Guillermo Roz


            Guillermo Roz


Buenos Aires, 1973.

Es profesor en Letras por la Universidad Nacional de La Plata, Argentina, donde se desempeñó en la docencia y en el periodismo cultural.

Ha publicado La vida me engañó (Mirada Malva, 2007), Avestruces por lanoche. Dos nouvelles (Mirada Malva, 2009), su cuento “Los grises” que forma parte de la antología de cuentistas españoles, mexicanos y argentinos titulada Un nudo en la garganta (Trama, 2009) y la novela Tendríamos que haber venido solos (Alianza, 2012) con la que fue distinguido como Nuevo Talento FNAC. En 2013 le fue concedida la beca para la Villa Marguerite Yourcenar (Francia) y ganó el Premio Francisco Ayala de Novela por Les ruego que me odien. Acaba de recibir el prestigioso premio Unicaja de Novela Fernando Quiñones 2014 por su novela Malemort, el impotente.

Ha colaborado con trabajos ensayísticos y de ficción en medios e instituciones de Latinoamérica, Estados Unidos y Europa, entre los que se destaca el Instituto Cervantes de España y el periódico El País. Reside en Madrid desde 2002.

http://guillermoroz.wordpress.com/



Fragmento de la novela Les ruego que me odien


Si ésta es su forma de amar, les ruego que me odien.

MOLIÈRE

A todos los hombres nos signan tres mujeres: nuestra madre y dos más, una buena y otra mala. En mi historia, mi madre no será más que eso, la que me parió. Las otras dos son las que verdaderamente importan. Estoy seguro de que se confabularon para destruir esta vida que quiero contar. Pensándolo bien..., ¿por qué habré dicho que una de las tres es buena? ¿Qué me lleva a querer salvarla del infierno que se merece? Acaso el deseo, la necesidad de mejorar el pasado con la imaginación.

Primera

1

JUAN JACINTO, CON su engominado Juancito de siete años, y Roberto René, con su Elsita coqueta y obediente, de la misma edad, sellaron el pacto en una noche señalada que, aunque enclavada en medio del siglo XX, adoptaba el sepia de cualquier pasado. Era la fiesta de cumpleaños de la Sociedad Filantrópica de Quilmes (SFQ). Los hombres salieron al balcón con vistas al Río de la Plata. Un aire húmedo les lamía las caras. Las estrellas haraganeaban su luz y unos murciélagos revoloteaban con la gracia oscurecida de colibríes nocturnos. Sabían de lo que iban a hablar, se conocían demasiado. Prendieron sus cigarrillos mentolados, dejaron las hebras grises en el aire y se dijeron que sí, que estaban de acuerdo: diecisiete años resultaba una buena edad para el compromiso de sus correspondientes vástagos, o sea, Elsa y yo. Sería cuando terminásemos nuestros estudios secundarios.

Estrecharon sus manos anilladas y sonrieron. Diez años pasaban rápido. Y pasaron.

Leticia llegó a nuestras vidas ─a la vida de Elsa y a la mía, que es como decir una sola─ cuando teníamos catorce, en el segundo año del colegio secundario. Fue entonces cuando se inició el triángulo que habría de estampar mi destino, aunque yo no lo supiera. Pero ya llegaré a esto; primero quiero hablar de Elsa, mi Elsa.

Tuve claro desde niño que ella nunca se enamoraría de mí; sin embargo, sabía que terminaríamos casándonos. Estaba hecha para mí. Por su sonrisa, por su corte de pelo, por la manera en que saltaba a la comba, por la vanidad con

que estiraba su meñique delicado cuando bebía su taza de leche con chocolate, y porque nuestras familias habían acordado que ella y yo habríamos de reproducir el modelo social al que ellos aspiraban.

Mi padre, Juan Jacinto, y su padre, Roberto René, habían sido los fundadores de la Sociedad Filantrópica de Quilmes, ciudad donde residíamos todos. Eran de esos emprendedores cautos, arremetedores y conservadores a la vez. Concebían el mundo como un balón antiguo a la espera de su acción renovadora, y Quilmes como la tierra prometida donde todos los sueños habrían de cumplirse. Respetaban más que nada la tradición y los valores de una educación que los cercaba y determinaba cada una de sus inhalaciones y exhalaciones. Aplicaban todo lo aprendido como un molde del que no había que salirse: hacerlo significaba ir en contra de su propia naturaleza. Había unas cuantas paradas obligatorias, ese saber estar en la sociedad como hombres y mujeres de bien. Hombres y mujeres que seguían estrictamente el respeto por los símbolos patrios como la bandera y el himno nacional, la elegante sumisión a la religión católica que incluía ser bautizado, tomar la comunión, confirmarse a los quince años, confesarse y comulgar todos los domingos en la santa misa con vestidos planchados, muy bien planchados, nunca escotados en el caso de las mujeres, y dedicar el tiempo necesario a nuestro cabello como para provocar el consabido «¡Ay, pero qué bien peinadito está este chico!».

Crecimos en un espacio donde sabíamos exactamente qué podía decirse y qué no, qué podía usarse y qué no, qué era parte de lo bueno y qué de lo malo. Lo malo era malísimo, mefistofélico, maldito a los ojos de Dios y de la tradición, nuestros dos grandes tótems. Lo malo era sucio y si solo pensábamos en ello, nos ensuciaríamos. Lo bueno era lo seguro, lo que nuestros padres habían aprendido de sus antecesores y ahora repetían con convencimiento.

Recuerdo a mi padre atándose los cordones de los zapatos: un artesano tejiendo la más noble de sus obras, o cuando se anudaba la corbata, o metiendo un corcho en la botella de vino. La elegancia de esa parsimonia y el silencio de sus movimientos dibujados en el aire me conmovían. El esmero obsesivo en los detalles de su vida, en los gestos más banales, me hacían sospechar que mientras realizaba esas tareas, tramaba planes de una complejidad acorde al tiempo que demoraba. Había en su educación y en sus modales una necesidad de trenzar cada acción como si le fuera la vida en eso. Lo cierto era que para mis padres la sustancia profunda de la vida nacía y se constituía desde las formas, los envoltorios, los peinados y los vestidos, la forma de atarse los cordones, el artístico delineado de un maquillaje para una de sus galas benéficas.

Entre las cosas más importantes que les habían inculcado estaban la educación y posterior colocación de sus hijos. Las familias colocaban a sus retoños en buenos colegios, empleos de jerarquía y buenas familias a través de alianzas con otros clanes similares. El antiquísimo rito de forjar acuerdos prenupciales venía en el ADN de nuestros mayores.

Desde el jardín de infantes el plan familiar comenzó a ejecutarse a la perfección. Nos apuntaron a los cuatro años en el colegio más caro y prestigioso de Quilmes, quizás de toda la provincia de Buenos Aires: el Saint George’s. Los ingleses, la colonia extranjera que había dominado la zona durante todo el siglo XIX y principios del XX, implantaron las grandes instituciones: el Saint George’s fue una de sus banderas que mejor flamearon. Aquel colegio era el nido de banqueros y políticos. Nuestros padres nos incubaban en ese antro de la buena educación durante doce años y después, cuando creían que la incubadora nos había calcinado lo suficiente, nos sacaban, nos soplaban la cara para procurarnos el hálito de la vida eterna y nos colocaban en sus empresas o en otras instituciones aún más descaradamente ricas.

En una foto inolvidable del primer día de clase, irrumpimos Elsa y yo con nuestros babis rojos y una bolsita a juego. Ella sonríe a la cámara y yo lloro con furia desatada. En� ese instante presente e inmortal a la vez, ella ya sabe ser la mujer que se adapta a todo. Me toma de la mano como una madre a su hijo. El llanto me desfigura la cara. En algún momento, con sus mismos cuatro años, parece que Elsa va a darse vuelta y a revelarme:

─¿No ves que no hay nada que hacer? ¿No ves que este sos vos y esta soy yo y que, aunque llores, nada de tu presente ni tu futuro cambiará? ¿No ves que todo está escrito, idiota mío?

Todo está escrito. Vaya si lo sabíamos desde nuestro nacimiento.

Durante la escuela primaria nuestros compañeros creían que éramos hermanos o primos. Nos quedábamos sin argumentos para negarlo. Nuestras madres llegaban juntas para llevarnos y traernos. Planificaban semanas en las que se alternaban para ocuparse de nosotros. Que una u otra nos viniese a buscar daba igual porque las ceremonias resultaban idénticas. Los temas, las indicaciones, el lenguaje, el asombro por las buenas notas o las muy malas conductas de otros niños repetidamente señaladas. Éramos un monstruo de dos cabezas.