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Pablo Vásquez

 

ANTES DEL ANOCHECER



Pablo Vásquez Donaire

Santiago de Chile, Chile

 

 

Tras notar que ya no entraba luz por la ventana, el viejo se sobresaltó. Había dormido más de la cuenta. El almuerzo estuvo sabroso, aunque pesado. Su cuerpo era un campo de batalla de ácidos, retorcijones y gases. Gabriel le había preguntado si necesitaba una manta para cubrirse o un sitial para descansar los pies. No quiso nada, abominaba aceptar que el sueño era más fuerte que la voluntad de estar despierto. Vanessa le apagó el cigarrillo encendido y lo arropó con un chal mientras roncaba inquieto.

Se puso de pie haciendo un inventario superfluo a sus bolsillos. Era recatado y mañoso, tenía vergüenza, no por Gabriel, pues al fin y al cabo era su hijo, pero sí por Vanessa. Peinó su pelo grisáceo con el rastrillo de sus dedos y preguntó la hora. Las ocho veinte, dijo Gabriel mirando el reloj del pasillo. Anochecía.

Entró al baño para mojarse la cara con agua fría y botar la flema acumulada. Gabriel volvía del subterráneo, cargado de planchas de madera, herramientas, candados, bolsas y cadenas. Pareces un ekeko, bromeó Vanessa al verlo pasar.

Mientras comían el postre, horas antes de que el viejo se quedara dormido, Vanessa rompió el incómodo sonido de los cubiertos con el comentario de que esa mañana las autoridades habían recomendado duplicar las precauciones que todo el mundo sabía de memoria: Por ningún motivo salir de noche, sellar indiscriminadamente puertas y ventanas, y evitar ser vistos de arriba. Conocido era el caso de una mujer que selló las ventanas con clavos en vez de tornillos.

Gabriel advertía que su padre trataba de evadir el tema, era demasiado pedir a una persona como él, pero como se había hecho tarde, creyó y se entusiasmó con la idea de que esa noche se quedaría con ellos, conversando y tomando el té, amparados por la intimidad de las velas y el chicharreo de una radio a pilas que además de distraer los mantenía al tanto de cualquier cosa.

 

Fue embarazoso retomar la relación. Tuvieron varios quiebres y más de una vez juraron no volver a verse. Quien debió torcer el brazo fue Gabriel, al viejo había que respetarle los años. Aceptaba venir a almorzar de vez en vez y hablar trivialidades. Pese a los notorios esfuerzos de Gabriel romper con aquella religiosidad, y de Vanessa por alternar pequeñas manifestaciones de simpatía, el viejo se mostraba siempre distante, respondiendo apenas a las preguntas, o alzando falsamente la copa para alabar la comida y el vino.

 

Tras cerrar los últimos candados del tercer pasillo, Gabriel se vio con tiempo para ayudar a Vanessa con la cotidiana tarea de confirmar que las ventanas estaban quedando bien selladas. Estaba contento, se notaba. Al pasar por el pasillo alcanzó a divisar la silueta de su padre dibujada en una de las pocas ventanas que permanecía abierta.

Vanessa se había convertido en una experta en el arte de sellar ventanas. Sorprendía la fuerza con que giraba el atornillador, haciendo chirriar la madera, rompiéndose las uñas. Pese a su belleza, sus manos estaban partidas y su cutis era un desastre.

Tras un breve intercambio de palabras, mientras ambos cargaban una cómoda para trancar la puerta que daba a la sala de estar, Vanessa preguntó si sería conveniente armar una cama. El sofá basta y sobra, dijo Gabriel, aunque de todas formas le voy preguntar. Corrió hasta la pieza contigua, pero se detuvo de golpe al ver a su padre poniéndose el abrigo y la bufanda.

-    ¿Qué hace, papá? – dijo.

-    ¿Qué crees? – Respondió el viejo –, es tarde y tengo que volver a mi departamento…

Creyó que bromeaba, soltó una risa más nerviosa que hilarante. Nunca tuvo valor para mirarlo a los ojos y decirle unas cuantas cosas. Le tenía miedo y el viejo lo sabía, se valía de eso para imponer su voluntad. Por la ventana observaron a una mujer que llamaba ofuscadamente a sus niños; a los últimos rezagados yendo hacia a sus casas, mirando la hora y apurando el paso. Gabriel y el viejo se quedaron en silencio, como tratando de recordar la segunda parte del guión que en ese momento representaban para si mismos. Afuera no había viento y el cielo estaba plomizo, casi oscuro. Los álamos estáticos al fondo de la cancha de tierra y los quiltros ladrando producían una espesa sensación de día domingo. Gabriel no sabía cómo reaccionar, hubiera querido ser más elocuente para advertirle a su padre el peligro al que se exponía. Dijo lo primero que le vino a la cabeza.

-    ¿No le gusta esta casa, papá?

La reacción del viejo fue parecida a la que hubiese tenido el profesor Euler ante alguien que interrumpe su cátedra para consultar el resultado de un partido de fútbol. Prendió un cigarrillo y botó desdeñosamente el humo.

-    Prefiero mi departamento, es iluminado y pequeño. Esta casa es muy grande para dos personas que siguen negándose a tener hijos; húmeda y poco ventilada, pero respondiendo concretamente a tu pregunta, sí, me gusta...

Gabriel exhaló.

-    ¿Quiere nietos enclaustrados, papá? Además usted sabe muy bien que no me refiero a eso...

-    ¿Entonces?

Contuvo un tremendo deseo de estrangularlo. Se maldecía a sí mismo y a su timidez. En la cocina, Vanessa ponía llave a la puerta que daba al patio y bajaba el switch que alimentaba la casa de energía eléctrica.

-  ¿Por qué cortan la energía, si en la noche usan velas? – preguntó el viejo sólo para ponerle punto aparte al desacuerdo.

Gabriel habló como si disertara de memoria

-  Porque tengo la costumbre de pulsar interruptores al pasar de una habitación a otra. Ellos pueden las ver luces...

-  ¿Ellos? – dijo con un gesto satírico – ¿No son suficientes las trancas, los candados y todas esas leseras que hacen?

-  Sólo los mantiene afuera. Habrá oído lo de la mujer y su bebé. Usó clavos en vez de tornillos, tal vez porque no tuvo tiempo y nadie la ayudaba, o porque el bebé lloraba y estaba nerviosa, vaya a saber… Y eso que usted quiere nietos…

El viejo extinguió la colilla del cigarro contra un cenicero de vidrio y negó mordazmente con la cabeza. Las nueve campanadas del reloj del pasillo apresuraron sus movimientos.

-  Es mejor no arriesgarse – dijo imitando la voz de su hijo –, cualquiera pensaría que crees esas idioteces…

-  Más idiota me parece salir, sabiendo que a esta hora afuera esta plagado de...

-  ¿Plagado de qué? – alegó el viejo, desafiando a Gabriel a terminar la frase.

 

En eso entró Vanessa con la última plancha de madera y varios tornillos entre los labios. Había que tapar la ventana y no halló nada mejor que pedirle ayuda a su suegro. Sin sacarse el abrigo, el viejo tomó la plancha y la sostuvo contra el marco de la ventana. Consentidamente esperó que Vanessa terminase de atornillar. La habitación quedó oscura, un nuevo silencio se apoderó de ellos, como un cerrar de ojos grupal que los tuvo buen rato en medio de la nada. Vanessa prendió una vela y la habitación fue sitiada por un fulgor más fúnebre que luminoso.

-    Suegrito – dijo ella, sabiendo muy bien que odiaba que lo llamara así –, a usted lo vamos a acomodar en el sofá. Ya que durmió tan plácidamente ahí, no creo que tenga problemas en volver a hacerlo, ¿o sí?

Gabriel se adelantó al sarcasmo de su padre.

-    No quiere – dijo –, insiste en volver a su departamento.

Vanessa abrió los ojos y se tapó la boca como si acabara de escuchar una grosería.

-    ¿Está loco?, nadie puede andar en la calle cuando a esta hora…

El viejo fingió no escuchar, puso fin a la escena buscando airadamente su maletín. Mis traducciones, dijo, mis traducciones están ahí. Tosía más de lo necesario y Gabriel empezaba a sulfurarse. Vanessa corrió al living y volvió a los pocos segundos. La casa había sido tomada por las sombras y el sonido de las maderas en reposo.

 

Una música añeja brotaba de la radio sin que a nadie le interesara saber de quién era, había velas prendidas en todos los ambientes y no era fácil pasar de una habitación a otra sin enfrentarse al temor de ver algo. Se oyeron los primeros aullidos, a lo lejos. Cada día Gabriel rechazaba aquel momento, estiraba de cualquier manera los segundos que lo antecedían al inicio de esas largas horas en que no podía hacer otra cosa que pensar en lo que sucedería si por alguna razón le tocara quedarse afuera, lejos de su casa. Trataba de diferirlo pensando en otras cosas, tarareando alguna melodía, entregándose al amparo insostenible de los minutos.

El viejo no se cansaba de refunfuñar y mover los brazos de arriba abajo para demostrar su enojo, siendo muy descortés a una observación que le hizo Vanessa. Fue entonces cuando se sintió un nuevo aullido, mucho más cerca. Cincuenta metros, calculó Gabriel, aunque no se atrevió a mencionarlo por miedo a que Vanessa le dijera que tenía razón. Los tres quedaron paralizados y se miraron de reojo. Gabriel habló.

-    Entienda, papá que no puede salir de la casa, háganos caso, por favor. Es una locura, ni siquiera hay locomoción.

-    Locura es seguir escuchando tonterías mientras mi gato se muere de hambre...

-    Así que eso era ­– dijo Gabriel alzando las manos – El gato, qué repuesta tan digna de alguien como usted, ¿no?

El viejo perdió la paciencia.

-    Eso lo dices tú, – gritó –, que hace poco hablabas de Ellos, ¿o no?

Aleteando de impotencia, Gabriel gruñó:

-    ¡¿No ha escuchado las noticias, acaso?!

-    Respóndeme entonces una cosa – dijo acercándose agresivamente como si supiera de antemano todo lo que su hijo iba a decir –, ¿A cuántos has visto?

-    Vanessa, hace dos días...

-    Hay quienes juran haber visto a la virgen María....

-    Mi amor – dijo a su mujer  –, por favor cuéntele a mi papá cómo fue…

Vanessa se supo de repente responsable del desenlace del conflicto y eso la turbó. La mirada perspicaz de su suegro la intimidaba. Creyó que sus anteriores ironías le quitarían credibilidad. Nunca aceptó al viejo, la relación entre ambos era una torpe secuencia de tires y aflojes disimulados sólo por la admiración de Gabriel y los buenos modales.

-    Es verdad ­– dijo con un hilo de voz –, se nos había hecho tarde, yo estaba sellando las ventanas de la cocina… Lo vi parado sobre un poste de la luz....

-    ¿No pudo ser un electricista…?

-    Tal vez, no podría asegurarlo, de hecho pensé lo mismo al principio, pero es imposible que alguien pueda estar parado ahí sin siquiera tambalearse. Los electricistas suben con herramientas, protecciones, cascos, incluso con cinturones que los afirman al poste. Él no, estaba ahí parado como nada, con ropa común y corriente. Pese a que fueron unos pocos segundos, alcancé a darme cuenta de que la altura no lo acobardaba, además...

La voz de Vanessa se quebró y Gabriel miró la punta de sus zapatos. De la radio salía la voz de Julio Iglesias.

-    ¡Además qué! – Gritó el viejo, sin ceder un milímetro de obstinación –, los postes están a varios metros de acá.

      Vanessa gritó.

-    ¡Me estaba mirando a mí, estoy segura! Ya sé que usted se va a reír, o va a pensar que soy una mujer tonta, pero así fue. Por más que trato no puedo sacarme esa imagen de la cabeza.

 

Se quedó viéndola, quizás con benevolencia. Afuera los aullidos sonaban uno tras otro como si estuvieran gozando con la discusión, opinando sobre quien tenía o no la razón. El maletín no daba señales de querer aparecer. Un poco de buena voluntad hubiese animado al viejo a quedarse, incluso él sabía que lo del gato era una excusa. El sofá era bastante cómodo y sin duda su hijo era capaz de hacer cualquier cosa por tenerlo a gusto, pero el orgullo y su escepticismo eran más poderosos, la aceptación práctica de las cosas. Debía marcharse, punto final, era tarde y no le gustaba pasar a llevar sus propios protocolos.

Al ver que las palabras de Vanessa empezaban a rayar en lo patético, Gabriel supo lo inútil que sería tratar de retenerlo más tiempo. Vanessa seguía hablando, dando otras y nuevas vueltas a lo que acababa de decir, reforzando sus propias oraciones para disfrazarlas de una convicción que ni ella misma creía. Gabriel hizo un gesto para que se callara y luego lo acompañaron hasta la puerta principal. Esperaron en el zaguán mientras Gabriel abría los candados para verificar que no hubiera algo afuera. Aprovechó de mirar la calle oscura, llevaba mucho tiempo sin hacerlo, y lejos de lo que imaginó, todo parecía estar en perfecto equilibrio, la cancha de tierra, los quiltros que seguían ladrando, los álamos al fondo. Hacía frío. Volvió al zaguán, miró a su padre y arrojó un último recurso.

-    ¿Está seguro, papá?

El viejo no respondió. Estrechó impasiblemente la mano de Vanessa y antes de salir prendió otro cigarro. El frío encogió su cuerpo. Se subió la solapa del abrigo y evitó mirar los ojos de Gabriel. Algo se percibía arriba, movimientos y giros sin sonido, como esas corrientes submarinas que a simple vista no se ven, pero que se sabe que existen. Gabriel pensó saltar sobre él y amordazarlo para introducirlo a la casa a la fuerza, pero al final se limitó a responder su “hasta pronto” con un leve movimiento de cabeza.

-    Vendré la próxima semana a buscar el maletín – dijo.

Lo vieron irse, rendidos, hasta que su silueta dobló la esquina. Cerraron la puerta y pusieron los candados. Adentro los envolvió el silencio y el olor de la casa. Normalmente hubiesen optado por irse a dormir, pero prefirieron quedarse a escuchar la radio. Gabriel fue a poner el agua para el té, mientras Vanessa sacaba silenciosamente el maletín de debajo del sillón para guardarlo en el clóset. Luego fue al dormitorio a ponerse las pantuflas. Estaba preocupada por Gabriel, pensaba en él tratando al mismo tiempo de mantener la entereza. Pasaron varios minutos. Al llegar a la cocina encontró servida su taza de té.

 

Mientras ponía la tercera cucharada de azúcar vio a Gabriel apoyado en el marco de la puerta que daba al pasillo. Se había puesto la chaqueta de mezclilla y un jockey. ¿Tienes frío?, dijo sólo por decir algo, emitir algún sonido que borrara la incertidumbre. Gabriel no tenía frío, estaba sudando, le temblaban las manos y pestañeaba frenéticamente cada vez que oía un aullido. De una de sus manos colgaba algo parecido a un bate de baseball.

-    Voy a buscarlo – dijo.

Vanessa dejó caer la cuchara y torció dolorosamente los labios.

-    Ahora tú, Gabriel…

-    Espéranos con la mesa servida – respondió secamente antes de encaminarse a la salida.

 

Vanessa no se movió de la silla, su mente quedó en blanco. Escuchó los pasos de Gabriel en el pasillo, la sala, el zaguán, luego el ruido de las chapas y candados. Le llegó una corriente de aire frío y sabía que algunos candados habían quedado abiertos. Pero no tenía ganas de ir a cerrarlos, se sentía cansada de pensar. A su espalda estaba la ventana que daba al poste de enfrente, ese lugar que ya no deseaba mirar, pero que sentía con una fuerza electromagnética que le erizaba la piel.

Miró la taza de té y se sorprendió con su propio reflejo, como si estuviera frente una fotografía animada de otro tiempo, de otras noches en las que se podía salir a tomar el fresco y contemplar la luna hasta tarde. Qué lejano se sentía todo eso ahora, que remota sensación. La casa estaba sellada y sólo se podía hacer tiempo, contemplar el vacío, dormir un rato, o sentarse a esperar la luz del amanecer.

 

   



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