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Martín Yriart, in memoriam

 

            Nuevas Fábulas 

 

Por Martín F. Yriart[1]

Publicación póstuma

 


Un Elefante en una Cristalería


I


 Un elefante entra en una cristalería y se para frente al mostrador. El empleado se recupera del susto y lo saluda:

                –Buenos días, señor. ¿Qué desea?

                –Vengo por ese aviso que pide un vigilante. Mandé el currículum. Me contestaron que estaba aceptado.

  

II

 

Un elefante entra en una cristalería y se para frente al mostrador. El empleado se recupera del susto y lo saluda:

                –Buenos días, señor. ¿Qué desea?

                –Soy del Sindicato de Vigilantes. Vengo a reclamar por lo que han hecho con nuestro asociado. ¡Es una injusticia!

                Y da tres golpes con el trompa sobre la tapa del mostrador.

                Al tercero, el mostrador se parte en dos, las estanterías se sacuden como en un terremoto, y toda la mercadería cae al sueño hecha añicos.

                El elefante gira en redondo para retirarse y, con un sacudón del rabo, arrastra la caja registradora, que rueda por el piso, se abre y reparte sus monedas de manera muy decorativa entre los cristales rotos.

Los billetes flotan y revolotean en el aire, por la turbulencia que deja el elefante a su paso cuando sale iracundo por la puerta.

 

  III

 

Un elefante llega a una cristalería y encuentra las cortinas bajas, con un papel  pegado en el medio que dice:

 

Cerrado por Cese de Actividades

Se Buscan Limpiadores

Personal de Vigilancia Abstenerse

 


IV

 

El Elefante y la Medicina

 

Un Elefante contrae un resfrío y va a consultar a un Médico que le ha recomendado en otro tiempo la esposa del Chimpancé. Llega a la puerta del edificio, pero ni forma de pasar. Expulsando el aire de los pulmones y metiendo la barriga para adentro, apenas puede calzar la mitad delantera de su cuerpo por la puerta. (Como se sabe, los elefantes son anchos de caderas…) Y, además, a continuación hay un ascensor.

                El Elefante retrocede y vuelve a la calle, no sin algún daño para la  mampostería de las jambas y del dintel de la entrada. Desde allí mira hacia arriba, se para en dos patas, como hacen sus parientes del Circo, y descubre en la primera planta la ventana del despacho del Médico.

                El Elefante emite un resoplido con su trompa, para llamar la atención del profesional, que en ese momento está concentrado en unos papeles, y el Médico casi se cae de la silla por el susto.

                Recuperándose, reconoce a su paciente, y lo saluda:

                –Buenas tardes, mi amigo. ¿Qué le anda pasando?

                –¡A… a… achís!

                –¡Salú! Ya veo. ¿Es sólo eso?

                –A… a… achís.

                El Médico busca un talonario de recetas y anota: “Una tableta de aspirina por cada 50 kilos de peso, cada seis horas, durante una semana o hasta que desaparezcan los síntomas”.

                –Tome, acá tiene la receta. Si dentro de una semana sigue con molestias, venga a verme otra vez.

                –¡A… a… achís! ¡A… a… achís!, responde el Elefante, que se pone otra vez en cuatro patas y marcha presto a la Farmacia de la esquina.

                El Farmacéutico examina la receta, averigua el peso del elefante, saca sus cuentas, y dice:

                –Tendré que hacer un pedido especial al Laboratorio, pero no se preocupe. Ellos se lo llevarán directamente a su casa. Yo mismo les pasaré su número de la Sanidad Pública, para que el Laboratorio le gire la cuenta de gastos.

                –A… a… achís, asiente el elefante, agradecido.

Con la punta prensil de su trompa –todavía más prensil, ahora, por efecto de los mocos– toma la receta. Con sumo cuidado de no dejarla caer, el Elefante levanta la mitad delantera de su cuerpo (ha tenido que arrodillarse de bruces, antes, para hablar con el farmacéutico a través de la puerta de la Farmacia), se pone en cuatro patas, y se marcha trotando a casa, a esperar su medicamento.

                A las pocas horas, a la casa del Elefante llega un camión de la empresa farmacéutica Bayer. Dos peones musculosos descargan siete cajas conteniendo cada una 40 kilos (o cuatro dosis para elefante) de tabletas de Cafiaspirina.

 

Apenas 48 horas más tarde –el Elefante se siente levemente mejor del resfrío, pero ahora siente acidez estomacal– los diarios económicos titulan:

 

FUERTE ALZA DE ACCIONES DE BAYER, POR

SÚBITO AUMENTO DE DEMANDA DE ASPIRINA

 

                –¡A… a… achís!, comenta el Elefante a su amiga, la mujer del Chimpancé.

 

 V

 

El Elefante y el Invento del Siglo

 

El Elefante, en un momento de inspiración, inventa una escopeta que en lugar de municiones de plomo dispara caramelos.

                –¿Y para que puede servir eso?, le pregunta entre chismosa y socarrona su amiga, la mujer del Chimpancé, que siempre está al tanto de todo lo que sucede en el barrio.

                –¡Uuuhhh!, le responde el Elefante alzando su trompa al cielo en gesto de ponderación.

                –¿Acaso piensa que así podrá cazar alguna novia?

                –Uuuhhh…

                –¿Y la va a patentar?

                –Uuuhhh, uuuhhh.

                –Si sirve para cazar novias, ¡usted se va a forrar de billetes!.

                –¡Uuuhhh!¡Uuuhhh!¡Uuuhhh!

                –Claro que antes de patentarla tiene que probar que funciona…

 

A los pocos días aparece el siguiente titular en los principales periódicos:

 

ELEFANTE DETENIDO POR PRESUNTA ESTAFA

CON ESCOPETA CAZANOVIAS DE CARAMELOS

 

                “Pues el que me disparó a mí –se dice para sí misma la mujer del Chimpancé– no estaba nada mal. Sólo que si mi marido se entera, me pide el divorcio ahí mismo. O, peor: ¡¡¡Me mata!!!”.

 

 

VI

 

El Elefante y los Anticonceptivos

 

El Elefante está preocupado: tiene un problema, mitad moral, mitad práctico. Para aclararse un poco va a hablar con el Párroco de su barrio, un hombre muy respetado no sólo por su sotana negra, sino sobre todo por la claridad de sus consejos, siempre humanos y razonables.

                Al terminar la misa, el Elefante espera que pase la cola de señoras de mantilla, misal y rosario que acuden al Confesionario. Cuando el Párroco sale, y se encamina a la Sacristía por la puerta de atrás del Altar. El Elefante sale también, pero por la puerta de la Iglesia; da la vuelta a la esquina, y se detiene frente a la ventana del despacho del sacerdote.

                Su sola presencia –con esa masa de su cuerpo que altera el campo de la gravedad y el magnetismo circundante– hace que el Párroco se percate de lo que sucede en la calle, se dé vuelta en su sillón giratorio, y lo salude:

                –Buenos días, mi querido feligrés. ¿Qué lo trae por aquí?

                –Eeehhh…

                –No me diga más. Ya sé lo que le sucede. Todo el barrio está enterado, menos el marido de la mujer del Chimpancé, afortunadamente.

                –¡Ooohhh!

                –No se sorprenda. ¡El amor ciega a los mortales! Y ella no es demasiado discreta que digamos. Usted sabe.

                –¿Yyyhhh?

                –No estoy violando el secreto de la confesión, porque lo que yo sé, lo sabe todo el mundo.

                –¡Aaahhh!¡Aaahhh!¡Aaahhh!

                –Haga de cuenta de que yo no se lo he dicho, pero por favor, vaya a la Farmacia y cómprese una caja de preservativos; o mejor, vaya al Médico y pídale que le haga una receta permanente de Anovlar. Eso es mejor que tener que recurrir a métodos cruentos e intrusivos. Monseñor, nuestro Obispo Diocesano, me absolverá de este pecado, en aras de que usted no incurra en otro aún mayor. ¡En un crimen, verdaderamente!

                –¡Uuuhhh…!, le agradece aliviado el Elefante.

                Sin demorar un momento más, el Elefante va a la Farmacia, pero su amigo el Práctico le dice que no tiene preservativos de esa medida (ni cree que se fabriquen en ninguna parte, ni siquiera en China). Y que para el Anovlar, tiene que venir con receta médica, para que se lo pague a la Sanidad Pública.

                –Uuuhhh, uuuhhh, uuuhhh, asiente el Elefante, y retoma su camino.

                “¿En qué negocio andará este solterón inatrapable –se pregunta el Práctico– que ahora se me viene con los métodos anticonceptivos? ¿Será verdad lo que dicen de él y…?”.

                El Elefante consulta a su amigo, el Médico del barrio, quien lo interroga minuciosamente, para estar seguro de que la receta que extienda no vaya a causarle problemas a nadie. Comenzando por él mismo, claro.

                –Su caso es interesante. Nunca he visto nada parecido en los journals, ni mucho menos en mi práctica profesional. Aquí tiene la receta. Es por una sola caja. Cuando la termine, venga a verme y cuénteme cómo le ha ido a señora. Si todo va bien, yo le hago la receta definitiva. Y, si usted no se opone, ambién escribiré una noticia para el International Journal of Reproductive Science.

                Pasa el plazo convenido y el Elefante no vuelve a la consulta del Médico.

 

En cambio, a los nueve meses, en los periódicos aparece este titular a seis columnas, con foto (retocada para preservar la identidad de la madre):

 

Española casada DA a luz bebé

con orejas y trompa de elefante

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BEBÉ PESA 3,75 KG Y TIENE BUENA SALUD

ESPOSO DEMANDA DIVORCIO con costas

 

“La ciencia no es infalible –dice para sí el Médico, en su frustración, al ver evaporarse su nota para el IJRS– aunque este Elefante estúpido debió entender que quien debía tomar la píldora… era ella… ¡¡¡no él!!!.

“¡Insondables son los caminos del Señor! –dice para sí el Párroco, la mañana en que bautiza a la sorprendente criatura– y espero que Monseñor no desapruebe el consejo que le di a la Señora, cuando vino a confesarse. ¡Tantos años de casada, y sin poder tener hijos!”.

 

 

VII

 

El Elefante llega al Cielo

 

Un elefante que quería volar se esforzó tanto que llegó al cielo. San Pedro, aburrido de tanto esperar en las Puertas a que llegara alguien, se alegró de verlo, pero se preguntó qué pretendería allí semejante sujeto.

                –¡Buenos días, amigo! ¿Qué lo trae por aquí?

                –No sé. ¿Dónde estamos?

(¡Tantos que pagarían lo que no tienen por llegar aquí, y este ni siquiera tiene idea!, se dijo para sí mismo el Pilar de la Iglesia.)

–¡Cómo no sabe! ¡En el Cielo, hombre!

El elefante agitó las orejas en señal de admiración.

–¿Y se puede entrar?

–Aquí viene la gente a estar con Dios.

–¡Tanta gente viene al Zoológico a estar conmigo!

Perplejo ante la respuesta, el bueno de Pedro se rasca un momento la cabeza.

–Espere, que pregunto.

Y desaparece detrás de una nube.

Al rato, vuelve.

–Dice que entre, nomás. Que acá vienen unos que por arrepentirse a tiempo pasaron apenas tres días en el Purgatorio, tras haber pecado y de lo lindo. Y usted se ha pasado la vida en el Infierno sin haber hecho nada más que nacer.

 

 VIII

 

El Elefante llega a un Nido

 

Un elefante que quería volar se esforzó tanto que logró subir a la rama de un árbol donde había un nido de pájaros y posarse en su borde.

                –¡Buenos días!, saludó cortésmente el recién llegado, procurando mantener el equilibrio.

                –¡Pío, pío, pío!, exclaman los pichones, que nunca han visto un pájaro así, pero igual sienten hambre.

                (¡Y yo qué les doy a estos, ahora!, se dice para sí mismo el elefante, que no es pájaro pero entiende.)

                En eso está cuando se oye un aletear y sobre el borde del nido se posa ahora la madre de los pichones.

                –¡Pío, pío, pío!, exclaman ellos, a manera de alborozado saludo de bienvenida.

                (¡Y yo qué les doy a estos, ahora!, dice para sí misma ella, perpleja ante el nuevo habitante del nido. ¡Bueno, donde comen tres comen cuatro!, decide,  y comienza a repartir por orden los granos de trigo que ha traído del campo, mientras piensa qué explicación le dará a su marido, cuando él vuelva. Después de todo, los huevos del otro no son tan diferentes de los suyos…).

  

 

IX

 

El Elefante mira para Abajo

 

Un elefante que quería volar se esforzó tanto, agitando sus grandes orejas, que logró mantenerse durante un tiempo a cierta altura. En eso estaba, sobrevolando una montaña, cuando en mala hora se le ocurrió mirar para abajo. Del susto que se llevó dejó de agitar las palas con cuyo movimiento se sustentaba, y cayó como una piedra.

                Unos segundos antes de estrellarse fatalmente contra el suelo, se dijo para sí mismo: ¡La felicidad se pasa volando!.

 



[1] Publicación póstuma en homenaje a nuestro querido amigo y colaborador Martín F. Yriart, a quien le deberemos siempre su inapreciable contribución y apoyo incondicional al desarrollo de esta revista.