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Cristian Acevedo

Cristian Acevedo nació en septiembre de 1979 en José León Suárez, Argentina. Asiduo lector, entre sus autores favoritos subraya a quienes marcaron su adolescencia: Cortázar, Poe, Abelardo Castillo, Chejov. 

Su obra literaria ha sido reconocida en diversos certámenes:
 
«Fortaleza alemana» Finalista en la Convocatoria de Cuento Digital Itau 2012. También seleccionado para la Antología de Narrativa lanzada por Editorial La Parte Maldita. 
«Bien pulenta», Ganador del IV Concurso Literario de “El Cuento del Día”. 

También ha publicado sus relatos en reconocidas revistas culturales:

«Noticias de domingo», Publicado en Revista Corónica (Col.) 
«Un partido decisivo», Publicado en Revista Hamartia (Arg.) 
«El baúl del Karma», Publicado en Cavea Cultural (Esp.)

Actualmente vive en Tortuguitas, lugar desde donde escribe.

            Final del sueño

 

—¡Asesino! —te dice el tipo de siempre—. ¿Va a declarar o no?

Te interroga aplastándose contra una máquina de escribir que se satura de polvo y de cenizas de cigarrillos. Ese cincuentón de cartuchera en la cintura, sobacos calados y patillas de nieve, sonríe y te lo confirma —porque cuando aparece, empezás a darte cuenta—: vas a soñar el sueño de siempre.

Ese detective al estilo Marlowe se deja ver apenas apoyás la cabeza en la almohada y todavía sos capaz de distinguir el tic-tac del reloj de pared.

Hunde los brazos en el escritorio y, estirándose hasta tu silla, se acerca tanto que adivinás los aderezos que eligió para el almuerzo. Esos dientes de tabaco y esa nariz de pequinés que van y vienen, son los mismos que se balancean frente a tus ojos adormecidos, cada noche.

Y aun dormido, sos consciente de que aquello —ese interrogatorio que empieza con un «¡Asesino!»— es el sueño del que no podés desprenderte desde la primera vez.

Percibís ese comienzo. Y sabés que cuando despiertes, recordarás cada secuencia a la perfección.

Es por eso —por la certeza de que evitarlo es imposible— que te dejás llevar y recorrés de memoria:

Alejo que nos recibe con un abrazo (se lo cuento y, a medida que lo hago, sobrevuelo la escena hasta tomar mi lugar en el sueño). El abrazo que Alejo se da con Helena, sin dejar de ser cordial, es tan distante como debe ser un abrazo con la mujer de su viejo amigo. Con la zorra que su mejor amigo tiene por esposa. El mío —nuestro abrazo— se demora entre palmadas y sonrisas que recuerdan toda una vida juntos: las calles aún sin asfaltar de Baradero, las guitarreadas en Plaza Mitre, los viernes de pesca, las borracheras y las resacas de carnaval.

Alejo nos guía por el muelle y nos ayuda a embarcarnos en su flamante velero de dos palos.

 El tipo te corta en seco. Tose y escupe una flema negra que se adhiere a la pared: —Apúrese, canalla. No le pedí que me contara la historia de su hermosa vida —se seca la frente y se rasca los pelos que le asoman en la mejilla y que no han crecido lo suficiente como para llamarlos barba.

—No me joda, ¿quiere? —le decís, clavando los ojos en la flema que se arrastra y que tarda en resbalar—. No me joda, inspector.

No lo mirás. Ponés tu peor cara, esa que revela cuánto te desagradan sus modales. Entonces te concentrás en la historia. Quisieras evitar los detalles que tanto hacen gruñir a ese tipo, pero por mucho que te sepas soñando, no sos quien dirige la historia. Sos, apenas, un personaje más. De todas formas, sabés que el detective no se alterará más de la cuenta, no te va a atacar. Te interrumpirá con rudeza, pero nada más.

—Escupa. ¿Cómo lo hizo?

Obedecés de mala gana y seguís contando:

Alejo desamarra y, en seguida, estamos solos: los tres en medio del océano. Ya no es un río marrón atestado de velas y yates, es un desierto azul, cercenado por el velero que avanza y que espumea por los costados del casco. Un leve rechinar, un viento que nos acerca el perfume del pacífico —de algas y arrecifes— , y las carcajadas que se contagian por la botella de Chandon que sirve las tres copas y que no se vacía nunca.

Disfrutando del sol y de las burbujas, nos reímos, y nuestras voces recorren la cubierta desde la proa y se pierden sin que ningún otro ser pueda oírlas.

 —Vamos al punto. ¿Cómo la mató? —se arremanga la camisa. El tipo no te da respiro. Siempre es así. No te permite tomar aire. Desconoce la forma correcta de contar esta historia. Parece no entender que los hechos deben sucederse de una única manera, que sos sólo un personaje más y que debés respetar el libreto de un guionista muy poco tolerante.

Levantás la cabeza —esta es tu parte preferida— y le clavás una de tus miradas. De esas que, en el sueño, podés ver desde alguna ubicación lejana. Casi siempre desde arriba, como si ese que elevara los ojos asesinos fuera otro. Te ves asentir con la cabeza y retomar donde te habías detenido:

Estamos más que alegres. Los ojos de Helena, extasiados y ebrios, se achinan y se dejan sellar por las pestañas. Se duerme recostada en la reposera blanca. El viento de mar infla las velas y le sacude el flequillo, pero ella ni siquiera se mueve.

Alejo se aparta unos segundos y vuelve con el gesto serio. Ya es hora, dice. Es ahora o nunca. Y comprendo que es así. Que la tenemos cómo y donde queríamos. Es hora.

Alejo me alcanza el remo del pequeño bote salvavidas. Y sé exactamente cómo sigue: me paro frente al cuerpo de ella —bronceado y dormido—, y acomodo los dedos con firmeza alrededor del mango de madera. No dudo, pienso en lo que me llevó a planear su muerte: la carta anónima que olvidó en uno de sus bolsillos, el mensaje de texto que leí cuando ella acababa de meterse en la ducha, la ropa nueva, los perfumes nuevos, el maquillaje nuevo, el brillo de su sonrisa, nueva también.

Alejo se encierra en la cabina. Su trabajo ha sido traernos. Ahora me deja ahí, apretando el remo con fuerza, con toda la fuerza.

Ella no se mueve, y no lo hará. Pero, de todas formas, me tomo mi tiempo —no voy a fallar—. Me retraso unos minutos para calcularlo, para acertar con el primer golpe. Levanto el remo por sobre la cabeza, y la palma de madera oscurece de sombra la cara borracha de ella, eclipsa su frente por un instante y, después, el silbido del remo que cae y se estrella contra Helena con el crujido de una nuez que se parte con violencia. Y un nuevo eclipse sobre los gajos de su cara, unos cuantos silbidos más que bajan contra la boca abierta y que salpican de sangre la reposera y la maya de estampados amarillos.

—Así fue. Sencillo.

A esta altura —después de pronunciar esa última palabra—, sabés que se acabará pronto, que la modorra se irá, que el humo del tabaco lo disipará todo. Nunca has podido sobrepasar cierto límite. Estás programado para soñar hasta que el detective se enciende un cigarrillo y se desploma sonriente contra la pared.

Sabés que ya termina. Que despertarás, y ella estará a tu lado. Que sos tan cobarde como para seguir almacenando reproches. Que serías incapaz de tocarle un pelo. Que no has dejado de quererla.

El falso Marlowe te observa con una mueca. Enciende un fósforo, lo sacude, da una pitada y se desvanece.

Por eso es que tus ojos empiezan a abrirse, automáticos.

Y a diferencia de las otras noches, los ojos duelen, pesan.

Tu cuerpo flota. Levantás los párpados: mojados. Dolorosamente mojados.

Ya no dormís.

Quisieras que el sueño continuara, pero ahí estás: obligado a despertar.

Te asomás por sobre un mar de sangre y agua turbia. Estirás los brazos que nadan por no hundirse. El ardor en la cabeza se extiende y se parte en gajos hacia los costados.

Y la ves: de espaldas, sentada en la reposera blanca, Helena se enciende un cigarrillo. No te mira. Escupe el humo y mueve los labios en una palabra. Dice algo, una sola cosa, que no alcanzás a entender porque no es a vos a quién le habla y porque el agua te penetra los oídos.

Abrís la boca y te llenás de aire para no ahogarte todavía.

El sol desaparece detrás del filo de un remo y, arriba, en la cubierta, Alejo te observa con ojos terminantes. Arquea la espalda y, justo antes de que el sol vuelva a aparecer frente a tus ojos, un silbido fugaz y un último y apenas doloroso crujido, fatal, como de nuez.