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Sylvia Miranda

El sentido del migrar en Las mañanas sagradas de Sylvia Miranda[1]

Por Viviana Paletta[2]

        A pesar de que las noches pertenecen a los poetas, y Sylvia Miranda lo es antes que todo, elige para su primer libro de relatos un título que hace referencia a las brumosas mañanas, momento del día presente en muchos de ellos. Con él se despliega la idea de ese inicio de la jornada cuajado de promesas, de posibilidad, la realización latente que se eleva junto con la luz del sol.

Sin embargo, estas mañanas que nos presenta la autora resultan paradójicas, tienen la gracia y la inmovilidad de lo sagrado, un momento detenido en su revelación, el instante donde se manifiesta una verdad.

A las narraciones que conforman Las mañanas sagradas las une un secreto íntimo, que hace a la identidad del personaje protagonista o narrador, de los objetos o de las escenas vividas y ahora recordadas, una verdad que se sostiene en el tráfago de las migraciones y del paso del tiempo. Ese secreto está emparentado con la lucidez y la templanza con que se abordan las pasiones que se han alejado irremediablemente de los personajes y las cosas, bajo la luz de un paisaje limpio, libre de decorados y de ruido.

Los personajes a los que da vida Sylvia Miranda en sus relatos, en su mayoría, añoran o imaginan. El presente es tan solo un mojón en el devenir de la existencia, un pilar desde donde impulsarse hacia atrás o hacia delante en el tiempo. Muchos de ellos están traspasados por la desazón, la inquietud, por deseos no cumplidos, la incertidumbre de no saber qué se hace en el tiempo de la narración, cómo se ha llegado hasta ahí.

El sosiego y la realización personal siempre habitan otro país, otro tiempo, otra edad, sea la niñez, la luminosa pubertad o juventud donde todo era posible aún, al alcance de la mano.

Así, las ciudades o los ámbitos donde se reside o por donde se camina resultan el detonante para la añoranza de otras ciudades, otros mares, otros amores que se diluyen en la irrealidad a la que obliga la fragilidad del recuerdo o de la imaginación que se desata, el peso del ahora mismo. Estas calles solapan otras calles que solapan otras calles, fantasmales pero persistentes.

Por ello mismo, ni el pasado de la añoranza ni el futuro figurado resultan idealizados; antes bien son simples cristalizaciones del deseo, soluciones fugaces, regidas por una conciencia clarividente, que responde a la pregunta acerca de qué está hecha la experiencia, para responder que esta consiste en destellos, sensaciones, la astilla del instante o del objeto común, anodino (sea un vaso o un trompo), un ansia pasajera condenada al vacío como una mirada sin voluntad.

Sorprende el epígrafe con que abre el libro Miranda, tomado de La vida breve. Allí escribe Onetti: “la gente cree que está condenada a una vida, hasta la muerte. Y sólo está condenada a un alma, a una manera de ser”. Creo que nos pone en una clara pista: el sujeto de hoy, si creemos a los filósofos y pensadores contemporáneos, se debate entre experiencias fugaces, amores líquidos, atomizaciones y desmembramientos. No obstante, con Onetti y en estos relatos, acordamos que hay un ser que todo lo asimila, que acopia los momentos que lo alimentan y lo sostienen a lo largo de su existencia. Esas presencias fantasmales de momentos o luchas añejas pero propias, colocan a los personajes dentro de una cadena vital que los impulsa en el afán de hacer y realizarse.

     

La nostalgia y la lucidez engarzan este racimo de narraciones: nostalgia por lo que fue o no fue, archivado en el pasado, y también por lo que no será, aunque se disfracen como posibles los deseos. En esta ansiedad por apropiarse de unas vidas alternativas planea Cortázar, pero la lucidez que mencionábamos le corta el paso: no hay puentes hacia el pasado, hacia otros sitios ideales –salvo el París de cartón piedra de un plató de filmación–. No se produce el pasaje, no hay epifanía posible ni fantástico recorrido, solo el solapamiento de una cruda y única realidad: el pasado no retorna, el futuro no llega, son hojas muertas que se devanan por permanecer.

El amor, el sexo, la música, el humo de la filosofía, los amigos sin nombre, están en otra parte, en un coto vedado, como dice Sylvia Miranda, son “botellas en un mar que se los tragó del todo”; aunque retornen los sentimientos vividos, estén suspendidos o solapados en las vivencias del presente, se vuelven casas desmoronadas por las que transitar hoy. Y por ello, esas presencias que permanecen latentes provocan la sensación de no estar del todo en ninguna parte: caminemos por Tánger, Lima, Toledo o Almería.

Paradójicamente, esa presencia ineludible anima a vivir; así se afirma un ser que se sostiene en la tensión establecida entre el deseo de retornar, a lugares y momentos que ya no existen, y el ansia por impulsarse a futuros improbables. Como sostiene la autora, en un sentido homenaje a la amistad, a las aventuras primeras, “lo bello es el viaje”, y ese acopio de vivencias y de sueños hacen al sujeto. En sus palabras, “Esos son mis sueños, no una masa enorme llena de brumas, ni colores fantásticos, ni misiones imposibles, sino espadas en rápida estocada, fulminante trazo de sangre, para seguir, y entonces sí, sí que vuelve la noche y en todo algo cambia, se renueva para morir prontísimo, pero está vivo”. Como este libro al que damos la bienvenida hoy, vivas como estas mañanas sagradas que deleitan en su promesa lírica y su búsqueda del sentido del migrar por la vida y por el mundo.


OIR ENTREVISTA a Sylvia Miranda EN RTVE "La estación azul"



[1] Sylvia Miranda (Lima, 1966) es doctora en Filología por la Universidad Complutense de Madrid, tras haber cursado estudios de su especialidad en las Universidades de Salamanca  y Poitiers. Desde muy joven desarrolló una intensa actividad literaria. En 1990 publicó el poemario Como todos anduve en el invierno, con prólogo de su maestro el poeta Washington Delgado (Lluvia Editores, Lima). Ha obtenido el Premio Tomás Luis de Victoria, Salamanca, 1994, con su poemario Zita, más tarde publicado bajo el título de Zita y otros poemas (Catriel, Madrid, 2001). En 1997 obtuvo el Premio Novela Corta del Banco Central de Reserva del Perú, por su novela Memorias de Manú (BCRP, 1997). En 2004 se publicó su Poema del tigre y el mar con un grabado de Sylvain Mâlet (Centro de Arte Moderno, Madrid). Poemas suyos están recogidos en diversas antologías de la poesía peruana así como numerosos artículos en revistas literarias sobre la poesía de vanguardia y el tema urbano. Su estudio “El imaginario de Lima y la ciudad moderna en los poetas vanguardistas peruanos: Carlos Oquendo de Amat, César Moro y Emilio Adolfo Westphalen” obtuvo el Premio Extraordinario de tesis doctoral por la Universidad Complutense de Madrid, curso 2006/2007. En 2011 se publicó su ensayo Caminantes por una tierra baldía. T. S. Eliot y E. A. Westphalen, una lectura transtextual de “Las ínsulas extrañas” (Del Centro Editores, Madrid). Las mañanas sagradas es su primer libro de relatos.

[2] Viviana Paletta nació en Buenos Aires en 1967. En 2003 integró la antología “Estruendomudo” y publicó su libro de poemas El patrimonio del aire. Ha participado en las antologías Di algo para romper este silencio (México, 2005), Antología de seres de la noche (México, 2006) y El arca (Santiago de Chile-Lima, 2007). También está incluida en la antología Los poetas interiores, una muestra de la nueva poesía argentina (Madrid, 2005). Ha preparado la edición y el prólogo de los Cuentos completos de Rodolfo Walsh (Madrid, 2010). Dirige la editorial española Veintisiete Letras y reside en Madrid desde 1991.


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