudad de México, o el espacio cerrado de los párpados de una niña, las salas de un museo, el interior de un coche o de una tienda. A través de la percepción de los personajes que habitan estas historias, sean niños, adolescentes rebeldes, académicos, adultos, familias, un lisiado, padres e hijos, el manojo diverso de cuentos nos toma por sorpresa. No hay nada en cada cuento leído que presagie nuestra relación con el siguiente, y ese menú inesperado nos atrae. Nuestra única certidumbre es que estamos ante la extrañeza que deviene de miedos y sueños y que puede derivar en un carnaval macabro, en pinturas comestibles, en volcanes derretidos, en arcadas sobre un puente del Trastevere.

            Destaco la prosa plástica de Perea que pinta atmósferas y paisajes con palabras donde la luz y la sombra juegan un papel destacado, donde el volumen de las nubes y el contraste de colores como el de un Porche amarillo contra el azul jacaranda parecen un Hopper en movimiento; o las sombras son el murmullo permanente de los muros en una ciudad cambiante o las que libran la inmovilidad del cuerpo en el erótico ritual de un solitario. Si los párpados de una niña son pantallas para la memoria, las páginas de la narrativa de Perea son imágenes en movimiento, nunca gratuitas siempre construyendo sensaciones donde, a veces, el arte mismo como la visita que hacen un padre y una hija al museo, son el tema mismo: la experiencia. Leer a Perea es un viaje impredecible donde el tono se mantiene en el vértice del humor con la ternura, o del ridículo con el sinsentido. Los personajes, aunque comunes, son bajo la lupa del cuentista, exóticos, por cuanto la experiencia narrada los hace únicos. Ya lo presagia el epígrafe de Mario Praz que ha elegido el autor: Hay un momento en que hasta las cosas menos extraordinarias se cargan de significado…

         A tono con lo dantesco o más paisaje del Bosco, algunas de las narraciones son delirantes, los personajes están intoxicados de arte, de italiano, de borrachera, de caída, de infierno, de zombis, de insectos de Julio Ruelas. Diestro en la malicia del género, Perea sabe a dónde nos lleva, no importan los meandros del alucine, de la sensación de que habitamos una película de Peter Greenaway o un sinsentido a lo Kundera en La lentitud (donde el entomólogo homenajeado se olvida entre los aplausos de leer su texto) pues uno de los participantes en un congreso literario no encuentra las páginas que ha preparado para leer.  

            Pero el viaje en los cuentos no sólo está presente en Roma o el Centro de la Ciudad de México, las carreteras de Europa y México, también en el tiempo. El tiempo es memoria, párpados puerta de otros momentos, o las dos dimensiones de lo que sucede en una noche de museos en la Ciudad de México. (Me pregunto si Perea ha elegido deliberadamente el expendio La sopa italiana, a donde el personaje de “El barrio francés” ha entrado a comprar farfalle, como bisagra entre Italia y México, entre la realidad y su desdoblamiento en una dimensión paralela, entre vivos y muertos).  En Casa de cielo, Perea parece insistir en que la realidad siempre es fantástica, que no es posible trazar una línea divisoria entre el arte y el contexto, entre la pieza de museo y la vida, entre la percepción y el suceso, entre lo vivido y la memoria, entre el tiempo detenido y el que corre pues todo cabe en el retablo de claroscuros de la experiencia humana, donde el cuento es rendija y lupa.