José Martínez Monroy




EL POETA JOSÉ MARTÍNEZ MONROY, 

ÁRTICO ESPÍRITU JUVENIL



 

Por José Luis Abraham López

 

    En Cartagena a la una de la madrugada del 26 de enero de 1837 nacía en el número 31 de la Calle del Duque José Martínez de Lezuza y García de Monroy. Al día siguiente de su alumbramiento el pequeño recibe las aguas bautismales de manos del Pbro. Gerónimo Moreno. Hijo de Juan Evangelista Martínez Lesusa, natural de Pozo Estrecho, y de Dª María Catalina Monroy natural de Cartagena, en la ciudad portuaria abría los ojos Monroy y en ella los cerraría en la Calle San Diego, número 32, en el otoño de 1861.

    Entre uno y otro momento la vida del poeta había transcurrido con toda celeridad; precoz fue su formación literaria como prematuro su total apagamiento, como igualmente fugaz resultó para la crítica especializada su olvido. De sus aventajadas cualidades innatas da cuenta la facilidad con la que el pequeño llegó a adquirir la capacidad del lenguaje, pues con nueve meses ya pronunciaba perfectamente algunas palabras en castellano. Con apenas nueve años obtuvo tres medallas de premio en la Sociedad de Amigos del País. Su instructor don Guido Montbrun asistía perplejo a la destreza que el joven mostraba con el francés, hasta el punto de realizar sus primeras traducciones y escritos en dicha lengua.

    Cuando José Martínez contaba diez años asiste al fallecimiento del padre, un reputado farmacéutico de la ciudad. Ante la adversidad y consiguiente estrechez económica nuestro protagonista marcha junto a su madre a Murcia. Allí recibirá la tutela de su abuelo materno don Antonio Monroy natural de San Javier (casado con doña Serafina Martínez nacida en Sucina), quien desde el primer momento se preocupa por las directrices académicas de su nieto. Por ello, no tarda este en ingresar como alumno interno en casa de don Santiago Soriano, profesor de latín. En el Instituto de Murcia obtiene el título de Bachiller una vez que finaliza sus cinco años de estudio demostrando con notas sobresalientes su destreza para el estudio.

    Su madre se había unido en matrimonio con José María Piseti Abellán de manera que este decide que Monroy marche a Madrid en 1852. En la Universidad Central el joven estudia Derecho y Administración hasta 1859. Pero su salud ya entonces comienza a resentirse de tuberculosis. Aunque en 1854 Monroy colabora en algún periódico (El Faro cartaginés) no será hasta el período comprendido entre 1858-1860 cuando su obra alce el vuelo y comience a darse a conocer en diferentes medios como La Crónica, La Discusión, El Cartaginés, La joven España, La Esperanza, El Mundo pintoresco, La Revista murciana, La Crónica de ambos mundos, Las Novedades y El Diario de Cartagena.

    Como casi siempre los jóvenes representan los más auténticos insubordinados, así lo demostró Monroy en su renombrada intervención en la Bolsa de Madrid, hasta el punto de que el cronista Quijano de Rosamonte llegó a decir en La Gaceta economista que «aquel memorable discurso hirió en la frente a los proteccionistas»[1]. Intervino el cartagenero con gran acierto junto a figuras consagradas del momento como San Román, José de Echegaray, el crítico Fermín Gonzalo Morón, Emilio Castelar, Moret, Rendergast, Juan Valera, Cánovas del Castillo y otros jóvenes ateneístas, tanto en conferencias políticas, científicas como literarias[2]. Otro rotativo madrileño, El Estado, se hizo eco de la conferencia del día 15 de febrero de 1859 en donde Monroy defendió que, por su carácter romántico, el teatro y el Romancero españoles del período del reinado de Felipe V superaban en calidad al francés[3]. Aparte de los ya mencionados, junto a nuestro poeta intervinieron en aquella velada Francisco Martínez de la Rosa, Alfredo Adolfo Camus, Vergara, y Marichalar. No sería esta la última vez que acudiría este mismo año a las tribunas de dicho Ateneo científico, literario y artístico, en esta ocasión para hablar sobre la “Influencia de la prensa periódica y de la elocuencia parlamentaria en la Lengua y Literatura castellanas”. En ella coincidió con Vergara, Morón, Alzugaray Bona, Alcalá Galiano, Carrascón.

    Ante los continuos achaques de la implacable enfermedad la familia de Monroy decide que el aire y la tranquilidad de la casa de campo que poseen en La Palma calmará ese ártico espíritu juvenil[4]. Pero nada más lejos de la realidad pues poco después, el 22 de septiembre de 1861, fallece en la tierra que le vio nacer. Aunque joven, su amigo Emilio Castelar reconoció en Monroy la labor vital cumplida en un comentario que el conocido orador publicó en La Discusión una semana más tarde del fatal desenlace: «Ha sentido, ha amado, ha cantado y ha muerto».

    El día de su entierro un clamor popular acompañaba a una multitud de familiares, amigos y autoridades que quiso rendir honores a su insigne poeta. El féretro fue conducido a hombros por seis labradores desde su domicilio familiar en dirección a la Iglesia de Santa María de Gracia. Antes de darle sepultura en el nicho número 841:

 

el ataúd fue abierto en medio de los sollozos de la multitud que rodeaba aquel cuerpo inerte… Descubiertos todos los concurrentes ante el imponente espectáculo, el silencio fue interrumpido por un padre Nuestro reverentemente rezado por uno de sus más allegados amigos, y contestado por toda la concurrencia[5]

 

    Al cerrarse el cementerio parroquial, situado en la Diputación de Santa Lucía, se exhumaron sus restos para luego ser trasladados al de Nuestra Señora de los Remedios. Un 29 de octubre de 1876 el cuerpo de Monroy reposaba definitivamente en el panteón propiedad de don José María Piseti. El día 16 de abril del año siguiente un obelisco de carácter griego, obra del escultor cartagenero Francisco Requena, venía a coronar al infortunado poeta.

    De la popularidad de Martínez Monroy habla a las claras el hecho de que su fallecimiento fuera recogido por numerosos elementos de la prensa madrileña y murciana: El Diario Español, Las Novedades, La Iberia, El Día, La Gaceta Economista, El Panorama Universal, La Discusión, la Revista Económico-Política, El Peninsular, La Paz de Murcia. Además, lo propio hicieron periódicos locales y de otros muchos lugares de España, que dedicaron artículos a la sentida pérdida en el terreno de las Letras.

    A los tres años de su fallecimiento, un grupo de amigos consiguen por suscripción popular costear la primera edición de su obra; un volumen ordenado aleatoriamente y en edición muy cuidada que contó con unas sentidas palabras preliminares de Emilio Castelar y un comentario de Eugenio de Hartzenbusch, a la postre el primer comentarista de su obra.


 

   MONROY, ¿POETA DE SU TIEMPO?

 

    José Martínez Monroy vino al mundo de las letras de manera prematura como de él se marchó sin haber gozado siquiera las mieles de la madurez. Todo fue una luz truncada. El inicio de su formación literaria la encontró a temprana edad, así como pronto se definió su temperamento. De espíritu inquieto, se dio a conocer al público con una variedad de inquietudes sociales que rara vez se encuentra en un solo hombre.

    La obra poética de José Martínez Monroy muestra a las claras diversas tendencias literarias y cauces expresivos. En él vemos representadas pautas del sentir de un período que queda como espejo mágico frente a las constantes e inhóspitas mudanzas del gusto literario. Tenemos al hombre que cree en la palabra como arma social (veta esta que se nos revelará de forma especialmente relevante en su obra), al tiempo que cristaliza un espíritu de avance que agudiza su crítica sagaz como al mismo tiempo demuestra su perplejidad ante el avance técnico de la ciencia.

    Aun desarrollando el cartagenero su labor literaria en plena efervescencia del Romanticismo –y siendo este la referencia básica–, si bien Martínez Monroy goza de un espacio histórico muy preciso no lo parece tanto su espacio poético. Este parecer mantiene José María de Cossío cuando puntualiza que el cartagenero pasa como sobre ascuas por el Romanticismo y, en cambio, sus aptitudes guardan más parentescos con Manuel J. Quintana y Nicasio Álvarez Cienfuegos[6] al que nosotros unimos el nombre de Juan Meléndez Valdés. Por tanto, también debe advertirse concomitancias con otros muchos poetas que no suelen aparecer precisamente como epígonos del Romanticismo.

    A nuestro modo de ver, a pesar de su liberalismo en actitud vital y sus innegables vinculaciones con este movimiento José Martínez Monroy también encuentra estímulos en el Neoclasicismo como así lo legimitan los poemas que versan sobre la amistad, el progreso humano, la conciencia de la fraternidad universal, la utilidad moral de la poesía, la exaltación del Arte o el más anacreóntico de todos, “El capitán”, por la exaltación que en él se hace de los placeres del vino, el amor y la amistad. Recordemos, además, que durante el ciclo vital de nuestro poeta todavía mantienen su actualidad los preceptos que Ignacio de Luzán defendía en su Poética, como es la unión del buen gusto (razón) con genio y la máxima de que no hay arte sin preceptos.

    Tanto la actividad creativa de Martínez Monroy como la concepción poética que le da forma tienen al Romanticismo como principal baluarte. Y con ello ya estamos inevitablemente recordando conceptos que planean por propia inercia y que, tampoco son excepción en la obra del cartagenero. La peculiar sensibilidad hacia la Naturaleza, el dolor casi cósmico, el poeta como genio sensitivo, el alma lánguida, el arrebato lírico, cierto fatalismo en este caso vital, atracción no tanto por realidades tangibles como metafísicas, nostalgia patriótica de hazañas pretéritas, ensoñación nocturna… se encuentran a lo largo y ancho de la obra de José Martínez Monroy. En contrapartida, en la mayoría de las ocasiones en su poesía late una palpitación más consciente que instintiva; o lo que es lo mismo, su aplicación sobre el artificio sobresale por encima de la inspiración.

    Ante los géneros tan en boga entre los compañeros de generación de Monroy como son las baladas, las fábulas, los apólogos y pequeños poemas al modo de los de Ramón de Campoamor José Martínez Monroy se decanta por otros moldes. Digamos que el poeta cartagenero se acoge al canon del Romanticismo pero en su transmisión no siempre hace lo mismo con el lenguaje y recursos retóricos habituales entre los poetas románticos, sino también con aquellos más apegados a los neoclásicos. Por tanto, igual de relevante resulta la forma como el contenido, aunque sí es cierto que al entendimiento de este sólo se llega con la asimilación de la primera.

    En este sentido, como bien señala Francisco Henares Díaz para los temas universales Monroy se adapta al verso de arte mayor, mientras que para temáticas más íntimas y hogareñas le resulta más adecuado el arte menor[7].

    Monroy se acerca a la poesía neoclásica cuando, por ser fiel a las reglas preceptivas del verso, limita su capacidad de expresión y la férrea envoltura apenas deja resquicio para el desarrollo del sentimiento propio. Bien se echa en falta una mayor variedad en el tono expresivo por cuanto, en muchas ocasiones, el poeta recurre –quizá por instinto natural– a una topicidad irremediable tanto en las estructuras sintácticas como en las imágenes poéticas. Se deja ver cómo los estrechos márgenes que imponen las formas estróficas suponen un escollo que deriva en un excesivo cuidado en la forma.

    En las composiciones donde el patriotismo y la libertad se alzan en primer plano las concomitancias sobre todo con Manuel José Quintana resultan inevitables. Cuando lo es la reiteración del campo semántico del sepulcro se descubren las similitudes con el tétrico ambiente prerromántico de Nicasio Álvarez de Cienfuegos (véase “Escuela del sepulcro” y “A un amigo en la muerte de su hermano”), o el José Cadalso de Noches lúgubres.

    A estas observaciones hay que añadir la que en 1861 Bernardo López García hizo notar sobre la obra poética de Monroy que apuntaba hacia la imitación de la brillantez de Víctor Hugo, la admiración que el cartagenero sentía hacia Fernando de Herrera y el modelo que para la versificación, las formas y la armonía métrica le proporcionaba Manuel José Quintana[8].

    Los escritores neoclásicos volvían la vista a Aristóteles y Horacio, aunque ni mucho menos desterraron los usos que los autores de nuestro Siglo de Oro aplicaron sobre la materia literaria. Estos escritores neoclásicos admitían de buen agrado el uso de latinismos pues más que por una comprensión clara se dejaban llevar por un tono solemne, grata a los oídos. Aun en contra de la pretensión de la Academia de “ahuyentar” el léxico de nuevo cuño autores como Jovellanos, Manuel José Quintana o el mismo Meléndez Valdés no dudaban en acudir al ingente manantial de voces nuevas permitiéndose al tiempo la libertad de abrillantar sus obras con arcaísmos. El límite que perseguía borrar la Academia entre el lenguaje diario y el lisonjero de los textos poéticos seguía en tela de juicio. Y en este sentido José Martínez Monroy tampoco significó ninguna excepción pues aunque en su obra se da una abrumadora presencia de cultismos, sí que se deja ver algún que otro arcaísmo. Además, si durante el siglo XVIII el torrente de galicismos –cada vez más estimados– que se asentaron en nuestra literatura fue enorme, de ahí la reacción purista de muchos hombres ilustrados, en la poesía de Monroy hallamos gran número de ellos. De hecho diremos más; en un estudio cuantitativo del léxico utilizado por el cartagenero después de cultismos y palabras patrimoniales le siguen –por este orden– la asimilación de galicismos, arabismos y en número muy parecido italianismos, helenismos y germanismos. Ello demuestra el talante abierto y liberal del poeta cartagenero. Si un siglo antes los Neoclásicos sienten atracción por lo francés, lo italiano y lo inglés no ocurre así en el caso de Monroy.

    Es este un aspecto que hace que nos planteamos hasta qué punto conviene hablar de Monroy como poeta exclusivamente del Romanticismo. Quizás la respuesta esté justo en el punto intermedio, a mitad entre este y el Neoclasicismo. Recordemos que rasgos que se han considerado peculiares y casi patrimonio de aquél aparecen ya en el último tercio del siglo XVIII y que tienen que ver con el desbordamiento de la afectividad. Así, si en Monroy aparecen de manera repititiva términos como pavor, devaneo, lúgubre, fantasma, delirio, espanto, pasión, delirio…, también lo hacen en exaltación a la libertad.

 

  

    LA OBRA DE MONROY


    Los contados estudios que se han asomado a la obra de José Martínez Monroy han discrepado en la línea óptica que han aplicado desde la propia adscripción del poeta cartagenero al Romanticismo hasta la clasificación temática de su producción lírica. Esther García en su tesis doctoral es más taxativa y llega a contabilizar nueve aspectos temáticos desde los cuales comenta la obra de Monroy. Por su parte, María Josefa Díez de Revenga en la edición que realizó en 1992 se sirve de la forma de algunas composiciones para en ellas hablar de “Poemas fragmento”, para continuar luego con una clasificación que tampoco nos parece inexacta. En cualquier caso, nosotros recurrimos a la nuestra particular de manera que pasamos a desglosar cada uno de ellos aun siendo conscientes de que algunos bloques temáticos inevitablemente resultan poco definidos en su encasillamiento.

 

    El genio romántico


    La composición titulada “El Genio” gozó de la admiración de Emilio Castelar y de Eugenio de Hartzenbusch. Este poema emblemático por el fondo y el tono profético sintetiza a la perfección la concepción tan extendida en el Romanticismo del origen celestial de la poesía y el don divino encarnado en el poeta. A esta idea hay que sumar otra de no menor rango: la imposibilidad de que otro ser distinto a este Adán pueda plasmar una huella más duradera sobre la superficie del mundo. Ni los héroes de campañas gloriosas ni los pueblos que dictan sus leyes ni grandes emperadores; ni siquiera los más eminentes científicos gozan de este estigma.

    No obstante, en nuestra opinión, lo verdaderamente importante es que el poeta llega a tener idea de lo absoluto, de lo infinito y consecuentemente de Dios a través y gracias a la experiencia estética[9]. La poesía resulta, por tanto, algo innato tan primigenio como el mundo.

    A lo largo de esta leve trama narrativa se perciben tres momentos fundamentales: primero el poeta desde la altura –partícipe de lo inteligible como de lo sensible– pone orden en un mundo insondable para los sentidos. Luego, sin desprenderse de la aureola poética, baja a la tierra y contempla las pasiones y los vicios para luego concluir, por fin, en que las edades del hombre ante él se rendirán.

    Desde una visión artesanal del Universo –Dios, Autor Universal– el poema alberga la idea circular de la historia de la humanidad donde todo intento de creación va condenado al declive. Frente a la caducidad y ruina perennes de reyes y templos, de pueblos y leyes, de héroes y artistas, el poeta y su genio se revelan como un Dios imperecedero. En el fondo parece decirnos Monroy que la exaltación de la virtud innata concedida al poeta está por encima incluso de las pasiones del hombre.

    Hemos de señalar también cómo el nuevo concepto romántico de genio trasciende al de artista y se sitúa a la misma altura del Creador. El poeta siente su signo de distinción y su libertad. ¿De qué otro modo si no podría reconocerse con el estigma de los elegidos, de ese «elemento divino en el hombre» como diría Schelling? En el centro mismo de la creencia de que tiene la posesión de lo absoluto el poeta contempla toda la historia de la Humanidad e indaga en universos inaprehensibles. En el tratamiento de esta perspectiva del genio resulta sumamente interesante comprender lo cerca que está este poema de “El genio” y “El poeta” que forman parte de Ráfagas poéticas del poeta prerromántico gaditano Arístides Pougilioni.

    El prestar atención a la manera que tiene Monroy de ordenar y distribuir las palabras en el poema nos ayuda a contemplar a contraluz un hecho significativo: la hipotética delantera que como poeta romántico toma la intuición sobre la razón en tanto en cuanto la poesía radica en la asimilación de una inquietud espiritual y de una actividad estética. Obviamente este rasgo no se puede llevar a los extremos. Aunque le hemos dedicado un espacio más amplio anotemos de paso la gran amalgama de recursos estilísticos que se dan cita. Abundan ejemplos de quiasmo y estructuras paralelísticas, ritmo interior, epítetos y aliteraciones, cuando no la colocación polarizada de adjetivos o de vocales abiertas, además del único caso de sinestesia («dulce lira») y de paronomasia («a los pesados siglos que pasaban»).

    En estrecha relación con “El Genio” se encuentra la oda incompleta titulada “El Arte”. Hay un cambio de perspectiva aunque en esta ocasión lo que se dice y el modo de decir aparecen inseparablemente unidos. Desde el principio del mundo el Arte ha guiado al hombre. A nuestro modo de ver, y por encima de rasgos meramente estilísticos, el poema tiene la particularidad de ser el Arte mismo el que habla a los artífices. Se vale de su perennidad para insistir en su inmortalidad frente a la caducidad de todo lo humano. De la mano de esta se abre paso otra idea: la total imposibilidad de llegar a expresar la belleza y el amor divinos, sobre todo frente al escollo invencible que ningún humano puede sortear: su finitud. Así le pareció también a Juan Sánchez Perelló: «Toda la poesía de D. José Martínez Monroy, lleva la expresión de los sentimientos de su alma romántica, enamorada de todo lo bello. Y su lírica logra alcanzar el misterio de la emoción inefable»[10].

 

    La Historia


    Para el poema “Toledo” Monroy ha seguido el esquema del romance, escasamente utilizado desde la época de Góngora y revitalizado un siglo después por Juan Meléndez Valdés. Frente a la decadencia imperial del siglo XVIII, a la que Monroy aludirá en bastantes ocasiones, el cartagenero vuelve la mirada a la época de la Reconquista; momento que considera crisol de la raza ibera. A pesar de las referencias sobre la expulsión morisca, a Monroy le atrae de Toledo el ambiente cultural que vivió a lo largo del siglo XIII. El incomparable relieve lo adquiere la ciudad castellana en una instantánea estática en la que tiene especial resonancia, por encima incluso de res gestae, sirviendo de contrapunto las referencias topográficas que levemente planean en el poema. Igualmente, hace alusión a la consecuencia cultural que trajo consigo esta tolerancia: iglesias, sinagogas y mezquitas construidas durante ese periodo. En la escenografía no podía faltar el Tajo que impertérrito asiste –como testigo también milenario– a todos los avatares ocurridos en suelo toledano en una nostalgia que bien recuerdan a José Zorrilla, Adolfo Bécquer o al poema de Manuel José Quintana titulado “A Juan de Padilla”.

    A lo largo de su obra no le abandonará a Monroy la conciencia histórica. Con todo, la Historia como nostalgia de tiempos mejores no llega a ser para el cartagenero meramente contemplativa porque este supone que el poeta indagará hasta encontrar en sus reliquias temas de inspiración para su obra. De la historia centenaria de esta imperial vieja cortesana Monroy se siente atraído precisamente por su ancestral paisaje y laberínticas calles sobre las que desea seguir todavía indagando en sus raíces. Aunque hay una referencia velada a la decadencia imperial Monroy se centra en el nacionalismo desde la Historia; aspecto este que se verá más claramente matizado en los poemas patrióticos. La perspectiva de nuestro poeta hacia el nacionalismo siempre va a tener esta orientación. No le interesan tanto la lengua, las costumbres, el folclore por cuanto singularizan homogéneas señas de identidad de un pueblo sino, sobre todo, la Historia, parámetro que para él define mejor que cualquier otro la esencia de una nación.

 

    La Naturaleza


    Como no podía ser de otro modo una amplia representación tiene la Naturaleza en la poesía de José Martínez Monroy. Uno de los ejemplos lo constituye “Las dos purezas”, poema dialogado entre la azucena y una flor sensitiva que sirve para mostrarnos el poder de Dios sobre cualquier criatura. Además de significados estables de fertilidad y símbolo de la resurrección de Jesucristo la elección de Monroy por la azucena no ha sido casual pues viene también asociada a la presencia de María, Mujer por excelencia y, por extensión, persona dotada de pureza. Entre lo narrativo de la trama y lo lírico del tono, esta balada podría atender a otra interpretación basada en la consideración de las dispares experiencias de ambas flores con respecto a su contacto con el mundo. Mientras la azucena –identificada por su innata pureza con el poeta– se mantiene incólume ante las adversidades externas, el resto de flores aun mostrándose sensibles a las circunstancias sí sufren menoscabo en su radiante belleza. Y, es más, el mismo Dios, autor artístico del mundo, siente especial inclinación por la primera de ellas.

    Al utilizar Monroy el estilo directo le conduce a un recurso estilístico que por su significativa presencia lo comentaremos más adelante: la personificación. En esta ocasión el motivo del objeto animado se centra en una flor; elemento que entra a formar parte en el elenco simbólico del poeta.

    Otras veces la Naturaleza sirve como espejo ante el mal de amor tal y como sucede en “A Dolores”. Lejos el poeta de su tierra natal no siente consuelo ni en el recuerdo de tiempos más favorables. En esta llamada de la tierra nativa ante el contraste de la capital, la nocturnidad se presenta como el momento en que tales pesares más se acentúan atado como está el sujeto poético a la pena que le embarga. Busca consuelo en la Virgen de Los Dolores, Patrona de Cartagena y más que otro aspecto le preocupa ser acogido en su seno. De no cumplirse así, hiperbólicamente el poeta se resigna al destino inevitable de la muerte. Obsérvese la feminidad con que trata la figura de la Virgen a la que llama hermosa doncella, términos estos que luego desarrolla: «La que por doncella encanta, / y por hermosa presume». Esta vez la voz más religiosa se muestra más fuerte incluso que el consuelo de la propia Naturaleza.

    Como muchos de sus contemporáneos, Monroy aboga por asociaciones de tópicos poéticos generalizados: la esperanza con la claridad y el pesar con la negrura, así como una Naturaleza que si bien se presenta perfectamente dinamizada con las variaciones sentimentales del poeta dista mucho de la originalidad. El dolor tiene su correspondencia en negras nubes, triste fulgor, vientos que rugen, nubarrones oscuros

    Nos topamos, además, con un campo semántico de fuerte raigambre romántica como es el de la muerte (tumba, sepulte, muerte, luto) que, por otra parte, tiene mucho de poetas como Álvarez de Cienfuegos. Frente a este matiz funerario, en cambio, su viva fe religiosa hemos de hallarla una y otra vez reflejada a lo largo de su obra.

    Basada en la creación del universo del Génesis “El cielo” pasa por ser una de las escasas composiciones en las que sólo esporádicamente aparece el yo poético. De extraordinaria similitud con “La creación. Himno al supremo ser” del Padre Juan Arolas Monroy adopta la posición de un narrador externo que cuenta la peculiar formación del cielo. Llama la atención su carácter narrativo si exceptuamos las dos primeras estrofas en las que como interlocutores aparecen Dios y el Mundo mientras que los ángeles actúan como ejecutores del primero.

    Por encima de otros matices textuales, en esta cosmogonía sobresale el contraste de color: amarillo, rojo, nácar, blanco y azul conforman el paisaje celestial para trabajo de los ángeles que, siervos de Dios, ponen a disposición de los deseos divinos sus cabellos y sus ojos; éstos para el azul del cielo, sus alas para el blanco de las nubes y (la imagen más original entre todas) las estrellas como producto de sus huellas.

    En este contexto sobrevuela la serie de correspondencias muy previsibles cuando se nos deja entrever que la alfombra equivale al suelo y el techo al cielo; binomio este que, como sucede también en Meléndez Valdés, nos recuerda a la poesía de Fray Luis de León.

    “De la noche al díaenmarca tres momentos: el declive de la tarde, la noche y la mañana. La primera y tercera composición vienen desarrolladas bajo el esquema del romance y la segunda en redondillas. El primero, descriptivo y colorista, sorprende por su estampa de acusada plasticidad. En el instante preciso de transición del crepúsculo hacia la noche todo parece estar en pleno remanso; nada altera la cautiva serenidad del mundo.

En el segundo momento tenemos a la noche ocupando su lugar legítimo hasta que para alivio del poeta llega la mañana. Mucho más juego arquitectónico presenta el tercero pues si bien no reviste gran interés temático sí que lo tiene por el movimiento de los diez primeros versos; preguntas retóricas en las que las aves, las flores, los árboles y los ecos presentan sus mejores galas y más elocuentes júbilos como reflejo del esplendor de Dios en todo lo creado.

    En la seguidilla titulada “Nubes” se puede notar cómo el sentimiento de deseo le llega a Monroy a través de lo que percibe por la mirada. Deseo que por inalcanzable culminación hace que al poeta le baste como estímulo su mera contemplación. En esta ocasión, el autor siente atracción por el rosa, el azul y el blanco que tiene su correspondencia explícita en el pecho, los ojos y el seno respectivamente.

    Para José María de Cossío el lado más puramente romántico de Monroy se encuentra en el poema “Inspiración”[11]. La composición presenta una arquitectura muy definida. Desarrollada en estrofas sáficas la estructura de cada una de ellas se sostiene en cuatro versos que constituyen preguntas retóricas mientras que en los otros cuatro se exponen las respuestas a aquéllas. En ningún momento pierde el autor la referencia de un interlocutor anónimo y colectivo. La presencia de Dios toma su representación cósmica en elementos (esta vez tierra, campo, sol, noche y tormenta) sobre los que Monroy levanta el canto y honra que la Naturaleza ofrece a su artífice como espejo de su perfección.

    Pero, en cambio, este escenario también queda supeditado a los designios de Dios como se comprueba en “El eclipse de sol”. Aun siendo gigante y rodear con su luminosidad todo el orbe el astro solar está maniatado a leyes que lo rigen. El hombre y, sobre todo Dios, están por encima de la Naturaleza. Esta idea contrasta con la magnificencia del Sol que bien se encarga Monroy de destacar. Vuelve a dejar al descubierto Monroy el principio fundamental con el que a menudo juega y que da sentido a la belleza de la Naturaleza: la presencia de Dios que colocando su mano sobre el sol, como un coloso, oscurece el mundo. En cambio, sobre esta matriz gira el deseo imposible de poder regenerar el mundo para así, desde la enseñanza de los errores pasados, vencer la tiranía humana. Implícitamente el poeta encauza con unos pocos versos la esperanza perdida de, esta vez, la inútil lección de la Historia.

    Narración y descripción se entrelazan en “La última estrella. A Ángela” en un nuevo momento de transición entre la noche y la mañana, tan del gusto del poeta cartagenero. El sujeto poético siente un intenso desvarío ante la soledad que padece del mundo de no ser porque una luz tenue de una lejana estrella le mantiene al acecho. Un extenso circunloquio más narrativo cede paso a una enseñanza moral en la que el autor se dirige a Ángela para hacerle ver el consuelo que Dios tiene para cada desdichado. Desde su dimensión angélica y gracias a la fantasía el poeta se siente como único representante de la humanidad. Frente a este hecho el desasosiego cunde en el ánimo del sujeto que ve el cielo como una inmensa losa a punto de desplomarse.

    En definitiva, José Martínez Monroy deja constancia del viaje del alma por distintas regiones, de la material a la instintiva. Por su adscripción al Romanticismo, el poeta recurre a la imaginación para captar y luego expresar lo que instintivamente palpita en su conciencia. De nuevo la extrema ambigüedad de Monroy apenas permite concretar si es la Poesía o la misma ilusión el arma arrojadiza que le pone a salvo de la miseria moral del mundo. Puede percibirse, una vez más, el ánimo atormentado y extremadamente sensible del poeta.

    Esta simbiosis de angustia existencial con la noche, la frecuente recurrencia a la oscuridad como aflicción y a la aurora como fusión de luz y libertad, las referencias necrológicas y alusiones poco menos que proféticas en la poesía de Monroy, con una deliberada unión de ambos planos, pone de relieve la reconciliación de contrarios, el mundanal y el espiritual. Como artífice de la Naturaleza la figura de Dios se muestra mediante una interrelación de distintas disciplinas artísticas: por un lado la pintura («pintando con suavísimos fulgores») y de otro la escultura (quizás la más plástica de las artes: «y el azul esculpido…»).

    Posiblemente uno de los poemas más conseguidos de Monroy por lo que le une a la esencia de su tiempo sea su “Canto del águila”. Bien sabemos que esta composición guarda una relación más estrecha con el concepto de libertad que con el de Naturaleza. Optamos por esta por cuanto Monroy hace del águila el emblema del poeta, al cual considera como principal valor del hombre la libertad por encima de cualquier arraigo sobre el utilitarismo social. La visión que Monroy tiene de la naturaleza humana se contrapone al ansia de constante insatisfacción que otorga el poder. Al acoso de las leyes opresoras el poeta pregona la esclavitud del hombre frente a la libertad del artista, bien único del hombre. Desde su posición entre los conceptos de esencia y existencia lo que hace singular este poema es, sin duda, la revelación de la experiencia espiritual que a Monroy le aporta la poesía y, por añadidura, el sentimiento de considerarse distinto a los demás mortales.

    Ideales opuestos, por tanto, los del hombre pragmático que ve en la utilidad la necesidad y el poeta que habita las alturas y que se muestra claramente remiso a soportar cadenas, lazos ni tiranías. De este choque resulta el marcado individualismo que, en este como en otros muchos poemas, pone en liza Martínez Monroy.

    Más en consonancia con emulaciones conscientes que en frutos espontáneos logrados de su propia inspiración, “La primavera” se aproxima al tono y armonía de la antigüedad clásica en donde en algún lance el tópico del locus amoenus recuerda “La canción de la vida solitaria” de Fray Luis de León. Se advierte una originalidad expresiva en cuanto se desmarca del tono que predomina en el resto de los poemas. Si bien hay descripción estática esta viene compensada con un entorno dinámico y agreste tamizado con un acusado sensorialismo y destacadas personificaciones de la Naturaleza. Acaso sean los poemas en donde esta aparece en primer plano los que mejor expliquen al Monroy romántico.

    De nuevo en “Ecos en la noche” el cartagenero adopta una perspectiva cenital. Merced a su naturaleza alada y gracias a esas excelsas vistas el poeta tiene experiencia de lo infinito. Sólo entonces parece entender la magnificencia del mundo. Tal y como sucede en el poema “Toledo” ya comentado Monroy reconoce en la poesía un medio para desentrañar los vestigios de la Historia. Aun dotado de imaginación suprema y sensibilidad delicada el poeta siente incierta su alma ante el deseo de inmortalizar su nombre. Una vez más, desde una percepción espiritualista y transcendentalista del mundo Monroy se sirve de la poesía como revelación del universo. Y el poeta, como elegido de Dios, tiene ocasión de desvelar su esencia, gozar de lo creado aunque no ver el rostro del Creador. El poeta cartagenero incide de nuevo en la idea de aspirar a la naturaleza inmutable cuyo modelo a imitar es Dios. Sólo a través de la Poesía puede igualarle en tal posibilidad. De esta idea se desprenden dos consecuencias fundamentales: la primera, el deseo metafísico romántico de trascendencia y, la segunda, la conciencia del peso y la especial relevancia del Arte en la existencia. 

 

    Poemas de circunstancias


    Nuestro agrupamiento de la obra de Monroy atiende también a aquellos poemas surgidos con ocasión de un hecho puntual como ocurre en el dedicado a “A Don Emilio Castelar, en la muerte de su madre”. La elegía comienza con un vocativo que ubica de inmediato al receptor de la composición quien, por cierto, es interpelado a poner en acción todos los sentidos (oye, mira, detén, ven, ve): su entrañable amigo Emilio Castelar ante el fallecimiento de su madre. Bien supo ver Hartzenbusch el contraste entre el tono tétrico y tenebroso del principio para después volverse tierno y finalizar consolador y dulce[12].

    Después de oír el viento y mirar las nubes, el poeta sugiere a Castelar que deje de lamentarse porque en él puede reconocer a un amigo. Así pues, la amistad se nos manifiesta como consuelo a las penas. A continuación, anima a su amigo a que contemple la terrible belleza de la Naturaleza que, lastimera, confraterniza con el dolor ajeno. Escrita en silva, métrica de las más preferidas por Monroy, el tema de la amistad estará muy latente entre los poetas románticos así como en sus antecesores los neoclásicos.

    Francisco Henares Díaz ha reconocido en esta composición un diluido filosofismo que alcanza su más intenso grado sobre todo en las reflexiones sobre la muerte[13]. Una de las ideas más interesantes que Monroy apuntala gira en torno al concepto de la belleza del dolor, más propia de la poesía decadentista de finales del siglo XIX. Más le preocupa el amigo que la experiencia igualatoria para los hombres llegue a resultar una ventura. Ante la indiferencia del mundo por la pérdida personal Monroy encuentra paradójicamente en el dolor un resuello de belleza, más real la muerte que el gozo que en vida sueñan los hombres («contempla ahora / la terrible belleza», «placer grande y profundo», «horrorosa belleza»). He aquí un planteamiento estoico. Como José Cadalso, Meléndez Valdés y Manuel J. Quintana entre otros, Monroy adopta de Jean-Jacques Rousseau el concepto de amistad casi como virtud superior a la del amor.

    No podía ser otro momento del día sino la noche con todas sus connotaciones el elegido para su clamor hacia el amigo, en el que Dios –si antes resultaba genio y creador-artista– se muestra ahora como fantasma fatal.

    Si en otras ocasiones la Naturaleza resultaba incapaz de consolar al poeta, ahora su contemplación servirá de claro lenitivo ante la pena. El viento, las nubes, la mar muestran su lado más oscuro y arrebatador; todo parece tener gravedad plomiza. Sobre cualquier otra referencia los elementos acuáticos marcan la sintonía de sentimientos: tormenta, torrente, mar. Esta vez sí se activa el recuerdo para consolar la pena y, para ello, Monroy utiliza el tópico clásico del tempus fugit aunque reconoce que más que el recuerdo el único lazo que une al hijo con su madre son sus propias lágrimas.

    El poeta se permite un último consejo como es el de escuchar la voz de la madre. Continúa aquí Monroy con imágenes repetitivas relacionadas con la muerte que nos trae a la memoria ciertas composiciones y técnicas de Álvarez de Cienfuegos: tumba, muerte, llora, pena, dolor, huesa, yerto, amargura, sepulcro, cadáver, yace, fatal, losa, sepultura, postrera, esqueleto, restos, cirios, corona, piedra, epitafio, sudario, aflicción, mármoles que sobrepasan lo funerario y se aproximan casi a lo necrofílico.

    Otro de los poemas que recurre a la experiencia reciente, el que lleva por título “En el día de tu santo”, incide en el tempus fugit; idea que pivota sobre otra tan manida en el Romanticismo como la vida como un manantial de dolor. A Monroy le sirve de pretexto la onomástica de una joven, Matilde, para remarcar la idea de las enseñanzas que del pasado podemos extraer para mejorar el futuro. De cualquier reflexión filosófica prescinde, en cambio, en “Isidoro Máiquez”. Sin atender a los peligros del desenfreno verbal y lejos de cualquier atisbo de confesionalismo Monroy se explaya en subrayar las virtudes artísticas del actor que se nos presenta poco menos que como un héroe.

    Como es previsible la celebración del cumpleaños del sujeto poético le conduce a Monroy a reflexionar una vez más sobre el paso inexorable del tiempo. Sobre tópicos como el ubi sunt? y recursos como la antítesis, Monroy escribe “Mi cumpleaños. A Elvira”.

    Desde luego uno de los poemas que más pudiera llamar la atención lleva por título “El telégrafo eléctrico” en donde por encima incluso del invento de 1837 Monroy quiere insistir en el espanto ante los progresos técnicos de la ciencia. En el siglo XIX, la era de la revolución industrial, los poetas se sienten atraídos por los instrumentos que tienden a facilitar la vida cotidiana. Así, entre los inventos tecnológicos hay quien no se priva de cantar a la máquina de vapor. Pero Monroy, lejos de clichés clásicos y reacio también a acercarse a poemas descriptivos con un fin didáctico, sólo deja al futuro el poema inacabado “El telégrafo eléctrico”. Esta distancia viene justificada por el sentir de Monroy y de muchos de sus contemporáneos de que la belleza que inspira y atrae la Poesía queda muy al margen del complejo poder de la ciencia. El Genio le es insuflado por derecho divino: «Los hombres de este siglo, los que vieron / del Eterno la esencia, / bordando los confines de la ciencia, / que anhelantes buscaron, / y que al fin en sí mismos descubrieron» dirá Monroy en una ocasión. Su reflexión apuntará más claramente hacia el imparable avance tecnológico a cuya evolución asiste atónito. De las tinieblas de lo desconocido que atrae al romántico al peso grave que impone la ciencia hay mucha distancia; tan radical como la que media entre el instinto y la razón.

 

    Monroy, poeta comprometido


    También lo patriótico ocupa una parte muy destacada en la obra de José Martínez Monroy. Instigador y enérgico el discurso de este emerge a la vez casi como una voz provocativa y profundamente crítica. Prácticamente todos estos poemas tendrán en común una declarada preocupación que nunca se apartaría de él: el problema de la libertad política e individual. En ocasiones, este ideal parece atender más a un interés divulgativo y propagandístico, mostrando en todo momento una extrema ampulosidad. Esta actitud da pie a que se nos presente el poeta en su aspecto más cercano a la acción que a la mera contemplación.

    El camino de intereses enfrentados entre Oriente y Occidente se aborda en varias composiciones, las cuales pese a tener siempre como foco principal la reivindicación por la libertad nosotros optamos por tratarlos como poemas patrióticos. En “¡A Siria! Canto del griego” no tarda mucho José Martínez Monroy en tomar partido una vez que incita a que los pueblos de Occidente levanten sus armas contra Oriente. Buscar la libertad y la razón práctica mediante la fuerza y el arrojo bélico. Se trata de un llamamiento común con un marcado tono declamatorio a todas las naciones, a Europa como continente, que vive del pasado glorioso e irremesiblemente sufre en el presente.

    En repetidas ocasiones, Monroy reivindicará la ancestral hegemonía europea y, en este poema, su lamento se transforma en un alegato crítico para que las nuevas generaciones vengan a restituir el poder ante sus invasores. Considera a Siria un pueblo gobernado por políticos que incumplen sus promesas de modo que la venganza se expone como medio para resolver asuntos de limpieza de sangre. A diferencia de otras piezas de tema parecido Monroy evita aquí transmitir el pesimismo reinante entre sus contemporáneos respecto a la situación europea.

    Si el hombre de la Ilustración se quedó con la presuposición de la libertad, por su parte, el romántico necesita su materialización. Otro aspecto que conviene precisar es que en este poema el mensaje del poeta va dirigido a la libertad comunitaria, no individual.

    Desde una tendencia declamatoria de la que Monroy apenas se aleja, los efectos estilísticos resultan particularmente llamativos. La inmediatez y urgencia en la puesta en marcha de la refriega la transmite Monroy mediante recursos tan propios del Romancero como la complexión («Avanza, caballo, avanza») con verbos de plena acción. En ningún momento pierde Monroy la perspectiva histórica, pues si como hemos apuntado confía en que sus hijos restituyan como lugar cristiano la Cruz de Santa Sofía, tampoco echa en olvido los templos que sus abuelos erigieron.

    El poeta se suma a esas batidas sangrientas en pos de la libertad. Otra cuestión que conviene actualizar es que frente al derrocamiento físico del hombre se alza la perennidad de sus acciones y de sus palabras («¿Acaso no habrá un poeta / que cante al mundo mi historia?»). He aquí uno de los sentidos más apreciados que sobre el poeta debemos extraer de “A Siria” en el que se respira un claro orientalismo.

    Si del poema anterior hemos dicho que constituye un alegato de Europa contra Oriente, “Cruzando el Mediterráneo” apunta hacia la paulatina decadencia de Italia.

    La composición contiene varios momentos climáticos. Parece gozar el alma del entorno propicio para su ascensión tanto por la majestuosidad del cielo como por la inmensidad azul del mar. Las metáforas cósmicas aparecen por doquier y los mares, la brisa, las nubes, las estrellas y la luna hallan perfecta sintonía con el hombre que las observa y goza.

    Nuevamente desde una perspectiva aérea el poeta contempla desde su privilegiado otero la grandiosidad de la noche y del mundo. El poeta ha ido surcando el Mediterráneo hasta divisar, por fin, Italia. Véase cómo retarda Monroy la aparición del principal protagonista, limitándose hasta entonces a un somero goce de la Naturaleza. Monroy concibe a Italia como apenas ceniza del fuego eterno que pareció ser; si antes gloria reconocida ahora lira marchita.

    Es este el único poema del cartagenero que se ajusta a la estructura del romance heroico que siguiera, por ejemplo, el duque de Rivas en El moro expósito.

    En los primeros cincuenta y dos versos de esta elegía patriótica su autor se afana en crear un clima de éxtasis gracias a la armonía de la Naturaleza. El alma henchida de ilusión y gracias a que la noche ha invadido cualquier contorno, el poeta siente el deseo de acercarse a realidades intangibles. Desde un tono cuidadosamente descriptivo el sujeto poético mira con displicencia y rabia a Italia, ya lejano vestigio de su gloria. El reclamo de Monroy obedece al deseo de libertad ya puesta de manifiesto con anterioridad y sobre el que volverá a insistir. Late otra vez una de las consignas más relevantes de la ideología burguesa del siglo XVIII: la noción de sujeto libre que, en esta ocasión, alude nuevamente a una comunidad política.

    En la oda que lleva por título “Italia” vaya por delante la estrecha relación temática y de tono con el poema “Cruzando el Mediterráneo”. Frente a otras composiciones en las que la nota predominante es la opaca esperanza de cambio, en “Italia” el poeta augura la vuelta a los mejores tiempos imperiales de España. Como hemos ido comprobando con frecuencia Monroy apela a un receptor humano cuando no a elementos humanizados. En esta ocasión, el poeta aguarda una reacción de Italia ante la incipiente corrupción de poder. A lo largo de la silva, mediante preguntas retóricas Monroy insta a todo un pueblo a rebelarse contra la tiranía y despotismo de los soberbios. Pero la novedad más interesante de anotar es que, además de estar alerta contra los invasores, Monroy pone sobre aviso sobre aquellas personas que enmascaradas se valen de falsos elogios para escalar en el poder. A esa otra fuerza velada se magnetiza incluso desde la propia geografía cuando Monroy escribe que el mar que rodea la península resulta una opresión en lugar de una salida hacia la libertad y el gozo. El cartagenero se detiene en una contradicción: si Dios hizo al hombre libre cómo es posible que los propios hombres impidan la libre expresión.

    En “Canto del proscrito” tenemos un tema muy trabajado por los poetas románticos. Sin duda alguna estamos ante una de las composiciones más emblemáticas del cartagenero. Este nos conduce ahora hacia otra de las claves de su actitud literaria como es la reivindicación social en contra del caciquismo. El poeta se cree a merced del implacable destino, su caminar se asemeja a un deambular por el mundo. Sólo con el pensamiento parece recuperar la calidez del hogar y de la patria pues su destierro permanente da lugar a que el recuerdo sirva de acicate para retener el perdido brillo del pasado.

    En todo momento en Monroy la patria tiene un significado menos universal por cuanto remite a su tierra natal. En el poema sobrevuela la idea del tiempo fugaz, de la juventud que frenética ha pasado por nuestra vida.

    Como el pirata de Espronceda, cuando el proscrito de Monroy se toma un respiro admira la inmensidad de la existencia y valora entonces la libertad y vida sencilla de las gentes humildes, a las que también les llega el dolor y la acción de quienes abusan del poder. De nuevo, la doble cara: la libertad y su reverso la tiranía. Podrán los déspotas hacer la vida más oscura e inestabilizar la calma pero nunca entrar en el alma. El tempus fugit y el beatus ille son algunos de los mecanismos que significativamente mayor carácter imprimen a la escritura que Monroy cultiva y proclama. En efecto, en este tránsito fugaz Martínez Monroy valora más la libertad aunque en vida austera y sencilla que la opresión que ejerce la opulencia. Él mismo reconoce que su pensamiento, su voz, su palabra en definitiva despertará conciencias, lo que deja entrever la función social que el poeta tiene o cree tener en este momento.

    Por su parte, el poema histórico “La victoria de Tetuán” tiene como referente el enfrentamiento armado que tuvo lugar entre el Ejército Español de África y el de Marruecos por la posesión de la plaza. La batalla fue parte de la guerra hispano-marroquí que se inició en 1859 y finalizó en 1860, un año antes de morir Monroy. De nuevo el tema de la venganza se muestra con claridad así como alguna alusión a la gloria pasajera de la España colonial, sobre todo la del imperio de Carlos V. Tampoco abandona aquí el retoricismo y la elocuencia anotados anteriormente.

    De manera esporádica, ya se trate de poemas patrióticos como de otra naturaleza temática, el concepto de patriotismo como defensa virtuosa de una comunidad política se coloca frente al concepto de amor a la patria (lo vemos en “A Dolores”) en cuanto de este último a Monroy le interesa sobre todo subrayar el íntimo sentimiento irrenunciable con respecto a su tierra natal.

    Sobre un fondo anacreóntico, aproximándose en ciertos momentos a la canción báquica, se estructura la leyenda inacabada “El capitán”. De entre todos los elementos anacreónticos el vino es el que más impulsos vitales desencadena. Unos soldados brindan por el licor, otros por el beso de la amada, los hay que por los valientes, otros en cambio por el placer carnal. Por su parte, el capitán don Fernando lo hace por amor y por honor antes de contar una historia intercalada que tiene como escenario el enfrentamiento entre moros y cristianos. En esta composición que mucho tiene del romancero novelesco, salen a la luz la equidad incluso en la guerra, o el tópico del cazador cazado. En estrecha relación con la tradición oral en la trama se establece un triángulo que tiene como protagonistas al capitán, a la mora de la que este queda prendido y al paje.

 

    La muerte, el amor y la amistad


    Si bien resulta patente que la muerte está en la mayoría de las ocasiones presente en la poesía de Monroy hemos incluido bajo este epígrafe un solo poema en el que este asunto se muestra como central. En una de las escasas composiciones en los que hace acto de aparición la poesía popular, “Los dos romeros”, Monroy traduce del catalán este romance que se vendía en pliegos sueltos[14] trasladando la figura de Montserrat a la de Nuestra Señora de la Fuensanta, Patrona de la ciudad de Murcia y su Huerta desde 1731. Además de la historia en sí, Monroy alude a aspectos artísticos como cuando resalta la perfección formal con la que está tallada la imagen de la Virgen, escultura de origen gótico retocada por el imaginero Roque López en el siglo XVIII.

    El amor adopta en la poesía de Monroy múltiples transfiguraciones. Amor entre hombre y mujer, amor hacia la patria, la amistad como una forma de amor, amor maternal, etc. y, en consecuencia, nos topamos con la serie de tópicos de la tradición literaria occidental: la ausencia, la esperanza, el desdén, los celos… La poesía de José Martínez Monroy sobre el amor (que no amorosa) se basa justamente en la observación de considerar a este como dolor. Principalmente este sentimiento es que el que continuamente estructura su obra. Pero otro rasgo que, a nuestro parecer, mejor define este conjunto de poemas radica en la multiplicidad; variedad que viene determinada por otro rasgo propio en nuestro poeta y sobre el que pocos han reparado: la perspectiva. Gracias a esta caracterización obtenemos la visión de la madre sobre el hijo ausente, el sufrimiento de este ante el alejamiento de su progenitora, el parecer del padre que asiste a la pérdida de la inocencia de su hija y la ilusión de esta ante su primer amor. Expuestos ya estos matices insistimos en que, en cualquiera de estos modelos, el motivo dominante o resultante apunta hacia el dolor; rasgo que mejor que otro define el concepto de amor en Monroy.

    En “Voy a partir” el cartagenero deja al descubierto su concepto de amistad muy cercano al de amor y ambas contorsiones las ve en la figura de Emilia. Para Monroy la amistad está por encima del amor, pues dañino por naturaleza a este solo le acechan dolores y penas. Imposible resulta conjugar amor y felicidad. En este binomio antitético tiene el amor todas las de perder. Monroy tiene muy presente los celos que sólo en el amor hacen su nido y traen consigo pesares. Por cuanto la amistad «es un placer que sin pasiones reposa» más hay que valorar la amistad femenina. Desde esta permanente contradicción, la visión que predomina del amor apunta hacia una fuerza todopoderososa de irresistible tormento. Y como no podía ser de otro modo Monroy se vale de una relación comparativa entre la amistad como estrella y el amor como sol para poner frente a frente una concepción muy parcial de la primera y algo desalentadora de la segunda. Si la amistad resulta un placer sin pasiones ni celos, dulce y bella y siempre cuando llora lo hace de alegría –y surge de una virtud–; el amor, en cambio, que tiene como origen una pasión constituye celos y dolor. El poeta antes de partir le declara su amor y amistad pero le pide reciprocidad.

    Más distendido y coloquial se manifiesta en “La inocencia”. En él una joven mantiene una conversación con su padre quien teme por la pérdida de su preciada inocencia por los requiebros de la hija ante un joven. Muy cercano al realismo filosófico-moral el poema sigue el esquema estrófico de la quintilla, tan utilizada en el Neoclasicismo. En el dialogismo encuentra Monroy el modo idóneo para exponer estos dos puntos de vista diametralmente contrarios: el amor como placer y como disipador de ilusiones, frente al candor y animosidad con las que la muchacha vive su incipiente experiencia amorosa; otra faceta distinta, pues, a la anteriormente anotada. Monroy luce aquí notables dotes de agilidad expresiva, gracia y frescura.

    Desde el autobiografismo y, esta vez, desde el amor más natural del hijo a una madre, en “A mi madre. Al partir” la separación del hijo de aquélla sirve de hilo conductor para que el sujeto poético, entre algunas hipérboles y contrastes deje entrever un dolor que le aflige por el alejamiento de su familia y de su tierra natal cuando Monroy marcha a Madrid para ingresar en la Universidad Central. Como ya lo expuso el pensador francés de la Ilustración Montesquieu y luego lo aplicó José Cadalso el clima influye en el temperamento de los hombres. A esta teoría se adhiere Emilio Castelar en el prólogo a las Poesías de Monroy, aunque –en nuestra opinión– apenas hay una clara influencia del medio natural. El paisaje y el color íntimo de la tierra levantina no habían calado aún en toda su intensidad en el ritmo lírico del poeta. Estamos ante uno de los escasos materiales autobiográficos que toman cuerpo literario en la obra de Martínez Monroy.

    El soneto “El beso” más bien parece responder a un ejercicio estilístico que a un pretendido logro de contenido. Lleno de aliteraciones y desde la alegoría del beso como una mariposa el amor unas veces es sonrisa, otras melancolía. En este como en pocos poemas de Monroy queda perceptible una delicada intensidad sensorial en el que si bien la imagen de la mariposa no trata exactamente la naturaleza huidiza de lo espiritual sí que guarda cierto parentesco como símbolo de lo ideal.

    Destaca sobre todo el perspectivismo con el que Monroy anima “Lo que dice mi madre” en cuanto que ahora la madre se lamenta en una pena sin consuelo. A lo largo y ancho de las redondillas la madre invoca a elementos de la Naturaleza para hacer partícipe al hijo de los sentires de ella. He aquí, igualmente, otra cara hasta ahora desconocida de la Naturaleza en Monroy por cuanto aparece como vehículo que mantiene interaccionados a dos seres separados. En pocos poemas como en este su autor deja vislumbrar rasgos tan sobresalientes de emotividad personal.

    Ya entre los poemas que componen la parte final de la recopilación sin duda alguna “De ayer a hoy” viene a ser de los más románticos; románticos por la melancolía que envuelve el poema en su conjunto, por la inclusión y alusión a la fantasía y a la imaginación, el sensorialismo, etc. El poeta recuerda unos poemas escritos a una bella muchacha en un álbum que le transportan a aquellos añorados tiempos pasados. Trata, pues, de un amor inocente, juvenil. Asistimos en este poema, breve y vagamente a la descripción física de la mujer según el patrón de hermosura corporal que vemos en nuestros poetas del Siglo de Oro. Parece constituir el retrato un mero punto de referencia, un dato plástico frente a los rasgos morales sobre los que sí se detiene Monroy; rasgos en los cuales, en definitiva, radica para el poeta la belleza.

    Si en este el amor es recuerdo apaciguado en [“El amor es un dolor…”] la plenitud que el ser siente con esta experiencia la padece luego con sus cenizas. En cambio, aunque fugaz la luz que reporta al alma merece ser vivida.

    Por último, en “Amor que mata” predominan elementos propios del Romancero. Esta vez Martínez Monroy ha jugado con correspondencias binarias: pudor-inocencia, placer-esperanza, flor-hermosura. Con gracia y figura se nos habla de un ruiseñor que es testigo de un amor frustrado, aunque al amante –ante la fugacidad del placer– le queda el consuelo de la literatura. La decepción del amor trae consigo una clara moraleja: pueden más las ilusorias esperanzas que la propia realidad. El retrato que se hace de la mujer se ciñe a rasgos levemente matizados del rostro.

 

    Correlato bíblico. Religiosos


    Poemas como “Últimos momentos del diluvio” tienen como fuente las Sagradas Escrituras reseñado en el Génesis cuando Jesús anuncia a Noé que durante cuarenta días y cuarenta noches lloverá sobre la tierra. Pero lo que aquí interesa señalar es la personal adaptación que Monroy realiza del pasaje; originalidad que se resume en su elemento recurrente del águila como poderío en lugar de la paloma que Noé hace salir del arca para comprobar si las aguas habían descendido una vez que Jesús tiende el arco iris como muestra del pacto realizado con los hombres. Sobre un fondo católico vuelve a brillar lo patriótico.

    También en el Génesis tiene su correspondencia “El tránsito” aunque por encima de cualquier correlato bíblico, seduce más el cruce textual entre narración y diálogo además de la acción intensamente dramática. Como muy bien ha señalado Esther García, excepto contadas variantes, el poema de Monroy sigue fielmente el texto bíblico[15]. Más alejado de su fuente resulta “La predicción” en cuanto el poeta cartagenero se regocija más en descripciones, así como en la figura de Agar y el paisaje[16].

    La presencia de Fray Luis de León va más allá del simple encabezamiento en el poema “A la Virgen”; también la estrofa elegida, la lira, parece ser un tributo al benedictino. Como en este y ante las inclemencias y desvaríos de la vida cotidiana Monroy acude y ofrece a la Virgen su fiel veneración.

    Como epílogo a este comentario temático, diremos que la extensa silva titulada “Génesis” vuelve a mirar hacia el momento de la creación del mundo en un orden personal muy parecido al que Juan de Arolas expone en su “La Creación. Himno al Supremo Ser”. El tono no deja en ningún momento de ser solemne y ampuloso. Para Juan Barceló este poema “constituye la composición de más pretensiones de Martínez Monroy, quizá la más poética. El tema de la creación está tratado de una manera descriptiva, pero muy lírica, y en consonancia con la naturaleza”[17].



 

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NOTAS

 

[1]  PELAYO, Miguel. “Cartagena al día. La Juventud y Monroy”. En: El Liberal: edición de la mañana, Año 15, n. 5481, 1 de septiembre 1917, p. 1.

 

[2] Cito por GARCÍA GARCÍA, Esther. La poesía romántica de José Martínez Monroy. Cartagena: Ayuntamiento, 1993, p. 14. Para más datos sobre Monroy orador véase la obra citada, pp. 25-16. Aunque muchas de estas referencias de nuestra bibliografía no son recogidas por Esther García, para un recuento bibliográfico remito al lector a su estudio citado (pp. 161-165).

 

[3] ZARCO AVELLANEDA, José. “Mañana, centenario de la muerte del poeta Monroy”. En: Línea: diario provincial del movimiento, Año 23, n. 6345, 21 de septiembre 1961, p. 7.

 

[4] CAÑAVATE NARRARO, Eduardo. “Hoy hace 96 años que murió el poeta cartagenero José Martínez Monroy”. En: La Verdad, Año 54, n. 16208, 22 de septiembre d1957, p. 6.

 

[5] CASAL, Federico. “Monroy (recuerdos)”. En: Cartagena ilustrada: revista quincenal, Año 2, n. 33, 15 de septiembre 1926, pp. 1-2.

 

[6] COSSÍO, José María de. Cincuenta años de poesía española (1850-1900). Volumen I. Madrid: Espasa-Calpe, 1960, p. 28.

 

[7] HENARES DÍAZ, Francisco. Historia de la literatura en Cartagena. Cartagena: Ayuntamiento, 1988, p. 181.

 

[8] El Panorama Universal, n. 102, 20 de octubre 1861, recogido en CASAL, Federico. Historia de las calles de Cartagena. Cartagena: Imprenta Vda. de M. Carreño, 1930, p. 337.

 

[9] Monroy lo hace de manera menos atormentada que Nicomedes Pastor Díaz en su poema “Mi inspiración”, de tema muy parecido.

 

[10] SÁNCHEZ PERELLÓ, Juan. “Ante el próximo centenario de la muerte del poeta Martínez Monroy. Nuestro recuerdo”. En: El Noticiero de Cartagena: diario de la tarde,  Año 27, n. 7163, 10 de abril 1961, p. 5.

 

[11] COSSÍO, op. cit., p. 29.

 

[12] Léase el comentario final de Juan Eugenio Hartzenbusch, página 310 del presente trabajo.

 

[13] HENARES DÍAZ, op. cit., p. 182.

 

[14] José María de Cossío se percató de la falta de cuatro versos del original suplidos por el editor. En: COSSÍO, op. cit., p. 30.

 

[15] GARCÍA GARCÍA, op. cit., p. 24.

 

[16] Para un comentario más preciso y extenso vid. GARCÍA GARCÍA, op. cit., pp. 25-27.

 

[17] BARCELÓ JIMÉNEZ, Juan. “Un malogrado poeta cartagenero: José Martínez Monroy”. En: Murcia: boletín informativo de la Diputación Provincial, Año 3, n. 9, Enero-Marzo, 1977, p. [16].

JOSÉ LUIS ABRAHAM LÓPEZ. Diplomado en Biblioteconomía y Documentación por la Universidad de Murcia, Licenciado en Filología Española en la Universidad de Granada, Doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Murcia. En la actualidad ejerce como Profesor titular de Lengua castellana y Literatura en Educación Secundaria.

Es autor del ensayo Antonio Oliver Belmás y las Bellas Artes en la prensa de Murcia (Cartagena, 2002). Se ha encargado de la edición crítica de Recuerdos del Teatro Circo; Recuerdos del Teatro Principal de José Rodríguez Cánovas (Cuadernos Culturales Monroy, 2005); de Poesías de José Martínez Monroy (Editorial Áglaya, 2008); Más allá del silencio; Los ojos de la noche; Viento en la tarde de Mariano Pascual de Riquelme (Huerga & Fierro, 2013); Poesía esencial de Antonio Oliver Belmás (Huerga & Fierro, 2014 con una subvención del Ministerio de Cultura, Educación y Deporte); Infierno y Nadie: antología poética esencial (1978-2014) de Antonio Marín Albalate (Unaria, 2015), de la plaquette Contra el olvido, palabras. Miguel Hernández, Adán solitario (Diván, 2010) y Los toros en la obra de José Rodríguez Cánovas: entre el periodismo y la literatura (Colegio de Periodistas de la Región de Murcia, 2017).

En el terreno educativo ha coordinado el volumen La Fábula: propuestas didácticas y educativas (Edisur, 2009) y Alfarería y Cerámica: un espacio para aprender y enseñar (del taller al aula) (Diputación Provincial de Córdoba, 2016), El olivo en la poesía de Miguel Hernández: hacia una práctica educativa interdisciplinar (Fundación Cultural Miguel Hernández, 2017), Palabras visibles y tiempo detenido: relatos sobre el acoso escolar (ViveLibro, 2020).

Es autor de la guía de lectura Por tierra, mar… y letras: Miguel Hernández y Cartagena (Editorial Raspabook, 2019). Ha elaborado Cuadernos de PMAR. Ámbito Lingüístico I y II (Editex 2016).

Además, como poeta ha publicado A ras de suelo (Palencia, 1996), Asuntos impersonales (Alcira, 1998), la plaquette Golpe de dados (Milano, 2005), el poemario Somos la sombra de lo que amanece (Madrid, Vitruvio, 2014) y Mis días en Abintra (Ediciones En Huída, 2018).

Algunos de sus poemas han aparecido en distintas antologías: La poesía que llega (Jóvenes poetas españoles (Huerga & Fierro, 1998), Primera antología del Mediterráneo. Poetas con el Mar (Librería Escarabajal, 2000), Murcia: Antología general poética (2ª ed.) de Santiago Delgado (Nausicaä, 2000), Antología del beso: poesía última española (Mitad Doble, 2009).

Colabora semanalmente en el periódico El Ideal con artículos de opinión y reseñas de novedades literarias.