Zingonia Zingone

                    Tres tormentas de arena en el desierto
                                            (Sobre el libro Los naufragios del desierto de Zingonia Zingone)

 

Por Joaquín Badajoz [1]


Lector que navegarás las dunas de este desierto, recuerda, parafraseando al gran Alfonso Reyes, que te acercas a la región más transparente del alma. Y que nada es más engañoso que lo prístino, la terrible claridad que ciega oculta en su resplandor espejismos y oasis. Sobre esa arquitectura de la levedad transcurre la memoria de un relato escurridizo y acronotópico: el tiempo y la geografía son asimilados por la marea traslúcida que bulle de la tierra hacia arriba, una vez que se pretende fijar su materialidad pierde su esencia relativa, pre-bajtiniana, einsteniana, del espacio y el tiempo. Aparecen fracturas, rechinantes estandartes que algo han de significar. Un eclipse de arena será por hipérbole —me robo ahora el azoro de Lezama— la noche cerrada en cualquier aldea del mediodía del mundo.

Estos son por tanto tres relatos, o uno, que pueden haber sucedido en cualquier parte, o estar sucediendo ahora, o sucederán mañana. Pueden leerse literalmente, disfrutando su historia, o establecer caprichosas hermenéuticas. Hay estrellas polares, guías de navegación, pero la cúpula celeste rota inquieta. Por ese vapor de arena que cuece el sol, su fiebre de oro, ascienden las palabras en apretado río, en pantalla holograma, sobre la que se proyectan múltiples interpretaciones. Hay que notar que entre sus líneas se posan cóndores sobre minaretes, los niños juegan “rayuela” —ese dantesco pasatiempo al que otros llamamos tejo— y los poetas del Islam remontan el Guadalquivir. Tratándose de un libro de inspiración “oriental”, conjurado a la sombra de tres versos de Khayyam —el más occidental quizás de los poetas persas, y junto con Saadi, Rumi y Hafiz, de los más universales— habría que advertir también, como Borges recuerda hizo Gibbon en Declinación y caída del Imperio Romano, que su orientalismo busca fluir con naturalidad, sin imposturas. No es estridente, modernista, exótico, aunque no esconda cierta empatía por la poesía modernista, al tejer entre sus versos rimas de Darío, pero evitando en lo posible el excesivo color local —tampoco, como en el Alcorán, hallarás aquí camellos—.

No quisiera soslayar que, aún antes de haber partido, estos viajes son definidos como naufragios; por ende, la voluntad del navegante estará trastornada por sus circunstancias y su cronotopía signada por el extrañamiento. Además, como todo poema, su realismo es ilusivo, responde a una espiral utópica —el topos literario contiene siempre una variable emocional: existe, se fija, como sujeto poético—, y en esa babel existencial, esa geografía de la suprarrealidad, todos los tiempos y espacios convergen. Por eso, asomarse a estos textos líricos será observar el mundo desde una celda panóptica: su magia está en lo traslaticio, su intangible oblicuidad.

Los naufragios del desierto, de Zingonia Zingone, cuidadosamente editado por Vaso Roto, con aroma a pastel de jengibre acabado de hornear —soy de los que huelo entre las páginas de un libro para volar—, progresa sobre una estructura aparentemente cerrada: tres historias o relatos orientales narrados en versos. En “El oráculo de la rosa”, el príncipe Khalil sufrirá una conversión en 18 estaciones. Su viacrusis, con su halo adánico, comienza en los senderos de la noche —quizás la oscura espiritual de San Juan de la Cruz—, pero es también clásica pérdida de la inocencia, desvarío, purgatorio e iluminación. El adolescente que “no arranca el último pétalo, guardián del espíritu” (pág. 15), se transformará en mendigo (mendum, hombre defectuoso), cuya pobreza, quizás solo simbólica, lo lleva a convertirse en “un vampiro,/ un adicto al amor/ que no saber hacer otra cosa./ De día pierde su corona,/ regresa a la soledad, coquetea con el recuerdo./ Se vanagloria de los pétalos de su nostalgia” (pág. 16). Para escapar del “feudo de su amargura”, el poeta-príncipe se expulsa de su infierno personal al desierto de su soledad. Los versos irán narrando esta angustia, puliendo el deseo con la sabiduría. Khalil sabe que “sólo en la soledad/ hay equilibrio, sólo en el arder de dos cuerpos/ hay intensidad, universo, plenitud”, por eso busca salir vencedor de una batalla más grave: la que comenzará en estas páginas contra él mismo. La soledad de Khalil tampoco es voluntaria, buscar esa muerte metafórica que lo aparte de la tempestad, en su ensimismamiento “muerde el fruto, higo de corales carmesí”, es por tanto ghulam (virgen macho, hombre célibe) deseando el abismo, leo entre líneas la muerte, el encuentro con las huríes del día final, ese momento en que “la ira de los dioses se resuelve/ en la danza de las huríes” (pág. 19).  Mientras tanto, “un hombre, doblado sobre la verdad/ escribe un verso que hará temblar los ojos./ Ese hombre ya no es el príncipe Khalil./ No es Sísifo, ni rey,/ es un espectro./ Sobre la cima aguarda.” (pág. 24), hasta que, pasadas las tribulaciones, “florece en su campiña una mujer./ Es la mujer que lleva la semilla del amor.” (pág. 32).

Soraya, protagonista de “Campanas de la nostalgia”, será violada en el primer verso, —no por bello, menos repulsivo—, por monstruos con rostro de hombre que “roban el grito de un horror,/ tapan su boquita/ de clavel prendido y gozan/ del mismo gozo maldito/ que ilumina el rostro de Shaytan” (pág. 38). Este demonio doméstico que la acosará hasta avanzada en la adolescencia, descubriremos más adelante, que tiene en su origen el rostro de su padre, quien “bajo el aterrador silencio/ de la complicidad”, clava “la punzada del asco/ en la grieta que conduce al alma” (Pág. 41). Su historia dará una visión prismática a esa trilogía de la pérdida de la inocencia y la experimentación del sentimiento de culpa clásico que mueve a los estos sujetos poéticos de este libro. Si Khalil lucha contra los demonios en su coming-of-age, Soraya (princesa marcada etimológicamente) será víctima de esa perversidad masculina que Khalil intenta controlar, y en su angustia se pregunta: “¿Cómo/ despintarse los labios de la carne/ mordida? ¿Cómo repeler al sátiro/ que mora en el hombre?” (pág.45). El espectral Khalil, que busca angustiado el amor puro y virginal de las huríes, tendrá mucho en común con la torturada Soraya que “danza en la tarima/ para fugarse de sí/ y arrancar los clavos empotrados/ en la carne de su memoria.” (pág. 39). Ambos persiguen la soledad del naufrago, pero no como condición, sino como medio para liberarse, revelarse contra el destino. El asco que sienten Khalil y Soraya por sus cuerpos será un catalizador de la tragedia humana, y al mismo tiempo el detonante que los lanza a esa “silenciosa” peregrinación interior hacia la redención. Ambos relatos poéticos seguirán estructuras comunes marcadas un pecado original, sentimientos de suciedad, repulsión, autotortura y un clímax de epifanía, en la que las visiones de Khalil con las huríes, y el encuentro de Soraya con un ciego sabio —“Es el primer hombre que no la mira. (…) Es el primer hombre que la ve” (pág. 43)—, serán facilitadores para la progresión dramática hasta la salvación a través del amor.

“Río escondido” introduce un tercer sujeto poético: Bâsim, que “habita un pueblo del árido día” (pág. 57) y que mientras vigila el sueño de un reptil “se pregunta que sentirá ella/ al abandonar la cola o una pata/ para despistar al enemigo. ¿Será eso como huir de uno mismo/ para huir del peligro?”. Una interrogante que cierra el ciclo de las tragedias y sintetiza el motivo de todas las iluminaciones de estos seres camaleónicos que naufragan en el desierto del alma, mientras huyen de su propia condición humana luchando contra los fatalismos. Tampoco Bâsim está solo, su ensimismamiento lo padece acompañado de su madre, una Penélope que “no deshace la larga manta/ que día tras día teje en silencio./ Todavía cree en el amor,/ en el arrebato del corazón/ que florecido se llama Bâsim. (…) Un hombre arde en el recuerdo de su madre.” (pág. 59). Básim juega, salta la cuerda, grita “rayuela”, cae y se levanta, “lanza otra vez el hueso del dátil/ e intuye que la vida se vive a saltos;/ pequeño acróbata de los abismos.” (pág. 61). Si Khalil y Soraya realizan peregrinajes simbólicos, Bâsim se escapará a los mares del sur: un poema escrito por su madre (poema VIII), le revelará ese amor compartido que edípico reclama Bâsim para si solo. De nuevo, la historia de Básim, colofón de este libro, nos obliga a una nueva lectura de los relatos que le anteceden.  Como en ellos, es la tragedia espiritual, la búsqueda de un amor utópico y liberador, el leitmotif de su “viaje”, a pesar de que en su caso la redención adquiera un matiz más religioso.

Aunque este libro se presente, en el prólogo de Sergio Ramírez, como “apuntalado en la maravilla insondable de la soledad”, diría que lo que realmente resalta es la angustia de sus personajes por liberarse de esa solitud (o reclusión involuntaria), que sufren como una penosa enfermedad. Más que la búsqueda de la soledad, de lo que se trata en estos versos es de romper la cárcel del aislamiento y recuperar la existencia, construyéndose otra identidad en la manumisión. Como en otras obras de Zingonia Zingone, “la existencia” se nos revelará “como un caminar por una cuerda floja (…) en el que la lucha mantiene al hombre en equilibrio sobre la cuerda” —también, por qué no, lo mantiene cuerdo—. Por eso es un libro espiritual, humano y crudamente terrenal, que trata de sujetos poéticos más o menos comunes, obligados a padecer su extraordinariedad, sin llegar a elegir alguna senda mística.

El sufrimiento puede continuar latente, pero al final de cada relato lírico los personajes encontrarán sus recompensas en el amor. Khalil que “besa los pies que sostiene el mundo:/ los frágiles, eternos dedos del amor./ Se une al tallo, entrega/ su linfa, libre. Nutre/ de toda su existencia/ a su blanca rosa” (pág. 33). Soraya que “sigue el latido hipnótico/ de sus párpados; al deslizarse/ por el borde del puente, escucha/ el latido de su pecho/ a destiempo,/ el latido discordante de la vida.” (pág. 51), y hace una pausa, para inmediatamente escuchar, como si fuese ella misma la novia elegida del rey Salomón, la paloma del Cantar de los Cantares, que “en una iglesia de oriente/ las campanas golpean el vientre del cielo”. Ese tañido sensual, contra la cúpula (cópula del vientre), traerá un eco matrimonial de rebote en el viento. Mientras Bâsim, peregrino en Al-ándalus, “se arrodilla frente al altar de la Concepción —de nuevo un gesto gestacional— mientras “grano por grano desteje la larga manta” de su madre: “Libera/ la mariposa atrapada en el desierto”. Son desenlaces liberatorios, puntos finales que niegan la soledad.

Otra lectura, ahora sí, más personal, siguiendo esas fracturas de que hablaba al principio, esos guiños recatadamente dispersos, me obliga a bojear estos relatos poéticos como a Rayuela de Cortázar. Buscando hilos que flotan ingrávidos. Aquí los tiempos se trastornan, las historias se mezclan, entran unas en otras como esas deliciosas matrioskas de mi infancia —multípara artesanía de lo lúdicro—, para luego quedar selladas como labrados huevos Fabergué, escudriñando por sus superficies de duro encaje. No hay tiempos, ya he dicho, Soraya puede cargar su origen oriental, prostituyéndose en algún pueblo del altiplano, a la sombra de las alas extendidas de un cóndor, ser la mujer que libera a Khalil, liberarse ella misma con cada orgasmo de la almádena golpeando contra el vientre del mundo —siempre he pensado que el vientre de una mujer es más poderoso que una mezquita, ¿no es acaso una iglesia la novia que espera?—, y tejer una manta, con esa obsesión arácnida que tienen las mujeres más fuertes, las que más aman, para caldear su soledad anticipando el regreso de su amante. Y que el edípico Bâsim, enamorado de su madre innominada, remonta el Guadalquivir, libera su alma en la región mozárabe, mientras por sus venas corre la sangre de Soraya y de Khalil. Pero esto, como decía, es pura imaginación mía, escritura que rueda paralela, la de la memoria, la del deseo del lector, que pone un punto agotado y olvida, para regresar a leerse estos romances orientales con la misma fascinación que la primera vez.

The Roads. Julio 26 i 2013. Santos Joaquín y Ana.


 

Zingonia Zingone. Poeta, escritora y traductora. Creció entre Italia y Costa Rica, y es licenciada en Economía. Vive en Roma.

Poemarios: Máscara del delirio (Perro Azul, 2006; Lietocolle, 2008), Cosmo-agonía (Perro Azul, 2007), Tana Katana (Perro Azul, 2009), L’equilibrista dell’oblio (Raffaelli Editore, 2011), The Acrobat of Oblivion (Poetrywala, 2011), Equilibrista del olvido (Editorial Germinal, 2012) y Los naufragios del desierto (Vaso roto ediciones, 2013). Novela en Italiano: Il velo (Elephanta Press, 2000).

Su obra ha sido incluida en numerosas revistas literarias y traducida al inglés, chino, hindi, kannada, marathi y malayalam.

Compiladora y traductora del inglés al español, del poemario Alarma de Virus (Ediciones Espiral, 2012), del poeta marathi Hemant Divate.

Integrante de la junta organizadora del festival internacional de poesía “Kritya” (India) y responsable de la sección de poesía latinoamericana para el festival intercontinental de las artes “Mediterranea” (Italia). Desde el 2007 ha participado en numerosos festivales internacionales de poesía en América Latina, Italia y Asia.      

  

         Fragmentos de Los Naufragios del desierto, Vaso Roto Ediciones 2013


I

El príncipe Khalil 

camina los senderos de la noche. 

Busca en los ojos tibios 

un refugio, un abrazo furtivo. 

Capullos sonrientes que dancen                

a un ritmo entrecerrado y virginal.

El origen de la vida y sus tormentos 

y el anhelo del gozo 

que aturde el tiempo.

El príncipe ama las rosas 

y es dulce en sus caricias. 

Ama la rosa y la abre 

con furia despeinada, 

en su pecho la cadencia de otra edad;

eterno príncipe en las tinieblas.

La rosa florece 

en el roce salífero de las sombras, 

inaugura el latido profundo de hembra; 

la gata rasguña y se acomoda para ser, 

silencio hondo 

en el rugido del soberano. 

Khalil no arranca el último pétalo, 

guardián del espíritu; 

cubre el pimpollo y se aleja. 

Mira a los ojos vítreos del alba

y la rosa ya no es rosa y él no es príncipe

y el abrazo ya no es.

(de El oráculo de la rosa)

 


I

En una esquina de la noche 

una niña abraza sus piernas,

se balancea en trance y llora.

Las lágrimas bajan 

por los costados del cuerpo, 

caen sobre la calle empolvada 

de un invierno sin lluvia. 

Monstruos afloran 

con rostro de hombre,

roban el grito de un horror,

tapan su boquita 

de clavel prendido y gozan

del mismo gozo maldito 

que ilumina el rostro de Shaytan.

Cierra los ojos, se ampara 

en la oscuridad del dolor, 

rasguña sus muslos como gato engañado,

hunde su rostro en los abismos.


II

Soraya tiene ojos de carbón. 

Su cuerpo fino lleva el peso 

de una infancia  

manoseada por el destino.

La casa es su tumba;

el murmullo de la gente, su muerte. 

Se mira al espejo y oscila el vientre;

ensaya la danza de la diosa madre. 

Las campanillas sonoras  

rodean su estrecho vientre 

como el abrazo del amado. 

Correa que ciñe el cuello del perro

hasta dejarlo sin aliento; 

vientre agotado, surco de calambres,

tatuaje de una rabia implacable.

Soraya danza en la tarima

para fugarse de sí 

y arrancar los clavos empotrados

en la carne de su memoria.

(de Las campanas de la memoria) 


V

La arena danza al ritmo de un suspiro, 

cortina de afanes que separa una madre 

de su hijo. Bâsim juega, tira una semilla 

de dátil, brinca con una, luego ambas 

piernas, desde la tierra, 

evitando bordes y dudas, 

su meta es el cielo. 

El niño cae y se levanta; regresa a tierra. 

Lanza otra vez el hueso del dátil 

e intuye que la vida se vive a saltos; 

pequeño acróbata de los abismos.  

El palpitar de una madre en el desierto, 

gemido enterrado en la arena; 

el estrechar enérgico de un hombre,

el fruto que al consumirse crece, 

consumido una y otra vez.

La dimensión del tiempo oscila 

entre la primera estrella del ocaso

y un niño que grita «¡rayuela!».

(de Río escondido)



[1] Joaquín Badajoz. Miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE), de la American Comparative Literature Association (ACLA) y de la American Association of Teachers of Spanish and Portuguese (AATSP). Miembro de los consejos editoriales de Glosas (ANLE), RANLE (Revista de la ANLE) y OtroLunes (Madrid/Berlín). Ha publicado ensayos, reseñas, crítica de arte, poesía y narrativa en revistas y antologías de EE.UU., España, Francia, México, Panamá, Polonia y Cuba. Coautor de Enciclopedia del Español en Estados Unidos (2008), Hablando bien se entiende la gente (2010) y Diccionario de Americanismos (2010). Es columnista de El Nuevo Herald (EE.UU.), editor de portada de Yahoo y director editorial de Editorial Hypermedia (Madrid).