Alfredo Gangotena


 (Quito, 1904-1944) En 1920, por orfandad del padre, él, junto con su madre y sus hermanos se radican en París. Terminando el bachillerato  ingresó a la Escuela de Bellas Artes a estudiar Arquitectura, que no termina. A la final se gradúa de ingeniero y estudia en la carrera de Minas. El poeta dominaba el idioma francés y la mayor parte de su obra se escribió en éste. El poeta vive la época de la vanguardia francesa y europea. Tuvo una gran relación con los intelectuales y artistas franceses de la época: Jean Cocteau, Valery Larbaud, Max Jacob, Jules Supervielle, André Salmon, Tristan Klingsor, Joseph Deltai, André Spire, Rene Crevel y Marcel Jouhandeau. En 1925 conoce al pintor y poeta Henry Michaux, que desde esos momentos ejerció sobre Gangotena y su obra una marcadísima influencia. En 1927 viajó con Michaux al Ecuador por un año. En su obra se diferencian dos etapas en su escritura: De 1923 a 1928 escribe en francés y de 1938 a 1944, en español. Publicó: Orogénie (1928); Absence (1930); Nuit (1938); Tempestad secreta –obra escrita en español- (1940). En 1956 se publicó la Poesía de Gangotena traducida al español por Gonzalo Escudero Moscoso y Filoteo Samaniego. Muere víctima de hemofilia, enfermedad con la que convivió muchos años.



BEBIDA TURBIA

                                                                                                A Henry Michaux

Escucho tus ondas, inefable noche, tu soplo, oh reina del sueño, en mi urbe.
La oda comienza: que muja en mí la imprenta.
¡Funde este orden, ácido rojo del estío!
Y que yo palpe las verdes ancas de la pradera.

La imagen del Espíritu Santo se inflama detrás de las vidrieras;
Sus bordadas alas de amor penden de las extremidades del dintel,
Y las umbelíferas sombras de miel se abrasan y me penetran,
Sus sombras ardientes y jadeantes en torno de las flores:

pentecostés de mis padres.

¡Rocas, como esos frutos
Madurad, rocas bajo la luna,
En las salivas del año!
Ah los paisajes de mi grandeza.
Y más blancas que todas las nieves,
Que el iris del moribundo,
En los hontanares del limpio cielo, mis sienes palpitan.
Sudor de las lacas, plenitud de los poros.
Estoy prendido a los muros del antro como las lágrimas de las madréporas.

 

Semejante al gallo en su demencia planetaria,
Estoy poseído por la sibilina diestra de yeso.
¡Oh palabra en el olvido,
Astro del desierto, alumbra mi desnudez!
Deja al agua celeste de tus ramas extenderse y fulgurar
Sobre el paisaje de un solitario.

El verde grito del sapo se torna líquido en mi alma.
Y como el topo
Que mira las bóvedas de la tierra,
La frase, urgente misiva, desgarra su envoltura.
Ambulo ciego y busco los treinta y tres clavos sobre el piso;
El alfabeto del bosque me restituye las palabras sonoras, ya pronunciadas.

¡Os ruego!
Miembros de la aventura, modelad el limo de nuestro semblante.
Los párpados se ahuyentan, el cielo se construye.
Súbita virgen, ¿eres tú como el océano
Que resplandece de pronto en este abismo de ceguera?

En tanto que se eternizan, en la encarnada espera de mi sangre,
El clamor, el estrépito y la velada voraz de las chinches,
¡Levantáos, espadas, en la plata de vuestra fuerza,
Y arrancadme de este horno!
¡Desgarradme, uñas, esta corteza y estas membranas tan pesadas de sueño!

Las aristas del sílex, la cal y el follaje de las rocas
Se enarbolan en mis ojos.
Bajo el peso y el sonido de tu presencia,
Los muros de mi guarida se yerguen en las raíces de la tormenta,
¡Fértil estrato de la noche!
Y mi sombra se regodea en la soledad de tus muros.

Se ciñen las llamas de las cortinas a las cañas de mis arterias;
¡No es el nimbo sino la huella del duro casco!
Aprestaos a descender, tan lúcidos como el aire del cielo, a mecerme, pájaros;
A fin de que mi corazón en gozo recuerde la frescura de las aguas.

Pero, oh Lázaro, ¿quién mojará mis labios en estos parajes?
¿Quién de este mundo podrá morder la maleza de mi exilio?
El infortunio toma en mí las formas del continente;
¡Y el alma siniestra de fango
Macula el templo y las sedas eucarísticas de su asilo!

 

                                                                                            De Orogenia, 1928

                                                                                            Versión de Gonzalo Escudero



AUSENCIA

(Fragmento)

 

                                               A la que fue todo amor, embriagadora y cortejada,
                                                              Lucrecia Borgia, mi ancestro bienamado.

 

           Para vosotros, mis compañeros de exilio,
Henri Michaux,

André de Pardiac de Monlezun,
                                                    Aram D. Mourandian

IV

 

Estás ahí en medio de la noche, Señora,
Aparecida en el instante, Señora, en medio del invierno de mi noche.
Me he dicho entonces: «Si bien recuerdo, Alejandro fue un gran capitán.
Y el rey Salomón vivió solemnemente como un gran rey».
Mas me tiene sin cuidado Alejandro y no soy el rey Salomón.
Y no tengo nada, nada que decir de la reina de Saba.
Pero a vos, alta y bella Señora, ¿tendré la memorable suerte de interrogaros?
Muchas gentes me rodean: amigos y parientes,
Yo lo admito,
Muchas gentes que me desafían.
Pero ciertamente ellas tienen razón, ciertamente.
Y esta malla interna de sangre, esta malla de sangre que me lacera los ojos,
Tienen razón porque esta malla de sangre bien lo prueba.

No obstante, tranquilizaos, que no siento por vos ni cólera ni tristeza,
Ningún deseo de morir,
¡No! Las atenciones tampoco me afectan.
Sois libre de hablar y regocijaros, en excelente compañía, sobre estos mil pensamientos que

                                                                                                              permanecerán para mí eternamente secretos.

Y todas estas gentes que os rodean y están ahí,

Gravitando en torno vuestro,
Señora, son libres también para comentar mi caída y mi despecho.
¿No lo había yo predicho desde hace largo tiempo?
Señora, entre ellos, parece que se encuentra alguien fuerte y rico en gracias,
Alguien bien acogido a quien yo le enveneno, le corroo y descompongo en todas las digitales de

                                                                                                                                             mi rencor y de mi espíritu.
¡Así pues, que él desconfíe de mí!
¡Cuidado con él! De ningún modo mi venganza se privará de una presa tan bella y tentadora.

¡Y que silencie y, si le parece bien, se marche a cualquier parte!
¡Que silencie!
Yo le digo: mis brazos tiemblan extrañamente y mi voz se torna dura, sombría y solemne.
Yo le prevengo: los días, sí, los días de su espera, lo juro, no serán de gozo fácil.
¡Más bien de sangre, de sangre!
A menos, Señor, que las flores,
Que las flores dulces y lentas vengan a hablarme de un perfume 
             aún más penetrante que los soplos del olvido.

Días de vergüenza, días de angustia.
¿Cómo no le han hablado de ello los astros?
¿Dónde se oculta este hombre?

¿Qué hacía él de la luz de los sueños?
¿Se demora y se olvida el viento en su pensamiento?
El viento de la selva me trae obscuras palabras, obscuras amenazas.

Viento amigo, socórreme, que tu advertencia será el pesado lastre de mi venganza,
Hazlo de suerte que este ser de elocuencia lo sepa;
Que advierta mi poder y mi naturaleza de ángel o de condenado, poco importa.
Que advierta, en tiempo oportuno, el terrible color de mis miradas.

¿Mas para qué?
Ciego, viviré en adelante las horas que he vivido.
Olvida, viento, mis desgarradas palabras,
Y perdona, te lo ruego,
A este ser altamente privilegiado,
A este hombre que aborrezco y envidio
Tanto y tanto... etc….

 

VII 

 

Muchos insectos en torno de un solo pensamiento,
Pero el mío está ausente bajo un cielo de lluvia.
¡Y tú has venido un día, Pizarro, acicateado por una gran pasión!
Como tú, fantasma, enciendo mi alma cerca de la extraña floresta,
Donde tú amabas antes aspirar el tenaz aliento.
Pero cuántas de estas pupilas nauseabundas me envuelven asimismo,
Como en la hora de angustia, pesada y mala para tu espíritu,
Y se demoran en mirarme languidecer.
¡Morir! Lejos de aquí los ojos
Y el noble espíritu tan cerca de las cadenas que mi corazón han ceñido.

Me llama la sangre.
La sangre de los días de éxtasis, más acompasada que la mar.
La sangre que no olvida jamás y que me invade con su color terrible.
¡Que este inútil viaje de los ojos termine pronto!
Así el paciente corazón anhela volver a ver su sangre
Y gozar de una codiciada sombra, más dulce y más propicia en su temblor de quejumbre.

¡Mas que regrese pronto!
Porque ella me espera, mi Esposa, con la mirada al viento, allá lejos,
Blanca y secreta como la nieve de una estrella nueva.

Ah Señor, si he recorrido una patria mala, tened piedad de aquél que os ofende, pobre infante

                                                                                                                             olvidado en las espinas de su calvario.
Os grito: «¡Señor, curadme de la mar inmensa, de mi tristeza grande y del astro 
        banal que ilumina la tierra de mi tormento!»

La noche se torna más grande y más densa, buscando perdidamente sus sombras.
Grande es mi infortunio.
Abriré mi corazón a las bestias bravías que recorren el mundo como el fuego de las arenas.
¿En qué nuevo Espíritu buscaré alojamiento?
El opio desperdiga mis sombras, derramando sobre todo párpado su melancolía de ausencias.

Y añade el corazón desesperado:
«La ausencia! »
«La ausencia sin límite».
«Oh cómo está lejano mi hogar de gloria».
«Oh labios amadores, las lágrimas no son tan profundas como para llorar tanto vuestro

                                                                                                                                                                            alejamiento.»

¡El cielo endurecido no resuena!
Flores sin tallo que tienen el peso de la sangre.
Y la noche se vuelve más dulce, más próxima y más estrujadora:
«¡Abrete! »
«Abre tu sueño a mis alientos»,
«Porque soy la libertad de las brisas».
«Porque traigo con los siglos la convalecencia de tus pupilas».
«Está presto el camino, la forma del sueño busca su destino».
«Oh labios, el tiempo os apresura»,
«Restituidme a mi cielo de inteligencia»,
«Que el solo contacto de irreductible amor lo aseguro en este reino de vida».

 

                                                                            De Ausencia (1928 – 1930)

                                                                            Versión de Gonzalo Escudero