Santiago Páez

(Quito, 1958). Escritor y catedrático. Doctor en Literatura, Licenciado en Ciencias Jurídicas. 

Entre sus obras publicadas: Novelas: ANGELUS HOSTIS, 2012, novela gráfica (guión). PUÑAL, 2012. OLVIDO, 2010. EL SECRETO DE LOS YUMBOS, 2008. EL SECRETO DE LA OCARINA, 2008. PIRATA VIEJO, 2007. CRÓNICAS DEL BREVE REINO, 2006 (Tetralogía). CONDENA MADRE, 2000. SHAMANES Y REYES, 1999. LOS ARCHIVOS DE HILARION, 1998. LA REINA MORA 1997. Cuento: EL COMPLOT DE LAS MAMÁS, 2007. ANEURISMA, 2009. PROFUNDO EN LA GALAXIA, 1994. Ensayo: ¡A LA VOZ DEL CARNAVAL! Análisis semiótico de literatura popular, 1992.  ITINERARIOS, 2008.


EL SUICIDA RETICENTE

(Un caso del Cabo Suasnavas -mejor conocido como el Azote del Crimen- 

relatado por su compañero el periodista Gálvez)

 

 De Aneurisma y otros cuentos, 2009


 

                He decidido comenzar ésta que será la saga del Cabo Suasnavas, con el caso que fue el que dio origen a su inmenso y merecido prestigio en la cúpula policial, prestigio discretísimo que, naturalmen­te, no se volcó hacia los medios de comunicación ni fue, por tanto, aquilatado en su real magnitud por la sociedad metropolitana a la que el Cabo Suasnavas ha defendido.

                Me encontraba en el rotativo ¡YA!, donde presto mi contingente como Sacerdote de la Información en la diaria lucha contra la corrupción y el crimen. Eran las diez de la mañana y estábamos en plena preparación de lo que sería una sesuda página de consejos prácticos para el hogar y la oficina. Conversaba yo con Pepito, el nuevo pasante. Lo hacía sin el menor asomo de mala intención, cuando, desde la entrada, escuché un silbido bronco, de hombre poco habituado a las sutilezas, de hombre curtido por el sano ejercicio del cuer­po y del espíritu. Era mi compadre, el Cabo Suasnavas, adalid en la ardua lucha contra la corrupción, craso ejemplo de ciudadano y de policía no represor sino científico y democrático.

                Estaba en medio de la puerta de la redacción, con su traje de civil (desde hacía un año pertenecía a la Oficina de Segu­ridad Política, y ya no traía ese uniforme que le sentaba tan bien). A primera vista no se adivinaba en él al hombre decidido y preclaro que era: su apariencia achaparrada y regordeta disimulaba su interior de prócer, de líder de multitudes, de timonel de mares procelosos, de caudillo como debieron serlo los de las guerras y las revoluciones. Era, en pocas palabras, un hombre en quien podía confiarse, pues exudaba una viril serenidad por todos los poros del robusto cuerpo. Me acerqué presuroso hacia él.

­                ¾Compadre Gálvez ¾dijo a modo de saludo¾, se me jodió el carro otra vez y el hijo’e puta del Coronel quiere que esté ya mismo en una dirección. Preste para el taxi.

                He de asentar aquí que el Cabo Suasnavas, hombre de cultura, cuya mente había sido forjada en el "Colegio Laico San Pánfilo" de Totoranga, completó su formación en la meritísi­ma "Academia Marcial de la Policía" en San Juan de Pullunga. En esta última institución había aprendido, de la espar­tana vida que allí le tocara llevar, una manera directa y sin ambages de expresarse. No era incultura lo suyo (por eso admitía yo que me denominara “Tiroloco” de vez en cuando, vocativo que hace referencia a un embarazoso problemita de eyaculación precoz que ya he superado casi por completo, o “mariconcito”, epítetos ambos que hubieran despertado mi indignación en otras cir­cunstancias).

                ¾¡Como cree, compadre, yo mismo le llevo!

                ¾¿No tendrá que cerrar página?

                ¾Si ya soy editor, compadre ─le contesté a modo de expli­cación. No es que quisiera faltar a mis deberes, pero la perspectiva de acompañar a semejante portento de deducción y trabajo mental en uno de sus casos me seducía. No podía resistir la tentación de ver la materia prima de la crónica  periodística, la expresión misma de las condiciones históricas objetivas en los dramas de la cotidianidad...

                ¾Bueno pues ¾aceptó el Cabo¾. Pero no se vaya a traer al meco ese con el que estaba hablando, viejito maricón.

                Lo decía en broma, naturalmente. Yo siempre he tenido un gran respeto por las opciones sexuales alternativas y solo he ido a ese bar “Gay” unas dos veces. Di la orden al pasante de que cerrara él la página de consejos para el ama de casa y los ejecutivos y, minutos después, rodábamos hacia el sur de la capital en mi automó­vil, viejo e indigno de un repre­sentante de la ley como el Cabo.

                ¾¡Acelere pues chucha! ¾me dijo mientras miraba tan varonil y enérgico la calzada ¾¿no ve que el Coronel me espera?

                Nos disparamos por entre peatones y autos con la celeri­dad de una centella. Todavía se me erizan los pelos de la nuca cuando recuerdo la veloz carrera que nos llevó hasta el que sería el primer escenario de los triunfos deduc­tivos del gran Cabo Suasnavas.

                Llegamos a un edificio de apartamentos en la parte sur de la ciudad, un área de viviendas multifamiliares para perso­nas de clase media. Apenas pisó el suelo, el Cabo pareció olvidarse de mí, su prisa en concentrase le obligó a olvidar incluso el darme las gracias por el viaje. Yo respeté la puesta en marcha de esa estupenda maquinaria deductiva que era su cere­bro y, callado, le seguí los pasos sin que él se diera por enterado.

                Atravesamos los jardines descuidados de la multifamiliar; los espacios verdes estaban en una situación lamentable, al punto que yo, en mi apresuramiento, no observé un excremento perruno. Demoré como cinco minutos en limpiarme el zapato. Casi pierdo al Cabo, pero pude dar con él siguiendo los gritos de:

                ¾¡Dónde estuvo, cojudo de mierda! ¾con que lo recibió el Coronel Toapanta, señero miembro de la cúpula policial.

                Era este un hombre alto y fuerte y viril, que se comportaba con recia firmeza, no obstante la indudable humildad de su cuna.

                ¾Verá, Suasnavas ¾dijo el superior de mi amigo, tras escupir en el suelo del pasillo anterior a la puerta de un departamen­to¾: Le hemos elegido para que investigue este caso porque sabemos que usted sabe obedecer.

                ¾¡Sí, mi Coronel! ¾tronó con su voz varonil el Cabo.

                ¾No quiero huevadas de dactiloscopia...

                ¾¡Sí, mi Coronel!

                ¾...ni esas pendejadas de análisis psicológicos...

                ¾¡Sí, mi Coronel!

                ¾...ni ninguna de esas cojudeces que les enseñaron en el curso de investigación...

                ¾¡Sí, mi Coronel!

                ¾Fue suicidio, eso quiero que diga el informe.

                ¾¡A sus órdenes, mi Coronel!

                ¾Y no se preocupe por la prensa ni por los mamones de los Derechos Humanos. No se le van a acercar. Usted sabe que nuestro presidente Febres Cordero nos apoya plenamente.

                ¾Así es, mi Coronel.

                ¾Entonces entre y hágase cargo, Cabo.

                Mientras el Coronel se retiraba me dirigió un:

                ¾Saluda, chucha, o quieres ir al calabozo ─me había confun­dido, a no dudarlo, con uno de los subordinados de Suasnavas.

                El oficial se marchó mientras yo comprendía la magnitud de la misión que le había sido encomendada a mi amigo: debía desa­rrollar la inves­tigación de ese suicidio basándose única­mente en sus formida­bles dotes deductivas, sin el auxilio de ninguna de las técni­cas policiales, falibles, por lo demás. Su orden de que la prensa no debía ser enterada, indicación que me afectaba en lo más profundo de mi ser de periodista democrático, la comprendí en el contexto de una situación de Emergencia Nacional, pues no otra cosa podía justificar una conducta semejante en un hombre como mi amigo, el Cabo Suasnavas, un demócrata de tal magnitud que, sabedor de que yo me había formado en Cuba, me decía con frecuencia: “Gálvez, Tiroloco, ese Fidel sí que tiene huevos, cuarenta años  mandando y nadie le chista. ¡Mis respetos, chucha!”

                Entré al departamento del crimen. El trabajo de explicar el suicidio iba a ser monumental -me di cuenta mientras vomi­taba- pues el suicida yacía en piezas por toda la sala. Ver su cabeza  sobre un cojín, las piernas cada una sobre un asiento diferente, el tronco encima de la mesa del centro y los brazos colgando atados al manubrio de una puerta fue un golpe exce­sivo para mi resistencia. Por suerte había desayunado poco esa mañana.

                Cuando me repuse, me dirigí en pos de mi amigo quien, tan hombre y tan valiente como es, ocultaba perfectamente sus emociones tras una máscara de asco simulado y fingidas arcadas de repugnancia. El Cabo había ya revisado el cadáver y se disponía a realizar otras pesquisas mientras un subalterno de la policía le informaba:

                ¾El muerto se llamaba Jonás Escobar, era profesor de literatura, 39 años, soltero. Se le sospechaba colaborador de algún movimiento subversivo, aunque no se le haya probado nada, ni posesión de armas, ni de panfletos, ni nada. En el departamento encontramos muchos libros y otras cosas sospecho­sas, cartas de una mujer que vive en Madrid y una postal de un amigo desde París, en la postal dice un poema:

 

No porque hoy llores, llorarás mañana;

si enmudeció en tus manos hoy la lira,

puede que la Musa despertará ufana,

y no por siempre Apolo el arco estira.

 

                Sospechamos que ya que es un hombre él que le escribe y hablan de llorar, tenía tendencias de maricón, homosexuales digo, el occiso, mi Cabo.

                Mientras escuchaba, Suasnavas recorría con seguridad el departamento mirándolo todo con agilidad y perspicacia. Era un piso grande, eso sí, pero arreglado con un gusto bien horrible: los muebles tallados no tenían esos bonitos forros de plástico que les hubieran hecho lucir tan bien, había unos espejos gruesos con soportes de hierro que se hubiesen visto preciosos con marcos brillante de esos que parecen de oro; no vi flores, ni siquiera de esas divinas de plástico, y de pinturas solo había una negra que decía: “El Guernica” de un pintor que debe ser muy importante, un impresionista creo (a mí por lo menos me impresionó bastante ver el toro ese muerto y el niñito deforme...).

                El Cabo se detuvo en el dormitorio, abrió una caja que estaba en el velador y, tras coger dos de los tres anillos que allí se encontraban, entregó el tercero al subalterno quien se lo guardó con una mirada de inteligencia. Sin duda el Cabo quería que se analizaran las piezas por separado. Se guardó las evidencias (los anillos) en el bolsillo y siguió el proce­so investigativo.

                La minuciosa tarea policial se desarrollaba sin contra­tiempos cuando llegó, de improviso, un equipo de televisión con un reportero a la cabeza (el colega sí me conocía pero se hizo el gringo, no sé por qué). El periodista era un joven bien plantado, alto y con unas espaldas inmensas. Entró en el departamento correctamente vestido y, apenas hubo tras­pasado el dintel, se sacó la americana, aflojó la corbata y desordenó el peinado. Así se puso frente a la cámara y empezó:

                ¾Este es Joan Manuel Luján, su reportero. Televista Informa. Alertados por unos vecinos del lugar nos apersonamos de inme­diato en el sitio de los hechos. Nos encontramos en el Depar­tamento 3-b de los Multifamiliares Divino Niño de Atocha, al sur de la ciudad capital, donde se ha cometido, por lo que podemos ver, un horrendo crimen. Las imágenes que vamos a mostrar son muy fuertes así que...

                En ese momento sucedieron dos cosas, el camarógrafo (un cholo feísimo) se puso a vomitar, mientras el reportero le exigía:

                ¾Filma nomás, huevón, que esto tiene que salir pronto, en el noticiero de la hora del almuerzo.

                Y los cuatro policías de tropa que acompañaban al Cabo Suasnavas se echaron sobre el camarógrafo, el reportero y un joven que les acompañaba cargando los cables. Los agarraron por los brazos mientras el Cabo preguntaba:

                ¾¿Quién les autorizó la entrada, señores?

                ¾Somos la prensa, el pueblo tiene derecho a saber, es un derecho reconocido por la Constitución ¾el reportero parecía muy engalladito, lo que con­trastaba con la serena y magnánima actitud del Cabo Suasna­vas.

                ¾Cállate pendejo ¾murmuró el que cargaba los cables, un joven de unos veinte años, blanquito, con lentes y unos ojos soñadores¾. Son de Seguridad Política, si te dije que no entráramos.

                El Cabo Suasnavas, condescendiente, ordenó con un gesto que los soltaran. El camarógrafo se fue al baño para seguir vomitando.

                ¾Mejor ¾dijo Suasnavas riendo de la manifiesta flaqueza de ánimo del asistente periodístico¾. Por orden superior no pueden tomar­se ni fotos ni película. Solo puede recibir el informe que vamos a dar.

                ¾¿Y no puede adelantarme algo? ¾pidió el reportero obser­van­do con fascinación la despejada mirada del Cabo, en quien creo intuyó a un hombre poco común, como lo era.

                ¾Fue suicidio, eso va a decir el parte que entregaré de inmediato en la Comandancia.

                ¾Pero si está en pedazos ¾casi gritó el jovencito de los cables¾. Y parece que le tuvieron amarrado por las muñecas al pomo de la puerta. Le han de haber torturado o algo.

                El Cabo Suasnavas lo miró con simpatía, como se mira a un hijo rebelde, y dijo:

                ¾Ya sáquemen a estos cojudos, y al guambrito, que no le queden ganas de hacerse el vivo.

                Mientras se llevaban a la fuerza a los periodistas que tan mal habían cumplido con su justísimo cometido, el Cabo tuvo a bien explicarme el caso, uno digno de la mejor Crónica Urbana, sin duda.

                ¾Un suicidio ¾dijo¾. Más te vale, Gálvez, que eso salga mañana en la prensa. Se trata sin duda de un caso claro de desorden mental. Obviamente el occiso era bisexual; se comprueba esto en la corresponden­cia sentimental que mantenía con un hombre y una mujer en el extranjero. La tensión mental le llevó a la fatal decisión.

                ¾Pero, ¿cómo pudo matarse así? ¾pregunté yo, asombrado de las poderosas dotes deductivas de mi amigo.

                ¾Pero si eso está clarísimo, Tiroloco, eso de andar con hombres y mujeres, estos puercos, les da esa enfermedad...

                ¾¿SIDA?

                ¾No pendejo. ¿Cómo es? Esquizofrenia. Doble personalidad. Múltiple la personalidad. Algo así es. Y vos, tendrás cuidado de no andar aflojando el que sabemos a los guambritos, ya ves lo que les pasa después.

                ¾¡A claro! ¾concluí yo, haciendo caso omiso a la jocosa ocurrencia del Cabo Suasnavas, mientras captaba el genial proceso deductivo en toda su magnitud¾. Por eso se mató así, en partes.

                Fue un claro caso de esquizofrenia llevada hasta sus últimas consecuencias. La perfección de trabajo detectivesco de mi amigo le valió el reconocimiento, como dije, de la cúpula policial. En la prensa (por mi acuciosa mediación, claro), solo se informó de la muerte por suici­dio de un peligroso homosexual y yo volví a la página de etiqueta y modales en el hogar.

                No sería ésta la única vez que acompañara al Cabo Suasnavas en sus prodigiosos procesos investigativos, por lo que pronto continuaré con la que he denominado SAGA HEROICA DEL CABO SUASNAVAS. Me he propuesto incursionar de esta manera en la Crónica Urbana y lograr así, modestamente, la inmortalidad, como lo hiciera el DOCTOR WATSON, autor de las historias del detective Holmes.

                Yo quedaré imperecedero, en la memoria de las futuras generaciones de la patria, como el PERIODISTA GÁLVEZ, compañero y cronista de Suasnavas, el Azote del Crimen.